A lo largo de los años, fui una sombra silenciosa entre los estantes de la imponente biblioteca pública

Durante años, fui una sombra silenciosa entre los estantes de la gran biblioteca municipal. Nadie me percibía realmente, y eso me bastaba o al menos eso creía. Me llamo Aisha y tenía 32 años cuando comencé a trabajar como limpiadora allí. Mi esposo falleció de forma inesperada, dejándome sola con nuestra hija de ocho años, Imani. El dolor seguía siendo un nudo en la garganta, pero no había tiempo para lamentarse; teníamos que comer y el alquiler no se pagaba solo.
El director de la biblioteca, el señor Henderson, era un hombre de rostro severo y voz mesurada. Me observó de arriba abajo y, con tono distante, dijo:
Pueden comenzar mañana pero que no haya niños haciendo ruido. Que no los vean.
No tenía alternativa. Acepté sin protestar.
En la biblioteca existía un rincón olvidado, junto a los viejos archivos, donde había una pequeña habitación con una cama cubierta de polvo y una bombilla fundida. Allí dormíamos Imani y yo. Cada noche, mientras el mundo descansaba, yo desempolvaba los interminables estantes, pulía las largas mesas y vaciaba cestos repletos de papeles y envoltorios. Nadie me miraba a los ojos; yo era simplemente la señora que limpia.
Imani, sin embargo, sí observaba. Lo hacía con la curiosidad de quien descubre un universo nuevo. Cada día me susurraba:
Mamá, escribiré historias que todos quieran leer.
Yo sonreía, aunque por dentro me doliera saber que su mundo estaba limitado a esos espacios apagados. Le enseñé a leer con libros infantiles viejos que hallábamos entre los desechos. Se sentaba en el suelo, abrazada a un ejemplar gastado, perdiéndose en mundos lejanos mientras la luz mortecina caía sobre sus hombros.
Al cumplir doce años, reuní el valor para pedirle al señor Henderson algo que para mí representaba un gran desafío:
Por favor, señor, permita que mi hija use la sala de lectura principal. Le encantan los libros. Trabajaré más horas, le pagaré con mis ahorros.
Su respuesta fue una burla seca.
La sala de lectura principal es para los usuarios, no para los hijos del personal.
Así continuamos. Ella leía en silencio entre los archivos, sin quejarse nunca.
A los dieciséis, Imani ya escribía cuentos y poemas que empezaban a recibir premios locales. Un profesor universitario notó su talento y me dijo:
Esta niña tiene un don. Puede ser la voz de muchos.
Él nos ayudó a conseguir becas y, de esa forma, Imani fue aceptada en un programa de escritura en Inglaterra.
Cuando le comuniqué la noticia al señor Henderson, observé cómo su semblante cambiaba.
Espera la chica que siempre estaba en los archivos ¿es tu hija?
Asentí.
Sí. La misma que creció mientras yo limpiaba tu biblioteca.
Imani partió, y yo continué limpiando. Invisible. Hasta que, un día, el destino tomó un giro.
La biblioteca entró en crisis. El ayuntamiento recortó fondos, la gente dejó de visitarla y se hablaba de cerrarla definitivamente. Parece que a nadie le importa ya, decían las autoridades.
Entonces llegó un mensaje desde Inglaterra:
Me llamo Dra. Imani Nkosi. Soy autora y académica. Puedo ayudar. Conozco bien la biblioteca municipal.
Cuando apareció, alta y segura, nadie la reconoció. Se acercó al señor Henderson y le dijo:
Una vez me dijiste que la sala principal no era para los hijos del personal. Hoy, el futuro de esta biblioteca está en manos de una de ellas.
El hombre se quebró, con lágrimas recorriendo sus mejillas.
Lo siento no lo sabía.
Yo sí respondió ella suavemente. Y te perdono, porque mi madre me enseñó que las palabras pueden cambiar el mundo, incluso cuando nadie las escucha.
En pocos meses, Imani transformó la biblioteca: trajo nuevos libros, organizó talleres de escritura para jóvenes, creó programas culturales y no aceptó un centavo a cambio. Sólo dejó una nota en mi mesa:
Esta biblioteca una vez me vio como una sombra. Hoy camino con la cabeza en alto, no por orgullo, sino por todas las madres que limpian para que sus hijos puedan escribir su propia historia.
Con el tiempo, me construyó una casa luminosa con una pequeña biblioteca personal. Me llevó a viajar, a conocer el mar, a sentir el viento en lugares que antes sólo veía en los libros viejos que ella leía de niña.
Hoy me siento en la renovada sala principal, viendo a niños leer en voz alta bajo los ventanales que ella mandó restaurar. Cada vez que escucho en las noticias el nombre Dra. Imani Nkosi o lo veo impreso en una portada, sonrío. Porque antes yo era sólo la mujer que limpiaba.
Ahora, soy la madre de la mujer que devolvió las historias a nuestra ciudad.

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A lo largo de los años, fui una sombra silenciosa entre los estantes de la imponente biblioteca pública