Nuestro déu, Antonio López, con sus setenta años a cuestas, era el pilar de nuestra extensa familia. Su palabra era ley y su sabiduría, nuestra brújula. Todos —hijos, nietos y bisnietos— lo respetábamos y colgábamos de sus consejos. Hasta hace poco, claro. Antonio y nuestra difunta abuela Carmen fueron como uña y carne durante más de cuarenta años. Criaron a sus dos hijos —nuestros padres—, tres nietos y tres bisnietos. Éramos un clan unido, compartiendo alegrías, penurias, fiestas y algún que otro disgusto.
Eran nuestro sostén. Su casa en un pueblecito cerca de Valladolid, con su huerto bien cuidado y un jardín que daba envidia, era como un segundo hogar. Aun con los años, se las arreglaban para mantenerlo impecable, y nosotros nos preguntábamos de dónde sacaban tanta energía. Éramos una familia de manual: celebraciones multitudinarias, excursiones al lago de Sanabria y, para ellos, escapadas a balnearios en la Costa del Sol.
Repartíamos gastos, hacíamos lo posible por su bienestar. Y ellos, qué duda cabe, nunca nos fallaban: tarros de conserva casera, un dinerito cuando apretaba y hasta ayudaron a pagar la hipoteca a algún que otro bisoño matrimonio. Su amor no tenía precio.
Pero hace tres años, Carmen nos dejó, y todo cambió. Antonio se quedó solo y se notaba que el peso de la ausencia le hundía. Se refugió en las tareas del hogar, como si cavar patatas pudiera llenar el vacío. Le rogábamos que se mudara a la ciudad —¿para qué sufrir en el pueblo?—, pero él, terco como una mula, decía:
—Esta es mi tierra. Aquí nací y aquí me quedo. Con la huerta me apaño, no os preocupéis. Y Encarna me echa una mano.
Encarna, la vecina, empezó a aparecer cada dos por tres. Primero con platos de cocido —porque Antonio y los fogones nunca se llevaron bien—. Al principio, nos alegró que no estuviera solo. Hasta que un día se instaló en su casa. Al principio, incluso nos pareció bien: Antonio recuperó la sonrisa, le brillaban los ojos otra vez. Íbamos a visitarle, intentábamos mantener el contacto.
Pero Encarna… bueno, desde el principio nos olía a chamusquina. Aunque hacíamos la vista gorda: lo importante era que él estuviera bien. Hasta que, al año de perder a Carmen, anunciaron que se casaban. Nos dejó de piedra. Antonio nos lo soltó como quien dice «hoy hace sol», y nosotros, sin poder hacer nada.
No todos fuimos a la boda. Mi padre, su hijo mayor, estaba que echaba chispas. Decía que Antonio había olvidado a Carmen demasiado pronto, que era una traición. Y ahí empezó la grieta en la familia. Pero el verdadero drama vino después, cuando Encarna, ya como señora López, mostró su verdadera cara.
Impuso sus normas. No se podía ir a verlos sin avisar —había que llamar, como si fuéramos unos desconocidos—. Las celebraciones familiares de toda la vida se cancelaron. Ahora pasaban el tiempo con sus parientes, como si nosotros hubiéramos dejado de existir. Hasta con los nietos y bisnietos, que antes adoraba, cortó el contacto.
Para rematar, las joyas de Carmen —que deberían haber quedado en la familia— se las endosó a sus hijas. Intentamos hablar con Antonio, pero Encarna siempre estaba ahí, controlando cada palabra, obligándole a poner el manos libres en las llamadas. Los pocos momentos en que ella no estaba, él nos esquivaba. Se volvió frío, distante, como si bajo su influjo hubiera olvidado quiénes éramos.
Intentamos explicarle que no queríamos su casa ni su herencia. Solo queríamos recuperar a nuestro déu, aquel que fue nuestro faro. Pero él solo repetía: «Alejaos de mi nueva familia». Esas palabras dolían más que un martillazo. ¿Cómo podía quien fue el centro de nuestras vidas darnos la espalda? Y ahora, ¿qué hacemos con esta familia que se desmorona como un azucarillo en el café?