A la bruja en busca de la felicidad

Oye, amiga, te tengo que contar lo que le pasó a Nuria, esa mujer que siempre estaba con la mirada cansada y el corazón en mil pedazos. Una tarde la vi en la plaza de la Puerta del Sol, con una anciana que todos llamaban la bruja del barrio. La mujer estaba jugando con unos fósforos, encendiéndolos y apagándolos como si fueran chispas de esperanza, mientras murmuraba todo lo que Nuria había escuchado en su interior. La angustia, el vacío, el deseo de aullar como un lobo la habían empujado a buscar a esa bruja.

Nuria había vivido lo que creía era la tragedia más grande de su vida. Su marido, Santiago, los había dejado con los dos niños y se había marchado. Cuatro meses después volvió, y al principio todo pareció volver a la normalidad. Pero la relación se fue agrietando, la distancia entre ellos creció y la confianza se desvaneció. Primero Nuria lloraba por los ¿Qué tal? Buenas noches que ya no recibía, y luego su alma empezó a clamar venganza; deseaba que a Santiago le pasara algo terrible, incluso imaginar que un autobús lo atropellara. Después, la resignación se instaló: no le importaba dónde estaba, con quién, ni cuándo volvería. Incluso dejó de preocuparse por los niños.

Una oscuridad gris, pesada como una manta, comenzó a envolverla. La melancolía la ahogaba, y cada intento de escapar solo la hacía volver más fuerte. La salud le dio la espalda: una quiste bajo un diente la obligó a extraerlo y a pagar un implante que le costó varios cientos de euros; la visión se precipitó, y una caída en el Retiro, sobre un asfalto perfectamente liso, le rompió el brazo en tres puntos. Fue entonces cuando decidió que algo tenía que cambiar, que no quería precipitarse al olvido.

La bruja, con su voz rasposa, le dijo: Nadie te ha puesto una maldición, es tu marido el que te ciega. Él solo ve su reflejo y te está enterrando viva. No es él, eres tú la que se está ahogando en su sombra. Luego, con una sonrisa algo extraña, le entregó una cajita de velas y una botellita de agua. Tómatelas, enciende una y bebe, verás.

Nuria salió a la calle con un nudo en la garganta y la frase no es ella, es tu marido dando vueltas en la cabeza, como un disco rayado. Al caer la noche, se sentó con un cuaderno y empezó a preguntarse: ¿qué quiero para mí? No tardó en notar que siempre había puesto los deseos de los niños y de Santiago por delante. Quería ir al mar, al parque acuático, al salón de juegos, o al menos pasar tiempo en la zona de juegos del barrio. Quería comprar una vivienda, un coche, visitar a su madre en la provincia vecina, reformar el balcón, ver películas hasta la madrugada o acampar bajo las estrellas.

Después de media hora garabateando, surgieron metas concretas:
– Correr por la mañana, encontrar tiempo y energía para ello.
– Cambiar de trabajo, ser jefa y ganar un sueldo digno, seguir formándome como profesional.
– Bajar siete kilos.
– Comprar un abrigo de piel.
– Tener mi propia casa.
– Construir una relación tranquila con mis hijos.
– Descubrir un hobby que me apasione.

Exhaló, cerró el cuaderno y miró a Santiago, que estaba tirado en el sofá con la vista pegada al portátil. Tu marido es así, resonó en su cabeza como un eco. Cerró la puerta del coche y volvió a la bruja, porque aún tenía mil preguntas: cómo organizar su nuevo puesto, cómo aliviar el cuello que le dolía, si debía seguir con su hijo mayor en la escuela de artes o dejar que pinte libremente, y qué hacer con Santiago, que parecía estar allí y, a la vez, ausente.

La bruja, con una sonrisa, le respondió: Hoy vienes con tu vida entera. Tu enfermedad se irá apagando poco a poco, como la llama de esas velas. Después, le soltó: No importará con quién esté tu marido o si sigue en contacto con alguna vieja amante. Llegará el día en que no te preguntes si le sirves o cómo salvar la familia. Llegará otro día, no de golpe, en que todo eso será solo polvo.

Encendió otro fósforo y la bruja le dio un consejo curioso: Pon una pelota de tenis entre la pared y la columna, haz rodar mientras haces sentadillas. Todo volverá a su sitio. Nuria rió para sus adentros. ¿Una pelota de tenis? ¿Qué más podría ayudar después de gastar tanto en fisioterapeutas?

Los meses fueron pasando: invierno, primavera, verano y otra vez el otoño dorado. Desde el comienzo del curso, llevó a su hijo Damián a una escuela de artes. El chico empezó a pintar con una pasión que Nuria nunca había visto; sus obras se mostraron en exposiciones municipales y provinciales. Damián dejó el móvil y la tablet, y dedicó su tiempo al pincel y la acuarela.

En la oficina, Nuria colgó una pizarra con marcadores de colores y anotó tareas y plazos. Con el tiempo, esas metas dejaron de ser solo palabras y se convirtieron en acciones. Empezó a impartir formaciones para empleados, primero como hobby y luego como experta; los cursos le generaban ingresos comparables a su sueldo.

Una tarde, recibió un ramo de rosas rojas sin tarjeta. ¿Qué tal? le preguntó Santiago, esperando una respuesta. Después de una hora sin contestar, él se quedó pensando que ella nunca adivinaría quién lo había enviado. Nuría respondió con un simple Gracias. A ella le encantaban las crisantemos, con su perfume amargo y picante, pero Santiago siempre le regalaba rosas, como si fuera la norma.

El sol de otoño iluminaba la calle, los colores rojizos y amarillos de los arces danzaban alrededor del edificio donde trabajaba. Nuría respiró hondo, llenando los pulmones con el aire fresco de la ventana abierta. Se deshizo de la idea de que no podía lograr nada sola y finalmente sintió que la libertad la había alcanzado. Y, sí, la pelota de tenis también le sirvió

Así que ya ves, amiga, a veces basta con encender una vela, beber un poco de agua y lanzar una pelota contra la pared para que la vida empiece a girar de nuevo. Un abrazo enorme.

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