De mi reflejo en el espejo me devolvía la mirada una mujer hermosa de treinta y cinco años, pero con una tristeza profunda en los ojos. No entendía realmente qué buscan los hombres de hoy. Es una pena que en la universidad no enseñen eso. ¿Para qué estudié tanto y con tantas buenas notas?
Siempre quise tener una familia, un marido que me quisiera y varios niños, ojalá tres. Desde pequeña tenía el ejemplo de mis padres, una pareja de esas que parece intocable, una familia perfecta. Yo apresuraba el paso hacia el matrimonio, como si temiera dejar escapar la felicidad.
Conocí a mi esposa, Víctor, en la Facultad. Era apuesto, atlético, inteligente, un tipo de esos que caen bien a todo el mundo y que enseguida animan cualquier reunión. Nos vimos en una fiesta y, sin hablar mucho, ya nos habíamos gustado. Víctor había venido a estudiar a Madrid desde otra ciudad y yo seguía viviendo con mis padres.
Seis meses después, Víctor me propuso casarnos. Y dije que sí. La boda fue justo después de terminar la carrera. Me parecía que tenía el marido perfecto: atento, divertido, siempre pendiente de mí. Encontró trabajo como ingeniero en una empresa de energía, y yo entré de especialista en un banco.
Apenas llevábamos seis meses casados cuando supe que estaba embarazada. Aquello a Víctor no le hizo precisamente feliz.
Carmen, ¿cómo ha pasado esto? Me decías que estaba todo controlado.
Vítor, no sé cómo ha sido le respondí, de verdad aturdida por su tono. Pero, ¿acaso importa tanto? Si igual pensábamos tener hijos, ¿no será que esto tenía que pasar ahora?
No digas tonterías, Carmen. No es destino, es descuido. Ahora tenemos que centrarnos en la carrera, no en andar cambiando pañales.
Tragué las lágrimas como pude. Me desarmó su reacción.
Carmen, vida me dijo entonces con voz suave, abrazándome los hombros, ¿no crees que podríamos esperar un poco? Ya sabes aún hay tiempo
Le miré, sin poder creer lo que insinuaba.
Ni se te ocurra le corté. Si no quieres, no te obligaré. Tú sabrás lo que haces.
Salí de casa, completamente desbordado. Caminaba por las calles de Chamberí sin rumbo, intentando asimilar lo que acababa de pasar. Sentía cómo se hacía añicos el sueño de formar una familia grande y alegre.
Pasaron varios días en silencio. Al final, Víctor me pidió perdón, dijo que lo había pensado mejor y que le hacía mucha ilusión ser padre. Tocamos el cielo con las manos. Ocho meses después nació nuestro hijo, Tomás.
Ser padre me llenaba. Me gustaba ocuparme del niño, mantener la casa, sorprender a mi mujer con una buena tortilla de patatas o un guiso de los que hacía mi madre. Cuando Tomás cumplió tres años, Carmen regresó al trabajo, y decidimos llevar al niño a la guardería.
Me sentía pleno y afortunado, convencido de que era el hombre más feliz de toda España. Incluso mis amigos nos ponían de ejemplo. En casa, a menudo recibíamos a compañeros de la universidad junto con sus familias. Un día, escuché a Víctor hablando bajito con sus amigos en el salón.
Vítor, sí que te has buscado una buena: guapa, lista, trabaja, lo tiene todo en orden y cocina como los ángeles.
Ni que lo digas respondió otro. La mía sólo sabe pedirme dinero y volverme loco a base de quejas.
Bueno, será porque uno también se lo gana dijo alorsándose el cuello de la camisa. Así tengo a la mejor mujer.
Las carcajadas se oyeron por toda la casa. Eso sí, las mujeres de sus amigos opinaban diferente y más de una vez me hacían saber lo que realmente pensaban.
Hoy, cuando repaso todo esto en mi diario, comprendo que ni ser “bueno” ni cumplir todos los deberes garantiza la felicidad. Hay cosas que no pueden controlarse, y por mucho que te esfuerces, también a los buenos pueden dejarles de querer. Aceptar eso me ha servido para ser más libre y más sereno, aprendiendo a valorar primero mi propio camino.







