Un marido vale más que mil agravios amargos —¡Íñigo, esta ha sido la gota que ha colmado el vaso! ¡Se acabó, nos divorciamos! Puedes ahorrarte arrodillarte como tanto te gusta, ¡esta vez no servirá de nada!— Así puse punto y final, bien gordo, a nuestro matrimonio. Íñigo, claro, no me creyó. Estaba convencido de que todo seguiría el guion de siempre: él se arrodillaría, entonaría el mea culpa, compraría otra sortija y yo acabaría perdonándole. Así había pasado más de una vez. Pero esta vez decidí romper del todo las cadenas del matrimonio. Mis dedos, hasta los meñiques, estaban cubiertos de anillos, pero de dicha no había ni rastro. Íñigo se había entregado por completo al alcohol. …Y pensar que todo empezó tan románticamente. Mi primer marido, Eduardo, desapareció sin dejar rastro. Fue en los noventa, una época en la que ya era peligroso simplemente vivir. Eduardo no era precisamente fácil de tratar: siempre iba de cabeza al peligro. Como solemos decir aquí, “ojos de águila, pero alas de mosquito”. Si algo no le gustaba, montaba un cisco tremendo. Estoy convencida de que a Eduardo lo mataron en alguna reyerta. No tuve nunca noticias suyas. Me quedé sola con dos hijas: a Lisa, cinco años; a Raquel, dos. Pasaron cinco años desde su misteriosa desaparición. Llegué a pensar que me volvería loca. Quise mucho a Eduardo a pesar de su carácter; éramos una piña, una sola alma. Decidí que mi vida estaba acabada, que me dedicaría a criar a mis hijas y ya. Me puse una cruz encima. Pero… Me las vi y me las deseé en aquella época tan turbulenta. Trabajaba en una fábrica y la “nómina” la recibía… en planchas. Había que venderlas para comprar comida. Así pasaba los fines de semana. En invierno, colorada de tanto frío, vendiendo planchas en el mercadillo, se me acercó un hombre. Le di lástima. —¿Pasa frío, muchacha? —preguntó el desconocido con delicadeza. —¿Cómo lo ha adivinado? —intenté bromear, aunque los dientes me castañeaban. Pero su cercanía me transmitió calor humano. —Menuda tontería acabo de soltar… ¿Le apetece entrar a una cafetería y entrar en calor? Le ayudo a llevar las planchas. —Pues vamos, si no, me voy a morir de frío aquí —le respondí entre dientes. Al final no fuimos a ninguna cafetería. Me lo llevé cerquita de casa, le pedí que esperara en la portería cuidando la bolsa de planchas, mientras recogía a las niñas del cole. Apenas sentía las piernas de tanto frío, pero por dentro me sentía cálida y acogida. Ya volviendo con mis hijas, vi de lejos a Íñigo (así se presentó). Fumaba y cambiaba de un pie a otro. Pensé: “Le ofrezco un té, y a ver qué pasa”. Íñigo me ayudó a subir la bolsa hasta el sexto piso: como siempre, el ascensor estropeado. Mientras yo subía con las niñas al tercero, él ya bajaba. —¡Espere, mi salvador! ¿Se va ya? No le dejo marchar sin tomar un té calentito —le agarré del abrigo con mi mano helada. —Bueno… ¿no molesto? —Íñigo miraba de reojo a las niñas. —¡Qué dice! Lleve usted a las peques de la mano que yo voy adelantando y pongo el agua a calentar —le propuse sin miedo ninguno. No quería perder a ese hombre. Ya sentía que era de la familia. Durante el té, Íñigo me propuso trabajar de ayudanta para él, pagándome más que las planchas de la fábrica en todo un año. Por supuesto, asentí humildemente, aunque por dentro me daban ganas de besarle las manos de agradecimiento… Íñigo estaba en trámites de divorcio; de su primer matrimonio tenía un hijo. Se desató la historia… A los pocos meses nos casamos. Íñigo adoptó a mis hijas. Todo era como en una jota aragonesa. Compramos un piso de cuatro habitaciones, lo llenamos de muebles y tecnología. Luego una casa de campo. Cada año, vacaciones en la playa. Una vida de