Víctor tenía apenas tres años cuando la perdió. La vio morir al borde de la calle de la Puerta del Sol, empujándolo fuera del rugido de una motocicleta que se lanzaba sobre ellos. Su vestido rojo se encendió como una chispa, y luego el silencio y la oscuridad la engulleron.
Los médicos hicieron todo lo posible; el pequeño volvió a abrir los ojos, pero el miedo quedó atrapado en su garganta. Durante seis meses no pronunció palabra alguna, hasta que una noche se despertó con un grito desgarrador: «¡Mamá!»
En ese instante el recuerdo regresó como un sueño incendiado. Víctor ya habitaba el albergue infantil de San Lorenzo, en la periferia de Madrid, y no comprendía por qué lo habían dejado allí. Adoptó una costumbre extraña: se plantaba ante la gran ventana que daba a la avenida y a la carretera, mirando con la mirada tensada el horizonte.
¿Y tú, por qué estás siempre ahí? gruñía la anciana cuidadora, Doña Celia, barriendo con la escoba como si pudiera barrer también los recuerdos.
Espero a mi madre. Vendrá por mí respondió el niño.
¡Ja, ja, ja! suspiró Celia. No te quedes ahí parado. Ven, te ofrezco una taza de té.
Vamos aceptó Víctor, pero volvía a la ventana cada vez que alguien se acercaba al albergue, temblando como hoja al viento.
Los días se convertían en meses, y él no abandonaba su puesto, aguardando el día en que el vestido rojo volvería a flamear y su madre, con los brazos extendidos, le diría: «¡Al fin te encontré, hijito!»
Doña Celia lloraba al observar al pequeño, sintiendo más pena por él que por los demás niños, aunque nada podía hacer. Psicólogos, médicos y monjas le explicaban que no debía esperar tanto, que había juegos, amigos y tareas que podían ocupar su tiempo. Víctor asentía con la cabeza, pero en cuanto los adultos se alejaban, regresaba a su ventana. Celia, al llegar a su turno, veía su silueta a través del cristal y se preguntaba cuántas veces habría saludado sin poder contar.
Una tarde, la cuidadora salió del albergue, cruzando el puente sobre la vía del cercado del Metro, y allí vio a una joven de mirada intensa. La mujer hizo un gesto sutil, casi imperceptible, y Celía comprendió que quería decir algo.
Qué tonta eres comentó la joven, acercándose un paso.
¿Qué ha dicho? preguntó Celia, con los ojos cansados y el rostro marcado por los años.
¡Tonta! ¿No sabes que es un gran pecado privarse la vida? No elegiste tú el destino, no eres responsable de acabar con él.
¡Y si ya no puedo más! exclamó la mujer, con la voz quebrada. Si no quedan fuerzas, ¿qué sentido tiene todo?
Entonces ven conmigo. Vivo justo al otro lado del pasillo y allí podemos hablar. Aquí no hay nada que hacer.
Celia se alejó sin volver la vista atrás, mientras los pasos de la mujer se desvanecían en la bruma.
¿Cómo te llamas, despistada? preguntó la joven.
Luz.
Luz Así se llamaba mi hija, fallecida hace cinco años. Murió de una enfermedad fulminante y me dejó sola, sin hijos, sin nietos, sin marido. Yo soy Doña Celia. Pasa, entra en mi casa. No es un palacio, pero es mi refugio. Voy a cambiarme y pondremos la mesa, cenaremos y tomaremos té; todo se acomodará.
Luz agradeció y sonrió, como quien recibe una luz en la penumbra.
Gracias, tía Celia.
De nada, Luz. Las mujeres llevamos siempre una carga pesada. Lamentar es natural, pero lanzarse al abismo no lo es.
Luz, calentando sus manos con una taza humeante, respondió:
Soy fuerte, pero esto me parece una locura.
Luz nació en una aldea de la Serranía de Cuenca y, hasta los siete años, vivió sin conocer la tristeza. Sus padres la adoraban, pues era la única hija. Cuando su padre abandonó el hogar y se marchó a Zaragoza, resultó que ya tenía otra familia allí. La madre, al no poder soportar la ruptura, empezó a beber y descargaba su ira sobre la niña.
Como venganza al marido que nunca divorció, la madre llevó hombres extraños a la casa, abandonó las tareas domésticas y dejó toda la carga sobre los hombros de la pequeña. Los borrachos de la madre se llevaron lo último que quedaba del padre.
Luz tuvo que trabajar en los campos y en cualquier trabajo ocasional que le ofrecieran los vecinos, a cambio de alimentos. Alimentaba a su madre desamparada sin recibir gratitud alguna. No esperaba palabras amables, pues sabía que una familia normal ya no existía para ella.
El padre nunca volvió a llamar; algunos decían que se había mudado a Francia, y Luz comprendió que nunca lo volvería a ver.
A los quince años, mientras dormía en su habitación de una casa de higos en Albacete, el borracho de su madre irrumpió. Luz logró escaparse por la ventana, evitando un destino peor. Pasó la madrugada en un granero derrumbado, y cuando el silencio volvió, tomó sus documentos, una pequeña cantidad de dinero escondida, unas cuantas prendas y se alejó sin mirar atrás.
