Milagro en Nochevieja
Rubén, explícame, por favor, ¿cómo has podido olvidarlo? ¡Te lo recordé varias veces esta mañana, incluso te mandé un mensaje! Carmen me miraba con una mezcla de reproche y decepción.
Yo me quedé en el marco de la puerta de la cocina, encogiéndome de hombros, sin saber muy bien dónde meterme.
No sé cómo ha pasado, Carmen Se me fue de la cabeza, simplemente intenté justificarme.
¿Y el móvil?
No he sacado el móvil del bolsillo en toda la tarde, de ahí que ni viera tu mensaje…
Vi cómo Carmen empezaba a hervir de enfado.
Vamos, que para comprar la batería nueva del coche no se te ha olvidado, pero lo del regalo de tu hija para Reyes, sí suspiró, sentándose en la banqueta y lanzando una mirada al reloj.
Faltaban cinco minutos para las once. Ya era tarde, noche cerrada, y no había modo de arreglarlo. Saber que no tenía solución solo lo empeoraba todo para ambos.
Carmen, ¿por qué exageras así? Sabes que adoro a Lucía, y tú lo sabes bien. Ha sido un despiste ¿A quién no le pasa?
A mí no me pasa, Rubén me respondió casi en susurro, para que Lucía, nuestra hija, no oyera la discusión. Yo traté de abrazarla para calmar la tormenta, pero ella se apartó y se puso a servir la ensaladilla rusa en la fuente.
«Media mañana pelando patatas y zanahorias para alegrar a mi marido, y él… se olvida del regalo de la niña».
Ya sabía yo que al final tendría que hacerlo todo susurraba Carmen. Pero quise confiar en ti, Rubén. Pensé que eras responsable…
Ya sé que me equivoqué, pero tampoco ha pasado una tragedia intenté consolarla. No hay regalo debajo del árbol, tampoco es el fin del mundo. Podemos decirle a Lucía que…
¿Qué le vamos a decir? ¿Que su padre está perdiendo la memoria a los treinta y seis? ¿O que lo más vital en su vida era la batería de su viejo coche?
Podemos decirle que este año los Reyes están desbordados y que mañana temprano iré a comprarle un regalo. Lo envolveré como si viniera de los Reyes Magos.
¿A dónde irás? La mayoría de tiendas no abre mañana, salvo algún supermercado. Hay que ver, Rubén…
No podía juzgarla. Desde que nació Lucía, teníamos un ritual: la noche de Nochevieja, tras las uvas, bajábamos todos a ver los regalos mágicos debajo del árbol. Lucía aún creía en los Reyes Magos, en la magia, en los milagros de la Nochevieja y era pura felicidad verla abrir la caja de su deseo.
Hoy, no había sido la excepción. Lucía ya había mirado varias veces bajo el árbol, confiada en que el milagro podría llegar antes de medianoche, y nos contaba lo emocionada que estaba esperando a los Reyes.
¿Crees que este año Melchor me traerá mi regalo? decía la niña, pensativa. Yo querría una bici como la de Jaime, pero si son patines de ruedas también me vale.
La sonrisa de Carmen era tierna. Le había encargado a Rubén precisamente unos patines y, aunque solía encargarse ella, un imprevisto en el trabajo impidió que fuese personalmente y confió en Rubén para que lo comprara de regreso a casa.
Rubén llegó pasadas las ocho, y fue al preparar la mesa dos horas después cuando Carmen le preguntó por el regalo y él, de pronto, recordó su olvido.
Rubén, no estropeemos esta noche suplicó ella, resistiéndose aún a perdonarle. No fue intencionado, lo sé. Si quieres, háblalo tú con Lucía y explícaselo. Seguro que lo entiende.
Carmen no dijo nada más y siguió poniendo la mesa, mientras yo pensaba en qué podía hacer. «¿Cómo pude olvidarme del regalo de nuestra hija?», me repetía.
Hasta el último momento Carmen había creído que yo tenía el regalo bien escondido, esperando el momento justo para colocarlo debajo del árbol. Pero ahora, con las tiendas ya cerradas, no quedaba nada que hacer
¿Te ayudo? musité, viendo que ella seguía ocupada con los platos.
No hace falta. Ya has ayudado bastante
Justo entonces, Lucía irrumpió radiante en la cocina, habiendo terminado su ronda de especiales navideños en la tele:
¡Mamá, papá! ¡Queda menos de dos horas para Nochevieja! ¡Enseguidita los Reyes traerán mi regalo!
La mirada de reproche hirió, pero mi mujer se giró rápido para que la niña no notara nada. No quería chafarle la ilusión. Carmen ya había pensado en una solución: pondría un sobre con euros debajo del árbol, escribiendo Para Lucía, para unos patines. No era lo mismo que un regalo envuelto, pero era mejor que nada.
*****
Eran las once y, al sentarnos a cenar, alguien llamó a la puerta.
Rubén, ¿tú has invitado a alguien? me preguntó Carmen, sorprendida. Yo desde luego, no.
Yo tampoco. A lo mejor es algún vecino. Servid la bebida mientras abro.
Abrí la puerta y vi ante mí a un hombre barbudo, con abrigo rojo y raído. Parecía más un vagabundo que un Rey Mago, por el aspecto y el olor.
¿Sí?
Tranquilo, no vengo a pedir dinero, no me hace falta dijo el hombre, animado.
«Desde luego que sí le hace falta», pensé, a punto de soltar una carcajada.
Entonces, ¿qué desea?
He encontrado un gatito en el portal dijo, sacando de debajo de su abrigo una bolita blanca y peluda. Me preguntaba si es de ustedes. ¿Quizás lo han perdido?