ensueño… …Pasaron siete años de felicidad plácida. Al alcanzar la cima del bienestar, Íñigo empezó a frecuentar la botella. Al principio ni lo notaba demasiado; comprendía que trabajaba mucho, necesitaba desconectar. Pero cuando empezó a beber de más en el trabajo, me alarmé. Rogarle no servía. He de decir que soy una aventurera de armas tomar. Para distraerle del alcohol, decido… ¡tener un hijo! Ya tenía treinta y nueve años. Mis amigas, al saber del “proyecto”, ni se asombraron. —¡Ánimo, Tania! Igual nos animamos nosotras también a ser mamás a los cuarenta —bromeaban. Siempre decía: —Si interrumpes un embarazo, igual lo lamentas toda la vida. Pero si tienes el niño, aunque no estuviera planeado, jamás te arrepientes. …Con Íñigo tuvimos gemelas. Ahora éramos padres de cuatro niñas. Íñigo siguió bebiendo. Yo aguanté y aguanté, y al final quise volver a la vida en la naturaleza, criar animales, tener huerto: salud para las niñas y menos tiempo libre para los vicios de Íñigo. Vendimos piso y casa de campo. Compramos un chalé en un pueblo grande. Abrimos un restaurante divino. Íñigo se volvió cazador. Compró escopeta y todos los trastos. De caza no faltaba. Todo iba regular hasta que Íñigo se emborrachó otra vez. No sé qué demonios bebió, pero se desató la bestia: rompió todo, vajilla, muebles, y hasta nos persiguió a nosotras. Cogió la escopeta y disparó al techo. Las niñas y yo corrimos a casa de los vecinos. Un infierno. Al día siguiente, todo en calma. Volvimos de puntillas. Un panorama dantesco. Ojalá las niñas no hubieran visto semejante escena: todo roto. Íñigo dormía tirado en el suelo. Recogí lo que pude, cogí a las niñas y nos fuimos a casa de mi madre, que vivía cerca. —Ay, Tania, ¿qué hago yo con tanta muchacha en casa? Vuelve con tu marido. Peores cosas se han visto en familia. Todo se pasa —me decía mi madre, que era de la escuela de “aguanta los dientes apretados, pero marido guapo siempre”. …A los días Íñigo vino a casa. Allí le puse fin a la relación. Él ni recordaba su “noche loca”. No creyó ni una palabra de lo sucedido. Ya me daba igual. Rompí todos los lazos. Quemé los puentes. No sabía cómo seguiría, pero prefería pasar hambre y estar viva antes que acabar muerta por su culpa. Tuvimos que malvender el restaurante para salir pitando del pueblo. Nos fuimos a la aldea de al lado, a una casita minúscula. Mis hijas mayores encontraron trabajo y al poco se casaron. Las gemelas iban a quinto de primaria. Todas las niñas adoraban a “papá Íñigo” y seguían en contacto. Así que por ellas me enteraba de su vida. Mi ex rogaba que volviese; las hijas también: “Mamá, deja el orgullo, papá ha entendido que se pasó, lo ha pedido mil veces, ¡piensa en ti, que no tienes veinticinco años!”. Pero yo, cabezota, me mantuve firme. Buscaba sólo tranquilidad, nada de más dramas. …Pasaron dos años. Empecé a echar de menos a Íñigo. La soledad pesaba. Tuve que empeñar todos los anillos que me regaló. No logré recuperarlos. Lo sentí. Empecé a pensar en todo lo pasado. En nuestra casa hubo amor. Íñigo quería igual a las niñas, siempre me cuidó, sabía disculparse. Éramos una familia ejemplar. Cada uno tiene su felicidad y nadie puede meter baza en la de otros. ¿Qué más podía pedir? Ahora, las mayores sólo llaman por teléfono, nunca vienen. Las entiendo, la juventud manda. Dentro de poco las gemelas también volarán y me quedaré sola, haciendo eco en casa. Así que convencí a las gemelas para que sonsacaran a su padre. ¿Tendrá novia, estará solo? Ellas lo averiguaron: vive en otra ciudad, no bebe ni una gota, está soltero, les dejó la dirección por si acaso. En fin, llevamos juntos cinco años otra vez. Ya lo decía yo: soy una aventurera de pura cepa…

