Doña Eufrasia secaba con manos temblorosas las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas marcadas por los pliegues del tiempo. Cada tanto agitaba los brazos y balbuceaba sin claridad, como un recién nacido que apenas emite sonidos. Al verla, los hombres se frotaban la nuca y las vecinas intentaban, en vano, comprender a la anciana.
Desde el alba, consumida por el dolor, Eufrasia corría por el pueblo golpeando las ventanas y sollozando. Desde niña había sido muda y, por su extraño comportamiento, mantenía a los lugareños a distancia, aunque nunca les hizo daño. Sin saber qué había ocurrido, llamaron a Fermín, el beodo y buen amigo que solía entrar a su casa y ayudarle con las faenas a cambio de una cena y una botella de vino barato.
Al fin llegó, tambaleándose todavía bajo los efectos de la borrachera nocturna, escarbando entre la multitud que rodeaba a Eufrasia. La anciana se lanzó contra él, gimoteando y agitando los brazos con furia. Solo él parecía entenderla. Cuando terminó, Fermín se volvió tan negro como una nube. Se quitó la gorra y fijó la mirada en los presentes.
¡Vamos, cuéntanos! resonó una voz entre la gente.
¡Ha desaparecido Begoña! anunció, refiriéndose a la nieta de siete años de Eufrasia.
¿Cómo? ¿Cuándo? exclamaron asombradas las mujeres.
Dice que su madre la llevó en la noche murmuró tembloroso el hombre.
Se escuchó un murmullo entre la muchedumbre. Las mujeres cruzaron los dedos y los hombres se encendieron un cigarrillo con nerviosismo.
¿Puede una difunta arrebatar a un niño? protestó incrédulo uno de los habitantes.
Todo el pueblo sabía que, tres meses antes, la madre de la niña, Gema, se había ahogado en el pantano. Al igual que su madre, Gema había sido muda desde su nacimiento. Había salido con las mujeres a recoger moras en la ciénaga cuando ocurrió la desgracia. Nadie supo qué sucedió; la niña se perdió, quedó huérfana y se convirtió en una carga imposible de llevar para la anciana Eufrasia. No había padre que la reclamara; la difunta había guardado en vida el secreto del origen de su hija y se lo llevó al sepulcro. Se rumoraba que el padre podría ser Federico, un joven soltero que había ayudado en la casa, pero él siempre negaba saber algo.
Eufrasia volvió a sollozar amargamente, agitando los brazos.
¿Qué dice? susurraron curiosas las vecinas. ¿Fermín?
Cuenta que cada noche la difunta se acercaba a la casa. Eufrasia encendía velas, dibujaba cruces sobre puertas y ventanas para alejar al mal. Gema, mientras tanto, vigilaba el umbral y asomaba la cabeza por las ventanas, llamando suavemente a su hija. Esa noche, bajo la luz de la luna, una figura pálida y sin vida se posó bajo la ventana, sus labios murmuraban, atrayendo a Begoña. La anciana arremetió, echó a la niña fuera del alféizar. Cuando dio la espalda, la sombra movió la cortina y, sin que Eufrasia lo notara, la bebé quedó dormida y fue llevada por la aparición.
¡Hay que buscarla! añadió Fermín, secándose el sudor de la frente.
Los hombres apretaron los dientes y se dispersaron entre los patios, unos con rifles, otros con perros.
Fermín, sin atreverse a emborracharse de nuevo, se apresuró a regresar a su casa para organizar la partida. Pronto los hombres se dividieron en grupos. Primero inspeccionaron las huertas, luego recorrieron el cementerio sin éxito. Restaba adentrarse en el bosque y, tras él, en los pantanos donde Gema había desaparecido. Se encendieron un cigarrillo y partieron.
Al borde del bosque hallaron huellas de pies descalzos infantiles. Los perros ladraron y se lanzaron a la espesura, corriendo de un lado a otro, agotando a sus dueños como si los guiñaran por una ruta falsa.
Los primeros atardeceres caían sobre las copas de los árboles cuando los perros, jadeando y gemidos, colapsaron. Con ellos cayeron también sus dueños. Los más jóvenes y resistentes siguieron avanzando por el pantano.