No pude evitar esbozar una sonrisa. «Seguramente se va puerta por puerta a ver si algún vecino tiene corazonada con tal de sacar algo».
Nunca hemos tenido animales respondí.
¿Y no quieren? Si tienen una hija, seguro que le alegraría este pequeño.
Lo adivinó a la primera. Yo negué con la cabeza.
No, no queremos. Gracias.
Entonces, lo dejaré en los contenedores de la calle dijo, algo abatido, empezando a marcharse con el minino escondido bajo el abrigo.
De pronto, algo me agitó por dentro.
¡Espere! ¿Cómo que al contenedor? Déjelo en el portal al menos.
Lo echarán enseguida, y ahí en la calle, al menos entre cajas, puede refugiarse. Igual encuentra algo de comer.
Nunca fui especialmente amante de los animales, pero imaginarme ese cachorrito solo, pasando la noche helada y hambrienta me removió por dentro.
Sin pensar, le pedí el animalito.
Dámelo, anda, no lo abandones así y lo cogí en brazos sin miramientos.
Como usted quiera me sonrió el barbudo, desapareciendo escaleras abajo.
*****
Al entrar a casa, Carmen y Lucía asomaron desde la cocina.
Has tardado mucho, ¿ha pasado algo?
Nada, nada sonreí, ocultando al gatito tras la espalda y rogando que no maullara.
Si Carmen se enteraba de a quién había traído, me pondría en la calle a mí también, o al menos esa era mi impresión. Pero necesitaba ganar tiempo, tenía que pensar cómo justificaba aquello, justo una hora antes de Nochevieja y sin consultarles.
¿Y quién era? me miraba desconfiada.
Un vecino, Carlos, del cuarto. Tenía dudas sobre la batería del coche.
Ah, eso me cuadra asintió, antes de mandarme a lavarme las manos y sentarme a la mesa.
Me di prisa, con el corazón acelerado, y busqué rápidamente dónde esconder el minino. El balcón, frío. El baño, era un riesgo. Tanto la habitación de la niña como la nuestra, descartadas. Solo quedaba el salón
Rubén, ¿vas o no? me gritó Carmen.
Metí en gato en una balda baja del armario y dejé la puerta entreabierta. Corrí a la mesa.
*****
¡Feliz año nueeevooo!, se oía ya desde las ventanas.
Brindé con ellas por salud y suerte. Lucía, veloz, dejó su vaso y corrió al salón. Carmen se sobresaltó, pensando de pronto que no había puesto aún el sobre bajo el árbol, y me miró mal. ¡Ahora consuelas tú a la niña!.
Sin embargo, segundos después, Lucía pegó tal grito de alegría que ni las campanadas lo taparon.
¡Mamá, papá! ¡Venid aquí! ¡Mirad lo que me han dejado los Reyes bajo el árbol!
Corrimos al salón. Allí estaba Lucía, abrazando un pequeño gatito blanco.
¡Siempre quise un gatito, y Melchor me lo ha traído! Lo llamaré Copito.
La niña lo estrujaba de felicidad mientras Carmen me apartaba discretamente.
¿Eso de dónde ha venido? ¿Tú tienes algo que ver?
Carmen, te lo explico todo, pero no te enfades…
Ella miró a Lucía, que no podía ser más feliz.
Mira qué contenta está nuestra hija. Podrías haberme avisado, así no te habría reñido de esa manera. Y me dio un abrazo y un beso en la mejilla.
Yo aún no me lo creía. Decían que en Nochevieja pasaban milagros, y era verdad: mi hija feliz, mi esposa tranquila, y todo gracias a Copito y…
Entonces recordé al vagabundo.
Carmen, espérame un momento.
Le susurré algo al oído; ella asintió, sin preguntar más.
*****
Bueno, Paco, el barbudo se daba palmaditas en la espalda con su amigo, Por fin todos los gatitos han encontrado casa. Menudo logro.
Sí, Julián. Tu truco de los contenedores ha funcionado sonrió el segundo.
La gente solo reacciona cuando los ponen contra la pared. Así, quien de verdad siente algo por el animal, lo recoge sin parpadear. Ahora a retirarse al almacén antes de que cierren.
Mientras la gente salía a la calle celebrando el año, los dos hombres se sentaron en un banco, contentos de su hazaña. Nadie les echaba, incluso algunos les deseaban suerte y felicidad para el nuevo año. Respondían con un igualmente, sinceros.
Entonces aparecí yo, agitando la mano.
¿Pero ese no es? murmuró Julián.
¡Feliz año, amigos! dije, tendiéndoles una gran bolsa. Mi mujer y yo hemos querido compartir algo con vosotros por ayudar a Copito a encontrar su hogar.
No era necesario, muchas gracias respondieron, aliviados por el gesto.
Y esto es de mi parte les di una botella de cava, para que también brindéis esta noche.
Ahora sí que vamos a celebrar el año como es debido, se alegró Paco.
Iba a irme, pero me giré.
¿Y dónde vais a estar esta noche?
En un almacén aquí cerca, al menos hay mantas y cartón, y en estas noches de enero
Venid conmigo, tengo el garaje vacío hoy. Hay sofá, calefactor y algo de comida que os sobra. Mi coche puede quedarse en la calle. Y mañana vengo y me contáis. Quién sabe, quizá también tenga solución para vosotros.
No se esperaban aquello y aceptaron agradecidos.
Así fue mi Nochevieja: una noche auténticamente mágica. Aprendí que las verdaderas casualidades sólo ocurren si uno está dispuesto a abrir el corazón, y entendí que, a veces, el mayor regalo lo recibimos nosotros.







