¡Se quedó dormida! Desde el camino del baño hasta la puerta de entrada, pintándose los labios, echando un vistazo rápido al espejo y poniéndose a toda prisa el abrigo y las botas, Lidia ya estaba en el ascensor tres minutos después de despertarse.
Al salir a la calle, se dio cuenta de que llovía una fina llovizna de septiembre, pero no había tiempo para volver a buscar el paraguas. El traicionero despertador había fallado hoy. La chica corría hacia la parada de autobús a toda velocidad. Llegar tarde al trabajo con su jefe era equivalente a un día perdido y podía acabar incluso en despido.
Repasando en su mente todas las posibles consecuencias del día, Lidia ya se había despedido mentalmente de sus queridos clientes, la bonificación y el día libre que le quedaba de las últimas vacaciones. A su alrededor pasaban apresuradas otras personas también retrasadas o simplemente apuradas, todas absortas en sus pensamientos, sin notar nada alrededor. Todo era gris, monótono y triste. Y esa lluvia aportaba aún más melancolía a un día que había empezado mal desde el principio.
Quedaban menos de doscientos metros para llegar a la parada cuando Lidia se detuvo abruptamente y miró hacia atrás. Junto a un banco raído, había un pequeño gatito mojado. Levantando alternativamente las patitas, intentaba maullar, pero solo lograba abrir la boca en silencio.
Por un segundo, Lidia se debatió entre seguir corriendo o ayudar a esa pequeña criatura que claramente estaba en apuros. Llegar tarde era inevitable y, dado que de todas maneras tendría que escuchar la ira del director, decidió que debía rescatar al gatito.
Al acercarse, notó que la pata trasera del pequeño estaba doblada en una postura antinatural.
—¡Dios mío! ¿Quién te hizo esto?
Las últimas dudas se esfumaron como la niebla de la mañana. El gatito estaba tan empapado y helado que temblaba como la última hoja de septiembre resistiendo en una rama ante el viento.
Con cuidado, envolvió al pobre animal en una bufanda blanca y lo metió bajo su abrigo, corriendo aún más rápido hacia la parada. Decidió llegar a su oficina primero y luego actuar según la situación. Su bondadoso corazón no le permitía dejar al gatito a su suerte.
El intento de deslizarse hasta su escritorio sin ser vista fracasó estrepitosamente. Justo cuando había recorrido casi todo el pasillo, Lidia exhaló aliviada; solo quedaba girar la última esquina para llegar al despacho número 12, cuando la suerte le falló. Justo al doblar, chocó con su jefe.
—¡Pérez! ¡Una hora tarde! ¿Dónde ha estado? ¿Quién hará su trabajo? ¿Acaso ha perdido la vergüenza?
Le siguieron una decena de preguntas destinadas a infundir un sentimiento de culpa inconmensurable en la joven, hundiéndola aún más en ese abismo entre jefe y subordinado. Allí estaba, empapada, sin poder pronunciar palabra. Las lágrimas empezaban a acumularse en sus ojos, y la rabia la ahogaba por dentro.
—¡Mire! —fue lo único que pudo decir Lidia, desabrochando el botón superior de su abrigo. De ahí apareció una pequeña carita desdichada. El gatito, algo seco y más cálido ya, consiguió emitir un débil maullido lleno de pena.
—Tiene la pata lastimada, no podía dejarlo en la calle… Llueve… y está solo…
Las lágrimas corrieron por sus mejillas, las palabras se enredaron, y sus manos traicioneramente temblaban. Mentalmente resignada a redactar su renuncia, la chica se dispuso a recoger sus cosas cuando una cálida y firme mano masculina la detuvo. Con la otra mano, su jefe sacó el teléfono, marcó un número familiar y luego anotó una dirección, indicándole que fuera allí sin demora para salvar la patita del gatito.
Sin entender tan abrupto cambio de actitud de su jefe, Lidia tomó el papel, lo guardó con manos rojas de frío en el bolsillo de su abrigo y se apresuró hacia la salida.
—Y no regrese hoy.
El corazón de Lidia se hundió, sintiendo que su breve carrera en el trabajo que tanto amaba había terminado. Pero el jefe continuó:
—Hoy tiene el día libre. Y mañana también. Además, le daré una felicitación. Y una bonificación… por el amor a los animales.
El jefe se llamaba Javier García. Era un poco mayor que Lidia, y siempre había dado la impresión de ser un hombre severo en todos los aspectos. Solo se cruzaban en asuntos de trabajo, y rara vez, aunque en la oficina circulaba el rumor de su dureza con los empleados. En la clínica veterinaria, a donde Javier había enviado a Lidia, el veterinario resolvió rápidamente el problema de la patita del gatito. No había fractura, solo una fuerte dislocación y esguince. Mientras le realizaban las curas y le ponían un vendaje ajustado, Lidia contó cómo había encontrado al desdichado en la calle y cómo su jefe primero la había reprendido y luego inesperadamente ayudado.
El doctor se rió y dijo que conocía a Javier desde la infancia. Desde joven, su amigo siempre ayudaba a los animales callejeros, heroicamente rescataba cachorros del agua fría, e incluso en una ocasión arrebató un gatito de las manos de crueles adolescentes. Al crecer y empezar a ganar dinero, siempre donaba parte para ayudar a los refugios. Incluso envió su primera beca completa a un fondo para salvar a un perro sin cola.
Pero con las personas no siempre podía llevarse bien. Tras perder a su familia en su juventud, se había cerrado, volviéndose duro y distante. Esta historia caló tanto en el corazón de Lidia que no pudo dejar de pensar en Javier el resto del día. Por alguna razón, quería consolarlo y apoyarlo.
Por la noche, mientras el gatito se recuperaba de sus aventuras y dormía dulcemente en la cálida y suave cama de su nueva dueña, Lidia preparaba un lugar para su nuevo compañero. El pequeño había sufrido mucho durante el día en la calle. Y quién sabe cuánto tiempo había estado vagando. En sueños, se movía y emitía pequeños gemidos. Ahora la soledad de la chica y su nuevo amigo rescatado había llegado a su fin. Ella se dedicaría a cuidar de su mascota y a darle todo su amor.
Sonriendo ante estos pensamientos, Lidia preparó una acogedora cama para su nuevo amigo, al que llamó Pirracas, un nombre que le pareció perfecto para el pequeño indefenso. La tranquila contemplación fue interrumpida por el sorpresivo timbre del teléfono. Era Javier.
—¿Cómo está nuestro paciente?
Las mejillas de Lidia se encendieron y contó entusiasmada cómo evolucionaba su protegido, agradeciendo al jefe largamente. Inesperadamente, Javier la invitó a cenar y conversaron toda la noche. El hombre, que ya parecía tan cercano y comprensible, estaba a su lado. Y también a su lado estaba el gatito con su patita vendada, recibiendo toda la atención y cariño que se puede dar entre dos almas bondadosas que resultaron ser afines.
Poco tiempo después, ya colaboraban juntos ayudando a pequeños animales en apuros y cuidaban de su querido Pirracas, quien, al parecer, también era un alma gemela.