Francisco se levantaba a las tres de la madrugada para recoger basura en las calles de Madrid. Gracias a sus excelentes notas en el instituto, había conseguido una beca para estudiar en la universidad. Quería ser ingeniero. Era su sueño. No por hacerse rico, sino por mejorar su vida y ayudar a su familia.
Pero no era fácil. Para compaginar trabajo y estudios, cada minuto contaba. Se despertaba al amanecer, estudiaba una o dos horas antes de salir, y luego trabajaba desde las cinco hasta las nueve. A veces más. Corría a casa o a los baños públicos para lavarse como podía. En invierno, el frío le calaba los huesos. En verano, el sudor no le abandonaba.
Algunos días llegaba tarde a clase. Otros, aunque se hubiera aseado, el olor del camión de la basura seguía pegado a él. No era por falta de ganas. Era inevitable.
Sus compañeros de facultad lo miraban con desprecio. Se apartaban. Murmuraban, pero él lo oía. Algunos abrían las ventanas exageradamente. Otros soltaban comentarios sarcásticos. Nadie quería sentarse a su lado.
Él agachaba la cabeza. No decía nada. Simplemente abría su cuaderno y prestaba atención. A veces le temblaban las manos del cansancio. A veces le pesaban los párpados. Pero seguía. Porque quería salir adelante. Porque merecía algo mejor.
Los profesores lo notaban. Siempre respondía bien, participaba, entendía rápido. No copiaba. No se quejaba.
Un día, tras un examen difícil, el profesor entró serio en el aula. Anunció que todos habían suspendido. Se hizo un silencio pesado. Luego añadió:
—Todos menos Francisco.
Los susurros comenzaron. Algunos no daban crédito. Otros se irritaron. “Seguro que el profe le pasa apuntes”, “A saber cómo lo hace”, cuchicheaban.
El profesor lo miró y preguntó en voz alta:
—¿Cómo lo haces, Francisco? ¿Qué haces para aprender así?
Francisco se puso nervioso. No estaba acostumbrado a tantas miradas. Tragó saliva y respondió:
—Estudio en voz alta. Repito hasta que me sale. Hago resúmenes. A veces me grabo y escucho los audios mientras trabajo.
Nadie dijo nada.
Ese mismo día, el profesor salió del aula y escuchó a unos alumnos mofándose de Francisco. Se plantó frente a ellos.
—Vosotros no sabéis lo que es esforzarse —dijo—. Él trabaja recogiendo basura desde antes del alba. A esa hora, vosotros seguís durmiendo. Y aún así, viene aquí, rinde más que todos y no se lamenta. Deberíais sentir vergüenza. En vez de reíros, deberíais aprender de él.
Los estudiantes callaron. Algunos bajaron la vista. Uno se acercó a Francisco y le pidió perdón. Otro hizo lo mismo. El profesor se sentó a su lado y le dijo:
—No te dejes vencer, Francisco. La vida no siempre es justa, pero lo que estás haciendo tiene valor. No estás solo.
Francisco no dijo gran cosa. Solo sonrió. Por dentro, sintió que todo su sacrificio valía la pena.
No te pares. Tu valor no depende de cómo te miren, sino de lo que hagas cuando nadie te tiende la mano. Como Francisco. No te rindas. Todo lo que siembras, un día dará fruto. Te lo has ganado.