El tono agudo del móvil de mi nuera desmoronó por completo mis planes de ayudar a la joven familia a encontrar un piso.
Vivo sola en un coqueto apartamento de una habitación, justo en el corazón de Madrid. Mi marido falleció hace cinco años y, además de quedarme sola, heredé de mi tía un piso de dos dormitorios en otra zona, menos elegante pero igual de bien distribuida. Desde entonces, lo alquilo siempre a jóvenes impecables; cada mes paso a cobrar la renta y a ojear que el piso siga intacto. Dos años así y ni una queja, ni una grieta nueva, ni una taza fuera de sitio.
Cuando mi hijo se casó, él y mi nuera decidieron forjar juntos su propia vida, alquilaron un piso y empezaron a ahorrar para la entrada de una hipoteca. Me parecía bien, aunque en el fondo yo planeaba regalarles el piso de mi tía, dejarles hacer con él lo que quisieran: vender, reformar, poner los muebles al revés si les daba la gana.
Un año después del enlace me dieron un nieto, y entonces me reafirmé en la idea de legalizar todo cuanto antes para mi hijo. Sin embargo, hace apenas una semana, cambié radicalmente de opinión.
Fue precisamente tras celebrar mi 60 cumpleaños. Decidí darme un homenaje, solo para mí: reservé un salón en un restaurante de Sol, invité a amigos y conocidos, por supuesto también a mi hijo y a mi nuera.
La relación con mi nuera, Mariana, siempre fue fluida pero intensa, ella es de emociones desbordantes, a veces muestra arrebatos que no tardan en estallar incluso contra mí. Yo siempre achaco estas cosas a la juventud, no recojo piedras del suelo, prefiero dejar correr el río. Pero la manera en que me expuso frente a todos los invitados cambió mi mirada hacia ella para siempre.
Mi hijo y Mariana llegaron con su bebé. El bullicio atenazaba a la criatura, así que Mariana me advirtió que probablemente marcharían pronto. Yo lo comprendí perfectamente.
Al cabo de un rato, cuando ya se iban, Mariana extravió su móvil. Allá que fui yo, paseando tras ella y marcando su número para ayudarle a encontrarlo entre las carteras y los abrigos.
El salón quedó en vilo, los invitados se quedaron medio mudos, hasta que, de repente, desde una repisa explotó la más extraña melodía: un gruñido rabioso de perro, seguido de ladridos y aullidos tenaces. Todos giraron el cuello acto reflejo, mi nuera, destartalada de rubor, corrió hacia la ventana, agarró el móvil y cortó la llamada de golpe.
El susurro se adueñó del aire, miradas resbalando de ella a mí, pero mi hermano, genio del timón, puso música en un altavoz, cogió una copa y brindó una vez más por mí; no obstante, como se suele decir aquí, algo dentro se quedó atascado.
El resto de la noche, escuchaba a la gente cuchicheando sobre el original tono que Mariana había puesto para mi número esa jauría de perro enfadado. Al día siguiente llamé a mi hijo, esperando alguna explicación, seguro de que ya antes había oído ese aullido cuando yo la llamaba. Pero él, quitándole importancia: No es para tanto, mamá.
Desde aquella cena, corté el trato con ambos. Lo del piso, ese regalo pendiente, lo dejo para otra vida o cuando los vientos sean mejores. Al menos querría oír unas disculpas básicas de parte de los dos. Si en su mundo yo soy poco más que una perra pues allá ellos; cada uno sueña con la fiera que le pertenece.







