A cada uno lo suyo
Actuar sin pensar impide ver que nada ocurre por casualidad. Hay una razón para todo, así lo ha dispuesto el destino. A menudo, la vida pone a prueba nuestra paciencia, lealtad o resistencia.
Cerrando la puerta con un portazo, Javier salió del apartamento, apretando los puños y con los dientes apretados de rabia. Estaba furioso consigo mismo y con su esposa, Lucía.
“Soy un hombre sano y joven, incapaz de hacer frente a una mujer. A mi propia esposa, a quien amo y adoro, y por la que daría todo. No entiendo qué hago mal”, pensaba Javier, desanimado.
La verdad es que no comprendía por qué Lucía siempre estaba insatisfecha con él. Su mirada despectiva, su frialdad, esa sonrisa burlona y sus constantes sarcasmos lo humillaban.
Esa actitud de Lucía hacia su marido estaba destruyendo su matrimonio. A pesar de llevar cinco años casados y tener un hijo de tres años, Adrián.
No hacía mucho, Javier llegaba corriendo del trabajo con un ramo de rosas y un regalo para ella. Hoy se cumplían cinco años de matrimonio. Quería sorprenderla con un detalle, quizás no muy caro, pero un regalo al fin y al cabo. Esperaba verla sonreír al recibirlo, alegrarse porque él no había olvidado esa fecha especial.
Al entregarle un gran ramo de rosas rojas y una pequeña cajita con un colgante de oro, esperaba escuchar palabras de agradecimiento. Entró animado en la habitación y le tendió las flores y la cajita azul. Ella arrojó las rosas al sofá y, al abrir la caja, lo miró como si no fuera una joya, sino una baratija sin valor.
“¿Y esto es todo lo que puedes ofrecer?”, le espetó Lucía con desprecio. “Creí que me había casado con un hombre que sabría valorarme. ¿No podías regalarme un anillo de diamantes? ¿No los merezco después de cinco años a tu lado? Te he dado mis mejores años. Me equivoqué, estoy con un fracasado que solo sabe comprar baratijas”.
Arrojó la caja al sofá, junto al ramo, y al ver la expresión de su marido, añadió sin darle tiempo a responder:
“Pensé que me casaba con un hombre, pero eres un blandengue, incapaz de ganar un salario decente”.
Javier apenas pudo contenerse para no responderle con crudeza a la mujer que amaba, la madre de su hijo. Por eso salió de casa. Las quejas y reproches de Lucía eran casi diarios, injustos y humillantes. Él aguantaba, disimulaba, incluso intentaba restarle importancia con bromas. Pero cada vez sentía que su esposa se distanciaba más.
“¿Qué más puedo hacer para que Lucía esté contenta?”, se preguntaba. “¿Cómo hacer que deje de reprocharme, de enfadarse?”
Notaba cómo, cuando Lucía empezaba con sus críticas y gritos, Adrián se ponía a llorar. El niño entendía que sus padres discutían. Intentó hacérselo ver a ella, pero lo ignoraba, lo que lo hundía aún más.
Ese día, quiso suavizar su actitud con un regalo, pero el resultado fue el de siempre. Creía que Lucía apreciaría las rosas y el colgante con su signo del zodiaco, pero no fue así. Ella siempre buscaba herir su orgullo, humillarlo. Nada cambiaba.
Javier caminó sin rumbo hasta ver un bar y entró. Se sentó en la barra y pidió algo fuerte. Antes de beber, murmuró para sí:
“Felicidades, Javier, felicidades por tu aniversario”. Luego pidió otra copa, y otra más.
No era de beber, no le gustaba perder el control, pero esa noche se pasó. No sabía adónde iría, pero estaba seguro de una cosa: no volvería a casa.
“Hola”, escuchó una voz femenina a su espalda. “¿Tomamos algo juntos?”
Aún tenía la mente algo clara y vio a una mujer desconocida, pero al notar sus ojos llorosos, respondió:
“Claro… veo que tampoco la estás pasando bien”.
Javier despertó temprano, con la cabeza a punto de estallar y una sed insoportable. Miró a su alrededor: un apartamento ajeno, una cama extraña y una mujer que no conocía. Recordó vagamente el bar y a aquella chica. Comprendió que había sido infiel a su esposa por primera vez y se sintió fatal. Vistió en silencio y salió de allí.
Al salir del edificio, leyó el nombre de la calle.
“No está lejos de mi casa”, pensó. “Vaya lío en el que me he metido. Lucía jamás me perdonará. Aunque solo haya sido una vez… A menos que le compre ese anillo de diamantes”.
En casa, el escándalo fue inevitable. Lucía, furiosa, exigía saber dónde había pasado la noche.
“Me emborraché con un amigo por nuestra pelea y me quedé en su casa. No podía volver en ese estado”, mintió con seguridad, notando que ella lo creyó. “Lo siento, Lucía. Te compensaré con un regalo”, añadió, sintiéndose culpable.
Los días siguientes fueron tranquilos. Lucía lo miraba con alegría y bromeaba, como si hubiera recapacitado. Javier se sintió aliviado, creyendo que volvía a quererlo como antes. Pero no podía sacarse de la cabeza aquella noche con otra mujer. Le remordía la conciencia.
Olvidó pronto los reproches y humillaciones de Lucía y decidió comprarle el anillo de diamantes. Le faltaba dinero, así que pidió ayuda a su madre. Ella refunfuñó, diciendo que malcriaba a su caprichosa esposa, pero al final se lo dio.
Lucía tenía el día libre, así que Javier pidió permiso en el trabajo y fue a la joyería. Con el anillo en una cajita elegante en el bolsillo y un ramo de rosas blancas, regresó a casa.
“Se alegrará. Adrián está en casa de mi madre desde ayer”, pensó. “Hoy será un día especial”.
Al abrir la puerta con llave, escuchó voces en el salón. Entró y vio la mesa puesta, velas, a Lucía con un vestido provocativo y una copa de vino en la mano. Y frente a ella, recostado en el sofá, un hombre desconocido que hablaba mientras ella coqueteaba.
“Esto no es la primera vez”, pensó Javier, enfurecido.
Lucía lo miró asustada; el hombre, sorprendido.
“¿Qué estás haciendo? ¿Quién es este? ¿Desde cuándo os veis?”, gritó Javier, fuera de sí.
“¿Qué hago? Él es Carlos, mi verdadero amor. Estuvimos juntos antes de ti. Ahora se ha divorciado y ha vuelto a mí. Tú puedes irte. Solo te usé para vengarme de él, pero ahora todo ha vuelto a la normalidad. No necesito a nadie más”.
Javier salió corriendo, temiendo perder el control. Su vida se derrumbaba: su matrimonio había sido una farsa. Lucía nunca lo había amado. Todo cobraba sentido. Debía aceptarlo y seguir adelante, aunque le preocupaba Adrián.
“No abandonaré a mi hijo. Lo visitaré y cuidaré de él”. Caminó sin rumbo, pero sus pies lo llevaron de vuelta a aquel edificio donde estuvo la otra noche.
Se sentó en un banco frente al portal y, al ver a alguien entrar, aprovechó para subir. Llamó a la puerta.
“Hola”, dijo al ver a la chica, que se ruborizó al reconocerlo.
“Pasa”.
Ahora la veía de otra manera. Ella se sentía incómoda.
“Perdona, aquella noche fue la primera vez que bebí tanto. Mi novio me dejó y estaba destrozada…”.
“No, soy yo quien debe disculparse, Sofía. Me aproveché de tu estado, aunque…”.
Pasaron horas hablando, compartiendo sus penas