Él detestaba a su mujer. Detestaba
Llevaban juntos quince años. Ni uno más, ni uno menos: quince años viendo su cara cada mañana. Pero solo en el último año empezó a sacarle de quicio cada uno de sus gestos, en especial ese ritual matutino: ella estiraba los brazos todavía en la cama y, medio dormida, soltaba: ¡Buenos días, cielo! Hoy será un día estupendo. Una frase sin más, pero sus brazos largos, su cara de sueño le ponían de los nervios.
Ella se levantaba, cruzaba descalza el pasillo hacia la ventana y se quedaba unos segundos mirando al horizonte. Después se quitaba el camisón y se iba directa al baño. Antes, allá por los inicios matrimoniales, él admiraba su figura y esa libertad suya tan descarada. Ahora, aunque seguía teniendo un cuerpo envidiable, verla desnuda le sacaba de quicio. Un día estuvo a punto de darle un empujón para que se espabilara antes, pero solo pudo soltarle con brusquedad:
Anda, date prisa, que ya cansas.
Ella no sabía lo que era vivir deprisa, o quizás sí, pero no tenía prisa por hacerlo. Sabía perfectamente del affaire de su marido; conocía incluso a la chica con la que él llevaba liado tres años. Pero el tiempo había cerrado la herida de su orgullo, dejando solo ese poso triste de saberse prescindible. Le había perdonado su trato arisco, su indiferencia, su necesidad absurda de sentirse veinteañero otra vez. Al menos, no dejaba que eso le entorpeciera su rutina serena, saboreando cada minuto.
Desde que le dieron el diagnóstico, así decidió vivir. La enfermedad iba quitándole trocitos de vida mes a mes, y pronto acabaría con todo. El primer impulso casi desesperado fue contarlo. ¡A todos! Para repartir el peso de la verdad y sentirla menos brutal dividiéndola entre los suyos. Pero las noches más duras pasaron a solas con ese vértigo de su muerte próxima, y al segundo día decidió callar. Su vida se escapaba, y cada jornada traía la sabiduría paciente del que observa.
Su refugio era una pequeña biblioteca rural, a hora y media en autobús desde su casa de las afueras de Salamanca. Cada día, se perdía entre estanterías polvorientas, etiquetadas por el bibliotecario Don Prudencio como Misterios de la vida y la muerte, y encontraba libros donde parecía que todo tendría respuesta.
Él, por su parte, volaba al piso de su amante, Clara, en el centro de Valladolid. Todo allí le resultaba cálido, luminoso, sencillo. Llevaban tres años con la relación y todavía él se sentía irremediablemente enganchado: celos, broncas, reconciliaciones y la sensación de ahogarse lejos de ese cuerpo joven.
Esta vez, llegó decidido: divorcio. ¿Para qué seguir torturando a tres personas? No amaba a su mujer, es más, la odiaba. Aquí, con Clara, la vida volvería a empezar y todo sería felicidad. Intentó recordar sensaciones pasadas hacia su esposa imposible. Le parecía que la había detestado desde el día que la conoció. Sacó una vieja foto de su esposa del monedero y, en un rapto de determinación, la hizo trizas y la tiró.
Quedaron en un restaurante, el mismo en el que medio año antes celebraron su decimoquinto aniversario con un menú degustación de ochenta euros (y eso que él protestó por el precio del Ribera). Ella llegó primero. Él, antes de acudir, fue a casa a buscar los papeles para el divorcio, removiendo con torpeza cajones y armarios, desparramando facturas, cartas, recuerdos anodinos.
En uno de los cajones apareció una carpeta azul marino sellada. No la recordaba. Se agachó y, sin pensarlo, arrancó la cinta adhesiva. Esperaba ver fotos comprometidas, pero halló analíticas, informes médicos, documentos con sellos y membretes del hospital. Todos a nombre de su esposa.
Una sospecha relampagueó en su cabeza y le recorrió la espalda con un escalofrío. ¡Enferma! Abrió el portátil, buscó el diagnóstico en Google, y apareció la frase más temida: De 6 a 18 meses. Revisó la fecha del primer informe: ya habían pasado seis meses. Lo demás le vino a fogonazos. Solo repetía una y otra vez: 6-18 meses.
Ella le esperó cuarenta minutos en el restaurante. El móvil apagado. Pagó su media de la cuenta, dejó quince euros de propina y salió al fresco. Era un día precioso de otoño, el sol no quemaba, pero sí acariciaba. Qué maravilla la vida, qué suerte estar aquí en la tierra, cerca del sol y de los álamos.
Por primera vez desde que sabía lo de la enfermedad, sintió verdadera lástima por sí misma. Había tenido fuerzas para guardar el secreto, ese secreto espantoso, lejos de su marido, de sus padres, de sus amigas. Intentó aliviarles la vida, aunque le costase la suya. Pronto, de todo eso no quedaría más que un vago recuerdo.
Caminando por la Gran Vía, miró cómo la gente disfrutaba, ilusionada frente al futuro, a pesar del invierno que ya olía en el aire y de la promesa de la próxima primavera. Ella ya no sentiría nunca más esa esperanza. La tristeza fue creciendo y le vencieron unas lágrimas imparables.
Él daba vueltas como un león enjaulado. Por primera vez notó el tiempo mordiéndole los talones. Recordó cómo era ella cuando se conocieron: jóvenes, llenos de planes, riendo sin motivo. La amó, sí, la amó de verdad. Le pareció que aquellos quince años no habían existido y que todo empezaba de nuevo: felicidad, juventud, vida…
En sus últimos días, se volcó con ella: atento, generoso, presente las veinticuatro horas, sintiendo una felicidad inexplicable. Temía perderla. Habría dado media vida por salvar a su mujer. Y si alguien le hubiera dicho, un mes antes, que él soñaba con divorciarse y la odiaba, habría respondido: Ese no era yo.
Le dolía verla despedirse de la vida, llorando en silencio cada noche, creyendo que él dormía. No hay castigo más cruel que saber cuándo vas a morir. Vio cómo luchaba por vivir, aferrándose incluso al milagro más absurdo.
Murió dos meses después. Él cubrió de flores el camino del piso al cementerio, lloró como un niño al cerrarse el ataúd. Envejeció mil años en una sola tarde.
Ya en casa, bajo su almohada, encontró una nota con un deseo escrito la última Nochevieja: Ser feliz con Él, hasta mi último día. Dicen que los deseos de Año Nuevo siempre se cumplen. Tal vez sea cierto, porque ese mismo año él escribió: Ser libre.
Al final, cada uno recibió, irónicamente, justo lo que había pedido.