MI ESPOSO, MÁS VALIOSO QUE LOS AGRIOS RESENTIMIENTOS

Íñigo, esta ha sido la gota que colma el vaso. Se acabó. Nos separamos. No te molestes en hincarte de rodillas como te gusta hacer; esta vez no va a funcionar anuncié el fin de nuestro matrimonio con una decisión férrea.

Íñigo, por supuesto, no me creyó. Él estaba convencido de que todo terminaría como siempre: me lloraría, me prometería que cambiaría, me compraría otro anillo y, al final, yo acabaría perdonando. Así fue en más de una ocasión. Pero esta vez, decidí romper los lazos matrimoniales de una vez por todas. Tenía los dedos, hasta el meñique, llenos de anillos, pero en mi vida ya no quedaba alegría. Íñigo bebía sin remedio.

Y pensar que todo empezó de la forma más romántica.

Mi primer marido, Eugenio, desapareció sin dejar rastro. Fue en aquellos turbulentos años noventa. Vivir era una apuesta entonces; la inseguridad reinaba en cada esquina. Eugenio no era una persona fácil. Siempre estaba metiéndose en líos, buscando bronca. Como decía mi abuela: “ojos de águila y alas de mosquito”. Si algo no le gustaba, se organizaba el sarao. Por eso estoy convencida de que Eugenio fue víctima de algún ajuste de cuentas. Jamás tuve noticias suyas. Me quedé sola con dos hijas pequeñas. Elisa tenía cinco años y Rosario solo dos.

Pasaron cinco años tras aquella desaparición envuelta en misterio. Llevaba tan adentro la pena que creía que enloquecería. A pesar de su genio feroz, yo había amado mucho a Eugenio. Éramos inseparables. Me convencí de que mi vida había terminado, de que el resto serían años dedicados a criar a mis niñas. Me sacrifiqué a mí misma hasta que la vida me empujó por otros derroteros.

No fue fácil salir adelante en aquellos días oscuros. Yo trabajaba en una fábrica de electrodomésticos, pero el sueldo lo pagaban en especie planchas eléctricas. Había que venderlas para poder comprar pan o aceite. Eso era en lo que ocupaba los sábados y los domingos. Recuerdo aquel invierno, vendiendo mis planchas en el Rastro de Madrid, con los pies helados y los dedos entumecidos, cuando un hombre se acercó.

¿Tiene frío, señorita? preguntó con un tono amable el desconocido.

¿Tan mal se me nota? intenté bromear aunque no podía ni castañear los dientes. Sin embargo, el calor de su presencia me reconfortó.

Admito que la pregunta era absurda. Si quiere, podemos entrar en una cafetería a entrar en calor. Yo le ayudo a llevar la bolsa de planchas.

No me vendría mal. Si no, del frío no paso esta tarde musité con voz temblorosa.

Pero ni siquiera fuimos a ninguna cafetería. Caminé junto a Íñigo así se presentó hasta mi portal y le pedí que me esperase allí, al cuidado de mis planchas, mientras yo recogía a las niñas de la guardería. Corrí con los pies convertidos en piedras, pero con el corazón calentito, como hacía tiempo no lo sentía.

Regresando con las niñas, vi de lejos a Íñigo, que hacía tiempo frente al portal, fumando, nervioso. Me animé a invitarle a casa. “Le ofrezco un té, y lo que tenga que ser, será…”, pensé.

Íñigo me ayudó a subir la pesada bolsa hasta el sexto piso, porque claro, el ascensor estaba averiado. Mientras yo subía con las niñas, él ya bajaba con paso ligero.

Espere, mi caballero no le dejo marchar hasta que tome un té caliente le retuve con mi mano gélida, aferrándome a la manga de su abrigo.

Bueno, si no es molestia. ¿No incomodo a los niños? preguntó, lanzando miradas a las niñas.

¡Qué va! Cójalas de la mano, yo voy por delante, pongo el agua a calentar y en nada estamos charlando le respondí sin dudar.

No quería perder a ese hombre, sentía que ya era de mi casa. Durante la conversación, Íñigo me propuso trabajar con él como su ayudante, con un sueldo que superaba lo que ganaba vendiendo planchas en todo un año.

Por supuesto, acepté sin dudarlo. A costa de no atreverme a besarle las manos de agradecimiento

Íñigo estaba divorciándose de su primera esposa y tenía un hijo de esa relación. Nuestra historia comenzó así, entre sorbos de té y bolsas pesadas.

Pronto nos casamos. Él adoptó a mis dos hijas, y la vida comenzó a sonreírnos. Compramos un piso de cuatro habitaciones y lo llenamos de muebles y electrodomésticos modernos. Después levantamos una casita en la sierra de Guadarrama. Todos los años, sin falta, nos íbamos de vacaciones a la playa. Era el paraíso.