Al anochecer, su padre, Antonio, conductor de camiones, llegó a la aldea para encontrarla. Al ver la ruina, preguntó a los vecinos, pero nadie sabía nada. Entonces descubrió la vida que su hija había llevado. Lloró desconsolado en su camión caro, lamentando haber tardado tanto en regresar.
Antonio había sido camionero durante años y, en un viaje, conoció a una empresaria soltera, Gala. Ella utilizaba su empresa de transporte y siempre pedía que él fuera el conductor. Con el tiempo, Gala dio a luz a dos hijos y, antes de marcharse de España, le propuso a Antonio:
¿Quieres vivir con nosotros? Ven, vámonos juntos. Si no, vuelve con tu esposa. Te quiero, Vane, y me costará vivir sin ti, pero no quiero obligarte. Decide tú.
Antonio eligió quedarse con Gala. Le dolía dejar a su hija, pero no quería dividir su vida entre dos familias. La madre de Luz, agotada por la bebida y los celos, le resultaba insoportable.
Un día, mientras Luz asistía a la escuela, Antonio volvió a casa y encontró a su esposa con otro hombre. Eso lo quebró. Cuando Luz volvió a su casa, solo encontró a su madre embriagada, quien le dijo que el padre había abandonado y que nunca regresaría. Luz decidió no volver y se marchó a la ciudad.
En Madrid, una amable anciana, Doña Carmen, le alquiló una habitación. Luz pagó tres meses por adelantado; al terminar, la anciana le ofreció quedarse a cambio de cuidar de ella. Durante cinco años, Luz hizo todo por su anfitriona; los últimos dos, la anciana estuvo postrada en cama. Cuando Doña Carmen falleció, Luz, con lágrimas de gratitud, descubrió que había heredado el modesto apartamento del barrio de Lavapiés.
Más tarde, Luz conoció a un joven bancario llamado Julián. Él parecía estable y la llevó a casarse. Sin embargo, dos años después, la descubrió con otra mujer. Julián no se disculpó; expulsó a la amante y, furioso, golpeó a Luz, dejándola en el hospital. Luz, embarazada, perdió al bebé y los médicos le dijeron que volver a concebir sería muy difícil. Sin familia, sin casa, sin trabajo, Julián vendió el apartamento heredado y compró un coche deportivo. Luz, aunque dolida, siguió creyendo que el amor algún día la salvaría.
Al salir del hospital, Luz vagó sin rumbo y sus pasos la llevaron a un puente ferroviario. Allí la esperó Doña Celia, quien la escuchó sin interrumpir. Cuando quedó en silencio, Celia comentó:
Eso no es nada. Hay que vivir, ¿entiendes? Eres joven, tienes todo por delante: amor, felicidad. Mientras te quedes conmigo, yo trabajó todo el día y solo regreso a casa al atardecer.
Luz pasó dos semanas bajo el techo de Celia. Un nuevo guardia del barrio, el inspector Gregorio, llegó para presentarse a los vecinos. Celia no estaba, y Gregorio habló con Luz, prometiendo volver cuando la anciana regresara. Cumplió su promesa y, con el tiempo, se convirtió en el confidente de Luz.
Un día, Gregorio llamó a Luz:
¿Conoces a Salvador Iván?
Sí, es mi padre.
Él lleva años buscándote.
Así, Luz encontró a su padre, quien, emocionado, le compró un buen piso, abrió una cuenta con buen saldo y le consiguió un trabajo respetado. Prometió visitarla con más frecuencia.
Luz, agradecida, llevó galletas a Celia, pero la encontró enferma, con fiebre alta y débil.
¡Me ha venido un ataque, Luz! exclamó la anciana. Temo que no salga de aquí.
No se preocupe, tía Celia. Llamaré a la ambulancia, ya van a llegar. ¿Me cree?
Lo creo. Y ahora escucha: trabajo en el albergue. Hay un niño, Víctor, que acaba de cumplir cinco años. Quiero dejarle mi piso, lo tengo escrito en un testamento. Quiero que lo tengas tú.
¿Quién es ese niño? ¿Cómo lo reconoceré?
Lo sabrás. Lleva dos años parado ante la ventana del segundo piso, esperando a su madre, la que vendrá vestida de rojo
La ambulancia se llevó a Celia al hospital; pasó semanas allí, luego a una clínica de rehabilitación, todo pagado por Luz. Cuando volvió al albergue, encontró la ventana vacía. Víctor había sido adoptado.
Los niños del albergue contaban que, una mañana, mientras Víctor guardaba su puesto, apareció una silueta femenina en la carretera. El chico gritó y apretó su mano contra el corazón que latía con fuerza: la mujer de vestido rojo lo miró directamente y le hizo un gesto.
¡Mamá!
Víctor corrió hacia ella, temiendo que se alejara. Pero ella, con los brazos abiertos, se acercó a él.
¡Mamá! ¡Mamá, hija mía! exclamó, con una voz que rebosaba esperanza.
Luz, abrazando al pequeño, juró que nunca permitiría que volviera a conocer el dolor. Con el tiempo, Luz y Gregorio vivieron en una casa grande, criaron a Víctor, que se preparaba para entrar al colegio y ansioso por la llegada de un hermanito. Con ellos vivía Doña Celia, agradecida eternamente a Luz y a Gregorio por su apoyo. La felicidad silenciosa de esa familia residía en el amor que se ofrecían cada día, como un sueño que nunca termina.







