A los 65 años comprendimos que nuestros hijos ya no nos necesitan. ¿Cómo aceptarlo y empezar a vivir para nosotros mismos?
Tengo 65 años, y por primera vez en mi vida me enfrento a una pregunta amarga: ¿de verdad nuestros hijos, por los que mi marido y yo lo sacrificamos todo, nos han arrojado de sus vidas como cosas viejas e inútiles? Nuestros tres hijos, a quienes les dimos nuestra juventud, nuestras fuerzas, nuestros últimos euros, recibieron todo lo que quisieron y se fueron sin volver la mirada. Mi hijo no contesta el teléfono cuando llamo, y me pregunto: ¿acaso ninguno de ellos nos dará un vaso de agua cuando estemos viejos? Este pensamiento se clava en mi corazón como un cuchillo y solo deja vacío.
Me casé a los 25, en un pueblo pequeño cerca de Sevilla. Mi marido, Javier, había sido mi compañero de clase, un romántico terco que pasó años buscando mi atención. Entró en la misma universidad para estar cerca. Un año después de una boda sencilla, quedé embarazada. Nació nuestra primera hija. Javier dejó los estudios para trabajar, y yo tomé un año sabático. Fueron tiempos difíciles: él pasaba el día en la obra, y yo aprendía a ser madre mientras intentaba no suspender los exámenes. Dos años después, volví a quedarme embarazada. Tuve que cambiarme a la modalidad a distancia, y Javier trabajaba turnos dobles para mantenernos.
Sobrevivimos, a pesar de todo, y criamos a dos hijos: nuestra hija mayor, Lucía, y nuestro hijo, David. Cuando Lucía empezó el colegio, por fin encontré trabajo en mi campo. La vida comenzó a mejorar: Javier consiguió un puesto estable con buen sueldo, arreglamos la casa. Pero justo cuando respirábamos, descubrí que esperaba a nuestro tercer hijo. Fue otro golpe. Javier trabajó aún más para sacar adelante a la familia, y yo me quedé en casa con la pequeña Marta. No sé cómo lo logramos, pero poco a poco recuperamos el equilibrio. Cuando Marta entró en primaria, sentí un alivio inmenso, como si me hubieran quitado un peso de encima.
Pero las pruebas no terminaron. Lucía, apenas empezó la universidad, anunció que se casaba. No la disuadimos: nosotros también nos casamos jóvenes. La boda, la ayuda con el piso todo eso nos dejó sin ahorros. Luego David quiso su propia casa. ¿Cómo negárselo? Pedimos un préstamo y se la compramos. Por suerte, encontró trabajo rápido en una gran empresa, y respiramos. Pero Marta, en su último año de instituto, nos sorprendió con su sueño de estudiar en el extranjero. Fue un duro golpe, pero reunimos el dinero, apretamos los dientes y la enviamos lejos. Se marchó, y nos quedamos solos en una casa vacía.
Con los años, los hijos aparecían cada vez menos. Lucía, aunque vivía en nuestra ciudad, venía cada seis meses, rechazando invitaciones. David vendió su piso, se compró otro en Madrid y venía aún menos: una vez al año, con suerte. Marta, tras graduarse, se quedó fuera, construyendo su vida allí. Les dimos todo: tiempo, salud, sueños, y al final nos convertimos en nada para ellos. No esperamos dinero ni ayudaDios nos libre. Solo queremos un poco de calor: una llamada, una visita, una palabra amable. Pero ni eso. El teléfono no suena, la puerta no se abre, y en el pecho crece un frío abandono.
Ahora me siento, mirando por la ventana la lluvia de otoño, y pienso: ¿esto es todo? ¿De verdad estamos condenados al olvido, después de darles cada suspiro? Quizá sea hora de dejar de esperar que se acuerden de nosotros y volvernos hacia nosotros mismos. A los 65, Javier y yo estamos en una encrucijada. Por delante, lo desconocido, pero más allá, en el horizonte, brilla una esperanza de felicidadnuestra, de nadie más. Toda la vida nos pusimos al final, pero ¿acaso no merecemos un poco de alegría? Quiero creer que sí. Quiero aprender a vivir de nuevo, para nosotros dos, mientras nuestros corazones sigan latiendo. ¿Cómo aceptar este vacío y encontrar en él algo de luz? ¿Qué opináis?