Siete años de felicidad pasaron en un suspiro. Pero supongo que al alcanzar el culmen de la dicha, Íñigo empezó a buscar alivio en la botella. Al principio, lo entendía: trabajaba mucho, se ganaba el pan con sudor y necesitaba desconectar. Pero cuando empezó a beber más de la cuenta en el trabajo, se encendieron mis alarmas. Conversaciones, ruegos, nada servía.

No puedo negar que siempre he sido una mujer de impulsos y aventuras. Quise distraerle de la bebida y pensé que tener otro hijo tal vez devolvería la alegría al hogar. A mis treinta y nueve años, mis amigas se reían un poco cuando les conté mi plan.

Venga, Juana, igual nos animamos nosotras a ser mamás a los cuarenta bromeaban mis amigas.

Y yo siempre respondía:

Si interrumpís un embarazo, puede que lo lamentéis toda la vida. Pero si traéis un hijo al mundo, aunque venga sin buscarlo, jamás os arrepentiréis.

Tuvimos mellizas. Así que de pronto me vi criando a cuatro hijas. Pero Íñigo no abandonó la bebida. Yo soportaba, pero mi corazón ansiaba un cambio. Decidí que necesitábamos contacto con la naturaleza, criar animales, respirar aire puro. Eso mantendría ocupados a todos, y a Íñigo, alejado del vino.

Vendimos el piso y la casa de la sierra y nos mudamos a un pueblecito cercano a Segovia. Abrimos un restaurante precioso. Íñigo se aficionó a la caza: compró una escopeta, trastos de monte, y la caza abundaba por los pinares.

Mientras todo estuvo tranquilo, la vida siguió. Pero, tras una noche de excesos, Íñigo volvió a casa irreconocible. No sé qué demonios llevó en el cuerpo, pero destrozó toda la vajilla y los muebles, y finalmente, disparó al techo con la escopeta.

Esa noche salió el miedo de mi alma y me llevé a las niñas donde los vecinos. Fue pura pesadilla.

Al día siguiente, al volver a casa de puntillas, me espantó el destrozo: todo roto, sucio, y él dormido en el suelo, como un cadáver. Con lo que pude recoger, marché en fila con mis hijas a la casa de mi madre, en el mismo pueblo. Ella se echaba las manos a la cabeza:

Ay, Juana, ¿qué quieres que haga yo con esta bandada de chicas? Vuelve con tu marido. Peores cosas se han visto y se han superado. Cuando el río suena, harina queda.

Para mi madre, valía más un buen mozo, aunque toque llevar la boca cerrada.

A los pocos días, Íñigo fue a buscarme. Esa fue la vez que puse punto final de verdad. Él ni recordaba el desastre que había causado. No creyó ni una palabra de mis relatos. Pero yo ya no sentía nada, quemé todos los puentes.

No sabía cómo iba a sobrevivir, pero prefería pasar hambre antes de que un hombre borracho acabase con mi vida.

Vendí el restaurante por cuatro duros no quedaba tiempo para otra cosa, había que marchar y nos instalamos en una casa minúscula en la aldea vecina. Las hijas mayores encontraron trabajo, y, con el tiempo, se casaron, gracias a Dios. Las mellizas seguían en el colegio. Todas querían mucho a Íñigo, su padre, y mantenían el contacto. Así me enteraba de su vida por ellas: me decían que él suplicaba que volviera, que había cambiado, que lo sentía.

Mis hijas insistían:

Mamá, ya está bien de hacerte la dura. Papá se ha arrepentido mil veces. Piensa en ti, que ya no tienes veinte años…

Pero yo permanecía firme. Quería paz, una vida serena, sin riesgos ni sobresaltos.

Pasaron dos años.

Poco a poco, empecé a echar de menos a Íñigo. La soledad me comía por dentro. Todos los anillos de oro que me regaló, acabé empeñándolos en el Monte de Piedad. Nunca los pude recuperar; me dolió. Me daba por recordar nuestra vida, nuestras risas, sus gestos de cariño hacia las hijas, cómo me pedía disculpas. Fuimos una familia unida, cada hogar tiene su dicha, decía mi abuela. ¿Qué más podría pedir?

Las mayores ya apenas venían, sólo llamaban por teléfono, demasiado ocupadas. Pronto, las mellizas alzarían el vuelo y yo me quedaría sola, con el eco del reloj. Las chicas, como gansos: cuando mudan las plumas, se van del estanque…

Movida por la nostalgia, azucé a las mellizas para sonsacar más detalles a su padre. ¿Tendría ya nueva pareja? Ellas lo preguntaron todo. Resulta que Íñigo vivía lejos, en otra ciudad, trabajando mucho, sin probar una gota de alcohol y, según contaba, completamente solo. Les dejó la dirección, “por si las moscas”.

