Desde el espejo, una mujer de treinta y cinco años muy hermosa, pero de ojos melancólicos, observaba a Alicia. Nada tenía sentido: en sus sueños, los hombres españoles parecían buscar misterios que nadie nunca enseñó en la facultad de Salamanca. ¿Para qué tantos estudios y ese sobresaliente en el expediente, si nadie jamás le explicó lo esencial del querer?
Alicia siempre anheló aquello tan clásico: una familia acogedora, un marido dulce y tres hijos, porque a sus padres los había visto cambiar la vida en una danza perfecta, como si fueran la imagen de la familia ideal dibujada en un cuento de la infancia. De pequeña, se prometió que no dejaría escapar la felicidad, corriendo a veces demasiado rápido tras ella.
Conoció a su marido, Víctor, en la universidad. Era atractivo, deportista y tenía una inteligencia chispeante que iluminaba cualquier tertulia en algún piso de Madrid. En una de esas fiestas, bajo luces apagadas y risas de fondo, se cruzaron las miradas. Alicia, que vivía con sus padres en el barrio de Chamberí, se sintió pronto hechizada por aquel chico de Valladolid.
Cuando pasaron seis meses, Víctor, arrebatado por impulsos azucarados, le propuso matrimonio. Ella dijo que sí, sin escuchar las dudas del reloj. Se casaron justo al obtener el título universitario. Parecía perfecto: atento, cariñoso, siempre con una broma a punto. Él empezó a trabajar de ingeniero en una empresa de gas en la Castellana; ella consiguió un puesto en un banco de Gran Vía.
Seis meses de luna de miel y de repente, una noche de sueños rotos y relojes blandos como un cuadro de Dalí, Alicia descubrió que estaba embarazada. La noticia, en vez de alegría, provocó en Víctor la amargura del café sin azúcar.
Alicia, ¿cómo ha pasado esto? Me dijiste que estaba todo controlado susurró con voz de viento sordo.
No lo sé, Víctor respondió ella, asustada por la frialdad y la lógica onírica de su marido. Pero ¿no queríamos tener hijos? Quizá el destino ha decidido
¡Ni lo sueñes! Esto no es destino, es descuido. Apenas estamos empezando a trabajar. Hay que pensar en la carrera profesional, no en cambiar pañales respondió él, y las paredes se llenaron de relojes derretidos.
Las lágrimas danzaban en la comisura de sus ojos; Alicia casi se ahoga en esa tristeza silenciosa.
Ali, susurró él, abrazándola en una escena sin gravedad podemos ya sabes volver a empezar luego. Hay tiempo, ¿no?
Ella le miró, como si no le reconociera.
Ni se te ocurra. Si no quieres ser padre, no voy a obligarte. Decide tú y salió flotando por la puerta, murmurando al viento de la Castellana.
Anduvo horas por las calles de Madrid, donde los semáforos cambiaban de color a su antojo y los tejados se retorcían como serpientes. Su sueño de familia se deshacía como espuma.
Durante días, silencio fantasmal. Sin embargo, una tarde de sol apagado, Víctor regresó con palabras suaves y promesas de padre, pidiéndole perdón. La alegría regresó y, ocho meses después, nació un niño de mejillas rosadas al que llamaron Alonso.
Alicia se entregó al cuidado de Alonso como si volara. Le arropaba, mantenía la casa luminosa y preparaba platos que sabían a domingo en el pueblo. Cumplidos tres años, Alonso fue por primera vez a la guardería en Madrid, y ella volvió al banco cargada de nuevas ilusiones.
Se sentía ligera y convencida de haber encontrado la fórmula olvidada de la felicidad. Lo decían los amigos que llenaban el salón de su casa los fines de semana; los compañeros de Víctor no dejaban de alabar la suerte de tener una esposa como Alicia. Una noche, soñó que escuchaba la conversación de Víctor con sus amigos.
Vaya, Víctor, qué suerte la tuya. Tu mujer es una joya: guapa, lista, trabajadora. ¡Y cocina unas croquetas que ni mi abuela! decía uno.
Desde luego añadía otro. La mía solo sabe pedirme euros y agotar mis nervios.
Bueno, chicos, tampoco olvidéis que uno cosecha lo que siembra. Yo también soy un buen partido, por eso Alicia es así contestaba Víctor, y las risas rebotaban por las paredes del salón.
Por la otra punta del sueño, las esposas de los amigos cuchicheaban y lanzaban miradas a Alicia llenas de misterios, como si el secreto de la dicha flotase siempre fuera de su alcance.







