A las siete de la mañana, me desperté de un ladrido desesperado de mi perro, que hacía lo imposible por sacarme del sueño, y vi algo que me heló la sangre.
Esta mañana ocurrió algo que nunca olvidaré.
Eran casi las siete. Fuera, reinaba ese silencio tranquilo del amanecer, y yo disfrutaba de un raro día libre. Desde el día anterior, estaba hecha polvoni siquiera tenía fuerzas para el paseo matutino con el perro. Dormía como un tronco, y en mis sueños todo era paz y normalidad.
De repente, sentí un peso sobre el pecho. Entre dormida, abrí los ojos un instanteahí estaba mi perro, apoyando sus patas sobre mí, mirándome fijamente.
“¿Qué quieres?”murmuré, cerrando los ojos de nuevo, pensando que solo tenía hambre o quería salir.
Pero no se movió. Al contrario, empezó a pisar con insistencia, a lamer mi mejilla y a gemir suavemente, como llamándome. Aún no entendía por qué me despertaba tan bruscamente. Cuando lo ignoré, de pronto soltó un ladrido ensordecedor junto a mi oído, saltó sobre la cama y comenzó a ladrar con furia, con un tono agudo, desesperado.
En ese momento, abrí los ojos por completo y noté algo extraño. Fue entonces cuando finalmente entendí por qué mi perro actuaba así.
Abri los ojos y un olor penetrante me invadió. No lo identifiqué al principio, pero unos segundos después, mi mente hizo clic: quemado. Y se volvía más intenso.
Me incorporé de golpe, el corazón latiendo con tanta fuerza que resonaba en mis sienes. Salté de la cama, salí descalza al pasilloy me quedé paralizada.
Una espesa humareda gris se extendía desde el salón, filtrándose ya en mi habitación. Y en la sala, las llamas devoraban la mitad del espacio, crepitando, lanzando chispas al aire.
El perro seguía a mi lado, ladrando al fuego, luego me miraba de nuevo, como urgente: “¡Date prisa!”.
Agarré el móvil, marqué con dedos temblorosos el número de emergencias y, sin perder un segundo, salí corriendo con él del piso.
Fue solo en la calle, ya a salvo y tratando de recuperar el aliento, cuando caí en la cuenta: si no hubiera sido por él, seguiría durmiendo y quizás no habría despertado jamás.
Más tarde descubrimos que la noche anterior había estado planchando y, exhausta, olvidé apagar la plancha. Había quedado sobre la ropa. Eso provocó el incendio.
No recordaba nada. Pero mi perroolía el humo antes que yo e hizo todo lo posible por despertarme.
Si no hubiera sido por él quizás no estaría aquí para contarlo.