Y así, queriendo el destino, volvimos a estar juntos cinco años atrás.

Ya lo decía yo siempre he tenido el espíritu de una aventurera.

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MagistrUm
Un marido vale más que mil agravios amargos —¡Íñigo, esta ha sido la gota que ha colmado el vaso! ¡Se acabó, nos divorciamos! Puedes ahorrarte arrodillarte como tanto te gusta, ¡esta vez no servirá de nada!— Así puse punto y final, bien gordo, a nuestro matrimonio. Íñigo, claro, no me creyó. Estaba convencido de que todo seguiría el guion de siempre: él se arrodillaría, entonaría el mea culpa, compraría otra sortija y yo acabaría perdonándole. Así había pasado más de una vez. Pero esta vez decidí romper del todo las cadenas del matrimonio. Mis dedos, hasta los meñiques, estaban cubiertos de anillos, pero de dicha no había ni rastro. Íñigo se había entregado por completo al alcohol. …Y pensar que todo empezó tan románticamente. Mi primer marido, Eduardo, desapareció sin dejar rastro. Fue en los noventa, una época en la que ya era peligroso simplemente vivir. Eduardo no era precisamente fácil de tratar: siempre iba de cabeza al peligro. Como solemos decir aquí, “ojos de águila, pero alas de mosquito”. Si algo no le gustaba, montaba un cisco tremendo. Estoy convencida de que a Eduardo lo mataron en alguna reyerta. No tuve nunca noticias suyas. Me quedé sola con dos hijas: a Lisa, cinco años; a Raquel, dos. Pasaron cinco años desde su misteriosa desaparición. Llegué a pensar que me volvería loca. Quise mucho a Eduardo a pesar de su carácter; éramos una piña, una sola alma. Decidí que mi vida estaba acabada, que me dedicaría a criar a mis hijas y ya. Me puse una cruz encima. Pero… Me las vi y me las deseé en aquella época tan turbulenta. Trabajaba en una fábrica y la “nómina” la recibía… en planchas. Había que venderlas para comprar comida. Así pasaba los fines de semana. En invierno, colorada de tanto frío, vendiendo planchas en el mercadillo, se me acercó un hombre. Le di lástima. —¿Pasa frío, muchacha? —preguntó el desconocido con delicadeza. —¿Cómo lo ha adivinado? —intenté bromear, aunque los dientes me castañeaban. Pero su cercanía me transmitió calor humano. —Menuda tontería acabo de soltar… ¿Le apetece entrar a una cafetería y entrar en calor? Le ayudo a llevar las planchas. —Pues vamos, si no, me voy a morir de frío aquí —le respondí entre dientes. Al final no fuimos a ninguna cafetería. Me lo llevé cerquita de casa, le pedí que esperara en la portería cuidando la bolsa de planchas, mientras recogía a las niñas del cole. Apenas sentía las piernas de tanto frío, pero por dentro me sentía cálida y acogida. Ya volviendo con mis hijas, vi de lejos a Íñigo (así se presentó). Fumaba y cambiaba de un pie a otro. Pensé: “Le ofrezco un té, y a ver qué pasa”. Íñigo me ayudó a subir la bolsa hasta el sexto piso: como siempre, el ascensor estropeado. Mientras yo subía con las niñas al tercero, él ya bajaba. —¡Espere, mi salvador! ¿Se va ya? No le dejo marchar sin tomar un té calentito —le agarré del abrigo con mi mano helada. —Bueno… ¿no molesto? —Íñigo miraba de reojo a las niñas. —¡Qué dice! Lleve usted a las peques de la mano que yo voy adelantando y pongo el agua a calentar —le propuse sin miedo ninguno. No quería perder a ese hombre. Ya sentía que era de la familia. Durante el té, Íñigo me propuso trabajar de ayudanta para él, pagándome más que las planchas de la fábrica en todo un año. Por supuesto, asentí humildemente, aunque por dentro me daban ganas de besarle las manos de agradecimiento… Íñigo estaba en trámites de divorcio; de su primer matrimonio tenía un hijo. Se desató la historia… A los pocos meses nos casamos. Íñigo adoptó a mis hijas. Todo era como en una jota aragonesa. Compramos un piso de cuatro habitaciones, lo llenamos