**Diario de un hombre**
—¡Me da igual lo que diga la vecina! —Lucía recorrió la habitación agitando los brazos—. Mamá, ¿cuánto vamos a seguir aguantando? ¡Mis amigas ya se ríen de mí!
—¡Mamá, otra vez hay goteras! ¡Otra vez! —gritó Lucía al salir del baño con el pelo mojado y una toalla en la mano—. ¡Te lo dije, este piso tiene algo raro!
—¡Baja la voz, que nos oyen los vecinos! —susurró Ana Martínez, soltando el trapo y yendo hacia su hija—. ¿Dónde gotea?
—¡Por todas partes! Del grifo, de la ducha, ¡hasta hay un charco bajo el lavabo! —Lucía gesticulaba, salpicando agua por el pasillo—. ¡Te lo advertí! ¡No debimos alquilar este caserón destartado!
Ana entró en el baño, miró el agua extendiéndose por el suelo y se dejó caer en el taburete. Hacía un mes que se habían mudado a este piso en el centro de Madrid, vendiendo su casa en las afueras. Pensaron que la vida mejoraría: cerca del trabajo, tiendas, el ambulatorio. Pero ahora…
—Mamá, ¿qué haces sentada? ¡Hay que hacer algo! —Lucía, envuelta en una bata, se plantó en la puerta.
—¿Qué quieres que haga? —respondió Ana, cansada—. ¿Llamar al fontanero otra vez? Ya van tres veces este mes.
—¿Y si hablamos con la casera? ¡Que ella pague, es su piso!
—Ya lo hice. Dice que la culpa es nuestra, que no usamos bien las cosas. ¿Cómo se puede usar mal un grifo? —Ana se levantó y empezó a recoger el agua con el trapo—. Ve a desayunar, llegarás tarde al trabajo.
—¿Qué desayuno? ¡La cocina no funciona! —protestó Lucía—. Ayer casi no pude hacer la cena, y hoy ni se enciende.
Ana solo suspiró. La cocina llevaba fallando desde el primer día, pero la casera, Doña Carmen, insistía en que funcionaba bien, que solo había que “acostumbrarse”. Acostumbrarse a que los fogones encendían cuando querían y el horno tenía sus días.
—Vale, iré a casa de Lola a pedir que hiervan agua —refunfuñó Lucía, poniéndose unos vaqueros.
—¡No molestes a los vecinos! —la detuvo Ana—. Ya nos prestaron ayer aceite y anteayer sal. Pensarán que somos unas pedigüeñas.
—¿Y qué? ¿Vamos a ir con hambre al trabajo?
Ana miró a su hija y sintió un nudo en la garganta. ¿Por qué aceptaron este cambio? En su casa de antes, todo era más sencillo. Aquí, cada día había un problema nuevo.
Lucía se fue al trabajo enfadada y sin comer, mientras Ana intentaba arreglar el desastre. Secó el agua, apretó las llaves… inútil. El grifo seguía goteando.
Sonó el teléfono justo cuando iba a llamar al fontanero.
—¿Ana? Soy Doña Carmen. ¿Todo bien? ¿No se quejan?
—Pues… —Ana titubeó—. Es que otra vez la fontanería…
—¿Otra vez? —la interrumpió la casera—. ¡Pero qué hacen con mi piso! ¡Les dije que fueran cuidadosas!
—No hacemos nada raro. Solo abrimos y cerramos los grifos, como es normal.
—¿Entonces por qué llaman al fontanero cada semana? ¡A lo mejor rompieron algo!
Ana apretó los labios. No habían roto nada. El piso no era como lo prometió Doña Carmen cuando lo enseñó. Entonces todo funcionaba; ahora, cada día había una sorpresa.
—Doña Carmen, ¿podría mandar a un técnico? Es que nos da vergüenza…
—¿Qué técnico? ¡La culpa es de ustedes! ¡Les avisé de que las cosas son viejas!
—Pero el contrato dice que todo está en buen estado…
—¡Está perfectamente! ¡Es que no saben usarlo! —Doña Carmen colgó bruscamente.
Ana dejó el teléfono y miró a su alrededor. El piso era en el centro, luminoso, con techos altos. Pero cada día era más claro que esa belleza era solo apariencia: cableado viejo, tuberías oxidadas, ventanas que no cerraban bien…
Al mediodía, Lucía volvió con cara de pocos amigos.
—¿Solucionaron algo? —preguntó, tirando el bolso al suelo.
—No. La casera dice que es culpa nuestra.
—¿Nuestra? ¿De qué? —saltó Lucía—. ¿De que su piso se cae a pedazos?
—No grites. Las paredes son finas.
—¡Me da igual! —Lucía agitó los brazos—. Mamá, ¿hasta cuándo? ¡Mis amigas se ríen! ¡Dicen que vivo como una gitana!
—Pues que se callen —rezongó Ana—. Sus padres tienen pisos en propiedad, no alquilados.
—¿Y por qué no compramos? —sugirió Lucía—. Con lo que sacamos de la casa…
—¿Qué dinero? —Ana frunció el ceño—. Casi todo se fue en tu operación.
Lucía calló. La cirugía había costado mucho, y por eso se mudaron cerca del hospital. Pensaron que sería temporal, pero ahora estaban atrapadas.
—¿Buscamos otro piso? —propuso tímidamente.
—¿Con qué? —Ana señaló las facturas—. Luz, agua, alquiler, tus medicinas… Apenas llegamos.
Lucía hojeó los papeles y silbó.
—¡Vaya! No sabía que era tanto…
—No tenías por saberlo. Es mi preocupación. —Ana juntó los recibos—. ¿Ahora entiendes por qué no podemos irnos?
Lucía asintió en silencio. Luego preguntó:
—Mamá, ¿te arrepientes de vender la casa?
Ana tardó en responder. ¿Se arrepentía? Claro. Su casita era pequeña, pero acogedora. Huerto, vecinos conocidos… Aquí se sentían extrañas.
—Sí —admitió—. Pero lo hecho, hecho está. Vamos a seguir adelante.
—¿Y si hablamos con la casera? —insistió Lucía—. Que hagamos alguna reforma a medias…
—¿Con qué dinero? ¡Hay que cambiar casi todo!
En ese momento, se fue la luz.
—¡Otra vez! —exclamó Lucía—. ¡Los plomos!
Ana revisó el cuadro eléctrico, pero los plomos estaban bien. El problema era el cableado. Sacó una linterna y suspiró.
—Mamá, esto no es vida —dijo Lucía, sentada a la luz tenue—. Parecemos en la Edad Media.
—¿Qué sugieres? —preguntó Ana, exhausta.
—No sé. ¿Un abogado? ¿Denunciar?
—¿Denunciar qué? Firmamos el contrato voluntariamente.
—¡Pero nos mintió!
—¿Y cómo lo probamos?
Quedaron en silencio. Estaban en un callejón sin salida.
La luz volvió de repente. Ana guardó la linterna y fue a cocinar. Por suerte, un fogón funcionaba.
—Mamá —dijo Lucía—, ¿recuerdas el primer día aquí? Decías que al fin viviríamos bien.
—Sí —asintió Ana, removiendo la sopa.
—Yo creí que tenías razón. El piso era bonito, céntrico… Parecía un cuento.
—Un cuento —sonrió amargamente Ana—, pero de terror.
—¿Y si el problema es que no sabemos vivir aquí? —reflexionó Lucía—. En la casa lo arreglábamos todo nosotros…
—¡Tonterías! Sabemos usar un grifo. ¡El piso está fatal