Eduardo despertaba a las tres de la madrugada, arrastrándose entre sombras para recolectar desperdicios en las calles de Sevilla. Su excelencia académica le había valido una beca para la Universidad de Granada. Soñaba con ser ingeniero, no por codicia, sino por ofrecer un futuro digno a su familia.
Pero el camino era áspero. Cada minuto debía cuadrarse como las piezas de un puzzle imposible. Madrugaba, estudiaba a la luz de una vela antes del amanecer. A las cinco ya estaba en el camión, cargando bolsas malolientes hasta las nueve, a veces más. Luego, corría hacia los baños públicos, donde el agua fría del invierno le cortaba la piel o el sudor del verano se le pegaba como una segunda piel.
A veces llegaba tarde a clase. Otras, aunque se hubiera lavado, el rastro de la basura lo perseguía como un fantasma. No era por falta de ganas; era la vida empujándolo.
Sus compañeros fruncían la nariz, se apartaban, cuchicheaban. Abrían las ventanas con teatralidad, soltaban risitas como piedrecitas afiladas. Nadie se sentaba a su lado.
Él agachaba la cabeza, abría su cuaderno y se aferraba a las palabras del profesor. A veces, sus manos temblaban de cansancio. A veces, los párpados le pesaban como plomos. Pero seguía. Porque había algo más allá de aquel presente.
Los profesores lo observaban. Respondía con precisión, participaba, nunca engañaba. No se quejaba.
Un día, tras un examen despiadado, el profesor entró con el ceño fruncido. “Todos habéis suspendido”, anunció. Un silencio espeso llenó el aula. Luego añadió: “Todos menos Eduardo.”
Murmullos. Miradas que se torcían. “Algo tramará”, mascullaban. “¿Cómo lo hace?”
El profesor lo miró directamente. “Eduardo, ¿cuál es tu secreto?”
Él tragó saliva, incómodo bajo tantos ojos. “Repito en voz alta hasta que me lo aprendo. Hago esquemas. Me grabo y escucho los apuntes mientras trabajo.”
Nadie habló.
Esa tarde, el profesor sorprendió a unos alumnos riéndose de Eduardo en el pasillo. Se plantó frente a ellos. “Vosotros no sabéis lo que es levantarse con las estrellas para cargar la basura de otros. Y aún así, él rinde más que todos. Deberíais pedirle perdón en vez de mofaros.”
Los estudiantes enrojecieron. Uno se acercó a Eduardo y murmuró una disculpa. Otro también. El profesor se sentó a su lado y le dijo: “No claudiques. La vida duele, pero tu lucha tiene sentido. No estás solo.”
Eduardo apenas sonrió. Pero dentro de él, algo floreció.
No pares. Tu valía no la definen las miradas ajenas, sino lo que haces cuando nadie aplaude. Como Eduardo. Sigue. Cada esfuerzo, un día, echará raíces. Te lo has ganado.