**Sin derecho a nada**
—Nina Martínez, hoy hay reunión de padres en el colegio de Lucas a las seis. Tienes que ir porque Andrés y yo no llegamos. Y para que no se te olvide, te llamaré sobre las cinco para recordártelo —anunció Lola, su nuera, desde el pasillo mientras se pintaba los labios.
—Lolita, mejor vais vosotros. No oigo bien. Habrá mucha gente, todos hablarán a la vez y yo solo me pondré nerviosa —respondió Nina saliendo de su habitación.
—Nina Martínez, vamos, ya sabes que Andrés trabaja hasta tarde y yo tengo que entregar informes. ¡Si totales estás en casa sin hacer nada! Siempre lo mismo… —bufó Lola, exasperada.
—Lola, no es que no haga nada. Limpio, voy al mercado, le hago la comida al niño… Y ya tengo sesenta y siete años —insistió Nina.
—Vaya, hoy te ha dado por discutir. ¿Vas a echarme en cara que le hagas la comida a tu nieto? ¡Por cierto, es el único que tienes! Andrés, ¿no vas a decir nada? —Lola, fuera de sí, se giró hacia su marido.
—Mamá, en serio. Ve tú y ya está. Escucha lo que digan. Si piden dinero para algo, me escribes y te lo mando. No es para tanto… No sé por qué discutimos —contestó Andrés con su habitual calma.
—Da igual. Hoy no puedo. Tenía otros planes… —murmuró Nina.
—¡Pues haz tus planes! Todos irán sus padres, y el nuestro parecerá un huérfano. ¡Gracias por fastidiarme el día! —gritó Lola antes de salir, cerrando la puerta de un portazo.
—Eso, que todos irán sus padres… —susurró Nina, retirándose a su cuarto.
Andrés se ajustó la corbata frente al espejo, cogió su portátil y se dirigió a la salida.
—Me voy. Lucas, no llegues tarde al colegio —dijo antes de que la puerta volviera a golpear.
El silencio inundó el piso…
Lucas, de doce años, ya estaba listo para salir. Los minutos que le quedaban los dedicó a jugar a la consola, con los cascos puestos, ajeno a la discusión. O mejor dicho, sordo a todo…
…Nina Martínez se sentó en el sofá de su pequeño cuarto y miró por la ventana. En los cinco años que llevaba viviendo en esa habitación diminuta, había memorizado cada detalle del paisaje: la esquina del edificio de enfrente, el olmo, los arbustos de rosas silvestres y un trozo del parque infantil. Todo le resultaba dolorosamente familiar. Porque así pasaba sus tardes y fines de semana: sentada, mirando al vacío.
Llevaba tiempo sintiéndose la asistenta y la niñera en casa de su hijo. Y, en el fondo, lo era. Pero su vida no siempre había sido así…
…Nina creció en una familia humilde. Fue una niña tímida y educada. Estudió, fue a la universidad, consiguió su primer trabajo. Podría haberse quedado en otra ciudad, pero volvió a su tierra.
Entró a trabajar en una fábrica local. Allí conoció a su futuro marido, Gonzalo, jefe de taller. Se enamoraron, se casaron y tuvieron a Andrés.
Soñaba con una niña, pero nunca llegó. Un día, una ingeniera de Madrid, Verónica, vino a supervisar la instalación de nueva maquinaria. Y no solo modernizó la producción, sino que también se llevó a Gonzalo.
Al principio, Nina creyó que volvería. Pero él pidió el divorcio. “Siempre quise vivir en la capital”, dijo. Verónica tenía un piso allí, contactos… Gonzalo se fue, dejando atrás a Nina y a su hijo. Eso sí, nunca faltó con la pensión, aunque poco más.
Nina no se quejó. Trabajó duro, crió a Andrés como pudo. Lo único que le molestaba era que hubiera heredado su carácter: demasiado blando, demasiado bueno.
Andrés creció, estudió y un día anunció que traería a su novia a casa: Lola, su futura esposa. Nina no estaba entusiasmada. Se había acostumbrado a vivir con él, y ahora tendría que quedarse sola en su pequeño piso. Rogó a Dios que Lola fuera buena persona.
Pero desde el primer momento, Lola le cayó mal. Guapa, sí, pero demasiado vivaracha. Andrés era un hombre sereno; necesitaba alguien más tranquila. Pero Nina no dijo nada. Él era adulto, sabría elegir.
Se casaron, vivieron de alquiler, ahorraron y compraron un piso. Con el tiempo, nació Lucas. Cuando el niño empezó el colegio, Lola empezó a presionar:
—Andrés, ¿por qué no le pedimos a tu madre que venda su piso? Podríamos comprar uno más grande. Cada uno tendría su habitación, y ella podría cuidar de Lucas.
Nina se resistió:
—Lolita, no quiero molestar. Aquí soy la dueña; allí viviría de prestado…
—¡Qué tontería! Será para ayudarnos. ¿Qué más da dónde vivas?
Al final, cedió. Vendieron ambos pisos rápidamente. Lola ya había encontrado un ático de tres habitaciones.
—Lola, me gustaría llevarme algunos muebles. Y mi máquina de coser. ¿Podríamos alquilar una furgoneta? —preguntó Nina durante la mudanza.
—¡Por Dios, Nina Martínez! ¡Todo eso es viejo! Gastaría más en mudarlo que lo que vale. Y la máquina no la necesitarás. Estarás ocupada con Lucas.
Fue entonces cuando Nina entendió que la trampa se había cerrado. Semanas después, se mudó al ático con ellos…
Todo fue como temía. Se sentía incómoda. Se levantaba temprano, pero esperaba en su cuarto para no molestar. Comía cuando la llamaban. Si quería ir al baño, Lola estaba allí, tiñéndose el pelo o hablando por teléfono.
Así que se encerró en su habitación. Cuando empezó el curso, al menos tuvo más libertad durante el día. Pero, como imaginó, se convirtió en la limpiadora, la cocinera y la niñera.
Últimamente, se sentía más cansada. Los fines de semana eran peores: amigos, compañeros de trabajo… Nadie le hacía caso. Para no quedarse encerrada, empezó a pasear por el parque.
Un día, conoció a un hombre de su edad: Pablo Martínez. Viudo, su hija vivía lejos y apenas lo visitaba. Al principio, se encontraban por casualidad. Luego intercambiaron números y empezaron a quedar. Pablo se convirtió en su única alegría…
***
Y hoy, Nina tenía planes. No iba a ir a la reunión. Era el cumpleaños de Pablo, y la había invitado.
No quiso discutir con Lola. Llamó a Pablo, lo felicitó y prometió llegar una hora más tarde. Cumplió: fue a la reunión y luego se marchó.
Bebieron té, hablaron de sus vidas, pase