Todo parecía normal al criar trillizos… hasta que uno de los niños comenzó a decir cosas inexplicables

Todo parecía normal al criar a nuestros trillizos… hasta que uno de ellos empezó a decir cosas inexplicables.

Criamos a los tres del mismo modo, pero un día, uno comenzó a hablar de cosas que ningún niño de siete años debería saber.

Desde el principio, la gente bromeaba diciendo que nunca los distinguiríamos. Por eso les dimos pajaritas: una azul, otra roja y otra turquesa. Tres niños idénticos, con los mismos rasguños, su propio lenguaje secreto y la extraña habilidad de terminar las frases del otro. Era como criar un alma dividida en tres cuerpos.

Pero entonces, Elías el de la pajarita turquesa empezó a despertarse llorando. No por pesadillas, sino por lo que él llamaba “recuerdos”.

“¿Os acordáis de la casa vieja con la puerta roja?”, preguntó una mañana.
Nosotros no la recordábamos. Nuestra casa nunca tuvo una puerta roja.

“¿Por qué ya no vemos a la señorita Lago? Siempre me daba caramelos de menta.”
No conocíamos a nadie con ese nombre.

Luego llegó la noche en que susurró: “Echo de menos el Buick verde de papá, ese con el parachoques abollado.”
Nunca habíamos tenido un Buick.

Al principio, nos reímos, pensando que era imaginación infantil. Pero el tono de Elías no era juguetón. Hablaba con una calma inquietante, como si estuviera recordando su propio pasado.

Pronto empezó a dibujar. Página tras página del mismo lugar: una casa con puerta roja, tulipanes en el jardín y hiedra trepando por la chimenea. Sus hermanos lo encontraban “guay”. Él, en cambio, parecía triste, como si hubiera perdido algo valioso.

Un día, mientras rebuscaba en cajas del garaje, me preguntó por su viejo guante de béisbol.
“Tú no juegas al béisbol, chaval”, le dije.
“Sí lo hacía”, respondió en voz baja. “Antes de la caída.” Se tocó la nuca.

Entonces lo llevamos al médico. El pediatra nos derivó a un psicólogo. La Dra. Vega escuchó con atención y dijo que los recuerdos de Elías no eran imaginación normal. “Algunos lo llaman recuerdos de vidas pasadas”, explicó. “Es polémico, sí, pero para él son reales.”

No quería creerlo. Pero luego, la Dra. Ruiz, una investigadora, le preguntó a Elías en una videollamada:
“¿Cómo te llamabas antes?”
“Dani”, respondió. “Dani López… o quizá López. Vivía en Toledo. En una casa con puerta roja.”

Contó cómo se cayó de una escalera mientras recogía una bandera. Un golpe en la cabeza. Dolor. Oscuridad.

Días después, la Dra. Ruiz nos llamó. Había encontrado un expediente: Daniel López, Toledo. Murió en 1987, a los siete años, por una fractura craneal al caer de una escalera.

La foto que nos envió casi me detuvo el corazón. El niño se parecía a Elías. El mismo rizo rebelde. Los mismos ojos.

Después, Elías pareció más tranquilo, como cerrando un capítulo. Los dibujos cesaron. Los recuerdos extraños se desvanecieron. Volvió a jugar con sus hermanos, riendo como antes.

Pero entonces llegó una carta. Sin remite. Dentro: una foto de una casa con puerta roja, tulipanes en el jardín, hiedra en la chimenea. Una firma temblorosa: “Pensé que os gustaría verla. Srta. Lago.”

Nunca habíamos hablado de la Srta. Lago con nadie. Solo con Elías. Y con la Dra. Ruiz, que desde entonces desapareció sin rastro.

Años después, cuando Elías cumplió quince, encontré una caja de zapatos bajo su cama. Dentro: una única canica, azul con espirales verdes. En el fondo, una nota escrita con letra infantil: “Para Elías de Dani. La encontraste.”

Cuando le pregunté de dónde era, sonrió.
“Algunas cosas no necesitan explicación, papá.”

Aún no sé si creo en vidas pasadas. Pero creo en Elías. En la paz que lleva dentro, en la sabiduría que no debería tener a su edad, y en cómo a veces mira al cielo… como si recordara algo lejano.

Los niños vienen con sus propias historias. A veces, esas historias no son nuestras para entenderlas. Solo para abrazarlas.

Rate article
MagistrUm
Todo parecía normal al criar trillizos… hasta que uno de los niños comenzó a decir cosas inexplicables