La esperanza se desvanecía minuto a minuto.
Fermín avanzaba con cautela, temiendo caer en el lodo. Se había adentrado tanto que perdió el rastro de los demás, aunque conocía bien el pantano y siguió adelante.
¿Dónde estás, Begoña? croó, mirando con insistencia entre los juncos.
A pocos cientos de metros, un graznido agudo resonó. Un enorme cuervo negro, posado en la rama de un pino, brilló con los ojos y observó al hombre.
Crá! Crá! repitió su lúgubre canto.
El corazón del hombre latió con fuerza. Algo en el chillido del cuervo captó su atención. Aceleró el paso y se dirigió al pino.
Sobre el musgo, a los pies del tronco, la niña estaba acurrucada como una pequeña bola.
¡Begoña! susurró Fermín, temiendo espantarla.
La niña abrió los ojos y lo miró fijamente.
¡Estás viva! exclamó el hombre aliviado.
Se quitó la camisa y la cubrió con ella.
¿Cómo llegaste aquí? preguntó, sin esperar respuesta.
Como su madre y su abuela, la niña era muda.
Con mi madre respondió de repente.
Fermín se estremeció, sin poder creer lo que escuchaba.
¡Milagro! la alzó en brazos y se apresuró a salir del pantano.
¡Habla, niña! le urgió.
Mi madre se volvió esposa de un ser del pantano y quiso llevarme a su morada, pero él no lo permitió.
¿Quién no lo permitió? preguntó sin comprender.
El abuelo. Muy viejo, fuerte y sabio. Lo llamamos el Lobo del Bosque. Él reprendió a mi madre: ¡No hagas daño a tu propia hija! No hay sitio para mí en el pantano. Seguiré viva y serviré de ayuda. Y entonces sopló una fina corriente de aire que tocó mis labios, y las palabras fluyeron como un arroyo. El abuelo me reveló todo y ahora sé todo del mundo.
¿Y qué sabes? carraspeó Fermín.
Sé que los árboles hablan y las hierbas susurran. ¡Y tú eres mi papá, querido! soltó la niña de improviso.
Fermín quedó paralizado. Luego, con delicadeza, dejó a Begoña en el suelo, se arrodilló y, mirando el rostro salpicado de pequeñas pecas, dijo:
¿Te lo contó también el anciano?
¡Sí! asintió la niña, abrazando su cuello con sus delgadas manos.
Él la abrazó tímidamente.
¿Será ella realmente mía? pensó, sin aliento por la emoción.
Con Gema, él había tenido una sola experiencia similar. Después de aquella noche, la niña evitaba el contacto, ocultaba la mirada como si nada hubiera pasado. Él la trataba de mil maneras, pero ella siempre lo rechazaba, hasta que un día se marchó con su tía a otro pueblo y regresó acompañada de un niño.
No es casual que la gente se haya esforzado en hablar concluyó Fermín, comprendiendo al fin que la niña le recordaba a él mismo.
Begoña dio un paso atrás, extendió su mano y abrió el puño. En su palma apareció una pequeña fruta roja.
¡Cómela! indicó. ¡El Lobo del Bosque lo ordenó!
Fermín obedeció.
Ácida frunció el ceño.
A partir de ahora dejarás la bebida proclamó Begoña y lo condujo de regreso a casa.
Fermín esbozó una sonrisa disimulada. ¿Podría renunciar al amargo licor? No creyó en las palabras de la niña, pero resultó ser acertado.
Así, dejó de beber. Recuperó la cordura, aceptó a su hija, la crió y la educó. Ella cumplió la profecía: se volvió una sabia curandera que ayudaba a gente y animales, sanaba dolencias y nunca rehusaba auxilio. Recorrió el bosque y los pantanos en busca de hierbas y frutos curativos, y siempre volvía sana y completa, como si un protector la resguardara de todo mal.
La historia enseña que, aun cuando el destino parece oscuro y la pérdida pesa, la verdad y la solidaridad pueden surgir de los lugares más inesperados, y la fe en los lazos familiares puede transformar la vida de quien se atreve a escuchar el llamado del corazón.