de muebles y tecnología. Luego una casa de campo. Cada año, vacaciones en la playa. Una vida de ensueño… …Pasaron siete años de felicidad plácida. Al alcanzar la cima del bienestar, Íñigo empezó a frecuentar la botella. Al principio ni lo notaba demasiado; comprendía que trabajaba mucho, necesitaba desconectar. Pero cuando empezó a beber de más en el trabajo, me alarmé. Rogarle no servía. He de decir que soy una aventurera de armas tomar. Para distraerle del alcohol, decido… ¡tener un hijo! Ya tenía treinta y nueve años. Mis amigas, al saber del “proyecto”, ni se asombraron. —¡Ánimo, Tania! Igual nos animamos nosotras también a ser mamás a los cuarenta —bromeaban. Siempre decía: —Si interrumpes un embarazo, igual lo lamentas toda la vida. Pero si tienes el niño, aunque no estuviera planeado, jamás te arrepientes. …Con Íñigo tuvimos gemelas. Ahora éramos padres de cuatro niñas. Íñigo siguió bebiendo. Yo aguanté y aguanté, y al final quise volver a la vida en la naturaleza, criar animales, tener huerto: salud para las niñas y menos tiempo libre para los vicios de Íñigo. Vendimos piso y casa de campo. Compramos un chalé en un pueblo grande. Abrimos un restaurante divino. Íñigo se volvió cazador. Compró escopeta y todos los trastos. De caza no faltaba. Todo iba regular hasta que Íñigo se emborrachó otra vez. No sé qué demonios bebió, pero se desató la bestia: rompió todo, vajilla, muebles, y hasta nos persiguió a nosotras. Cogió la escopeta y disparó al techo. Las niñas y yo corrimos a casa de los vecinos. Un infierno. Al día siguiente, todo en calma. Volvimos de puntillas. Un panorama dantesco. Ojalá las niñas no hubieran visto semejante escena: todo roto. Íñigo dormía tirado en el suelo. Recogí lo que pude, cogí a las niñas y nos fuimos a casa de mi madre, que vivía cerca. —Ay, Tania, ¿qué hago yo con tanta muchacha en casa? Vuelve con tu marido. Peores cosas se han visto en familia. Todo se pasa —me decía mi madre, que era de la escuela de “aguanta los dientes apretados, pero marido guapo siempre”. …A los días Íñigo vino a casa. Allí le puse fin a la relación. Él ni recordaba su “noche loca”. No creyó ni una palabra de lo sucedido. Ya me daba igual. Rompí todos los lazos. Quemé los puentes. No sabía cómo seguiría, pero prefería pasar hambre y estar viva antes que acabar muerta por su culpa. Tuvimos que malvender el restaurante para salir pitando del pueblo. Nos fuimos a la aldea de al lado, a una casita minúscula. Mis hijas mayores encontraron trabajo y al poco se casaron. Las gemelas iban a quinto de primaria. Todas las niñas adoraban a “papá Íñigo” y seguían en contacto. Así que por ellas me enteraba de su vida. Mi ex rogaba que volviese; las hijas también: “Mamá, deja el orgullo, papá ha entendido que se pasó, lo ha pedido mil veces, ¡piensa en ti, que no tienes veinticinco años!”. Pero yo, cabezota, me mantuve firme. Buscaba sólo tranquilidad, nada de más dramas. …Pasaron dos años. Empecé a echar de menos a Íñigo. La soledad pesaba. Tuve que empeñar todos los anillos que me regaló. No logré recuperarlos. Lo sentí. Empecé a pensar en todo lo pasado. En nuestra casa hubo amor. Íñigo quería igual a las niñas, siempre me cuidó, sabía disculparse. Éramos una familia ejemplar. Cada uno tiene su felicidad y nadie puede meter baza en la de otros. ¿Qué más podía pedir? Ahora, las mayores sólo llaman por teléfono, nunca vienen. Las entiendo, la juventud manda. Dentro de poco las gemelas también volarán y me quedaré sola, haciendo eco en casa. Así que convencí a las gemelas para que sonsacaran a su padre. ¿Tendrá novia, estará solo? Ellas lo averiguaron: vive en otra ciudad, no bebe ni una gota, está soltero, les dejó la dirección por si acaso. En fin, llevamos juntos cinco años otra vez. Ya lo decía yo: soy una aventurera de pura cepa…