Querido diario,
Llevo pensando toda la tarde en los últimos años de mi vida. Dos años dos años siendo solo cuidadora de la madre de mi marido, sin que nadie realmente se diera cuenta.
Me llamo Begoña y hace no tak dawno, logré casarme con un hombre muy respetado, Alfonso Martínez. Todas mis amigas, como Carmen y Rocío, me envidiaban. Alfonso tenía su propia empresa en Madrid, una casa elegante en El Viso, varios coches en su garaje y hasta una finca preciosa en la Sierra de Guadarrama. Todo esto siendo tan joven, apenas tenía treinta y dos años.
Yo acababa de terminar la carrera de Magisterio en la Complutense y trabajé solo un año como profesora en un colegio público. Ese verano nos casamos por todo lo alto. Al poco tiempo, Alfonso decidió que no merecía la pena que su mujer trabajara por un salario ridículo. Me pidió que dejara el trabajo y me preparara para tener hijos. Yo, sinceramente, no me opuse.
El primer año del matrimonio fue de cuento. Viajamos a Barcelona y a París, volvimos con recuerdos y ropa cara. Pero noté algo curioso, pues no tenía oportunidad de ponerme esos vestidos tan bonitos: mis amigas estaban ocupadas trabajando, los fines de semana atendían a sus familias. Alfonso salía mucho por la ciudad, cenas de empresa, eventos, pero jamás me llevaba con él.
La rutina empezó a pesarme. No conseguía quedarme embarazada, y lo que sentía por Alfonso comenzó a desvanecerse. Cada día, tras acabar con la casa, andaba de aquí para allá pensando qué iba a ser de mí. Pasaron doce meses y la soledad se hizo más evidente: Alfonso apenas estaba en casa, sólo llegaba de noche, cansado y de mal humor. Decía que los negocios iban regular, que la competencia era feroz.
Primero me pidió que gastase menos dinero. Luego empezó a exigirme que le enseñara todos los recibos y facturas, lo apuntaba todo y me decía que, con la mitad, viviríamos igual. Me inquietaba mucho. Yo quería volver a trabajar, pero no encontraba plaza de profesora por ningún lado.
Pensé en apuntarme a algún curso, pero en ese momento cayó enferma la madre de Alfonso, doña Teresa. Él la trajo a casa, y durante dos años apenas hice otra cosa que cuidarla. Era agotador y triste. Alfonso llegó a quedarse hasta más tarde en la oficina y a veces ni aparecía por casa.
Cuando Teresa falleció, mi marido se alejó aún más. Casi no me dirigía la palabra, siempre con semblante serio. Evitaba mirarme, pasaba más horas encerrado en el despacho, y los fines de semana ni siquiera volvía a dormir.
No entendía nada. Un día, decidií pasar por el viejo piso de mi suegra, al que llevaba meses sin ir. Al acercarme, oí el llanto de un bebé tras la puerta cerrada. Me quedé helada. Sabía que aquel piso estaba vacío o eso pensaba. Pulse el timbre.
Me abrió una chica joven. No podía dar crédito. Resulta que Alfonso, antes que su madre enfermara, había formado otra familia. La había instalado ahí, en casa de su madre.
Me temblaron las piernas. Sabía que no había nada que salvar, que mi matrimonio estaba roto del todo. Preparé una pequeña maleta y me fui a Valladolid, donde vive mi tía Pilar. Sin apenas dinero ni pertenencias, necesitaba dejar de lado cualquier objeto que me recordara estos años junto a Alfonso y todo lo que salió mal.
A veces me pregunto si alguna vez volveré a confiar en alguien.







