¡A un asilo, padre! — La difícil decisión de Elizabet: entre la culpa y la supervivencia, una historia sobre el tormento familiar y el precio de cuidar a quien solo supo hacer daño

¿Qué disparate es este? ¿Una residencia de ancianos? ¡De ninguna manera! ¡No pienso irme de mi casa! El padre de Elvira Martín lanzó la taza contra su hija, apuntando a la cabeza. La mujer esquivó el golpe con la agilidad de quien está acostumbrada.

Sabía que así no podían continuar. Tarde o temprano, él encontraría la forma de hacerle daño, y ella siempre viviría en alerta, sin saber de dónde vendría el siguiente golpe. Sin embargo, mientras tramitaba los papeles para ingresar a su padre en la residencia, Elvira no sentía otra cosa que un peso lacerante de culpa. Lo cierto era que, comparado con el trato que había recibido de él toda la vida, lo que hacía por su padre era casi un acto de generosidad desmedida.

Cuando se sentaba en el coche que le llevaba a la residencia, su padre gritaba, forcejeaba y maldecía a todo aquel que tuviera que ver con su traslado.

Elvira permaneció de pie junto a la ventana, con la vista fija en el coche que desaparecía a lo lejos. Ya le había tocado vivir algo similar una vez, cuando era apenas una niña, sin poder comprender cuál sería su futuro ni cuánto le dolería la vida.

Elvira fue la única hija del matrimonio. Su madre nunca se atrevió a tener otro hijo: su marido, un caudillo doméstico, se había propuesto convertir la vida de la esposa en una auténtica pesadilla.

El padre de Elvira Don Martín González ya era un hombre de buena edad cuando nació la niña, bien entrados los cuarenta.

Martín se casó únicamente por conveniencia, valorando lo que el matrimonio podría aportar a su carrera. El amor o la continuidad del linaje jamás lo preocuparon. Nadie ocupaba un lugar más importante en su corazón que él mismo. Y, para medrar en su puesto de funcionario, necesitaba el barniz de hombre de familia. Así fue como escogió con rapidez a la joven adecuada de entre sus conocidos: una estudiante de magisterio, Carmen, hija de obreros de una fábrica. A la familia de ella les llenó de orgullo emparentar con persona tan eminente. Por supuesto, ni se molestaron en preguntar a la prometida si quería casarse. La boda fue fastuosa, aunque los padres de la novia no fueron invitados: humildes, no eran dignos del evento.

Tras casarse, Carmen se instaló en la casa de Don Martín.

Para convertir a Carmen en la mujer perfecta del funcionario, se le asignó a una dama mayor de la aristocracia granadina, encargada de enseñarle modales, discreción y, en definitiva, a no ver lo que no se debía ver.

¿Qué tal el día? preguntaba Martín al volver del trabajo y acomodarse en su butaca.

Todo bien. Aprendí protocolo en la mesa y ya he empezado con el inglés respondía Carmen, consciente de que jamás debía dar razones para un disgusto.

¿Y la casa? ¿Quién se encargó? interrogaba él.

Yo misma; con la cocinera hicimos el menú y yo misma fui a por la compra y a limpiar.

Bueno Está bien por hoy. Pero procura ir siempre limpia y arreglada, que no parezcas de pueblo. Si eres obediente, te pondré chófer y doncella. Pero aún no, no lo mereces.

Sin embargo, por más que Carmen lo intentara, los días tranquilos eran la excepción. Martín regresaba tarde, furibundo y agotado. Sólo podía descargar su ira con la esposa. El servicio, al menos, podía marcharse o cotillear por el pueblo; Carmen sólo tenía el silencio y ninguna escapatoria.

El primer bofetón llegó tras un mes de hogar. Sin motivo, sólo para que supiera quién mandaba. Y los malos tratos se hicieron habituales. Martín tenía maña para que no quedaran marcas, ni cojeras ni señales que pudieran delatar la realidad. Carmen aprendió a disimular los moretones bajo su ropa y a sonreír ante los invitados.

Pasó el primer año de casados. Las amistades y colegas de Martín murmuraban que ya debía haber llegado algún bebé a ese hogar distinguido.

Martín, eres un hombre hecho y derecho. ¿Cómo es que tu mujer, así de joven, no está embarazada todavía? ¿Quién sale defectuoso aquí? Enséñala a un buen médico, que no se te pase el arroz.

No está en los planes; Carmen está estudiando en la normal respondía seco Martín.

¿Estudiando? ¿Para qué? Una mujer no necesita aprender nada más que hijos, casa y marido. Que deje los estudios y que se vaya al médico. Si quieres, mi mujer te recomienda alguno. Además, ¿cómo que no estáis en ello? Sin niños, ¿de qué sirve casarse? Hay que dar ejemplo.

A partir de entonces, Carmen pasó a un nuevo calvario: pruebas médicas, revisiones, análisis. Martín incluso suspendió por unos meses los malos tratos, temiendo que los médicos vieran alguna marca.

Pasaron los meses y nadie encontró nada anómalo en Carmen. Estaba perfectamente sana para ser madre. Así que el médico, con suma cautela, sugirió a Martín que sería él el que debería revisarse.

¿Yo? Pero, ¿cómo te atreves? En dos llamadas te mando a atender cabras a cualquier aldea bramó Martín.

Aunque usted consiga despedirme, su problema no se arreglaría con eso respondió el médico con calma.

¿Y entonces? replicó Martín, exasperado.

Al menos, empiece usted a hacerse pruebas.

Unas semanas más tarde, tras los análisis, recibió el resultado desolador: sus posibilidades como padre eran escasas y era cuestión de suerte lograr un milagro.

Los comentarios de los compañeros y la juventud resplandeciente de su esposa le enfurecían aún más. Carmen, con el tiempo, ni siquiera lloraba por los golpes: se quedaba paralizada, fría como una estatua.

Para distraerse, Martín se buscó una amante y por un tiempo sus arrebatos remitieron.

Aún pasó más de dos años hasta que el milagro de la maternidad llegó: nació Elvira, idéntica al padre. Aun así, Martín jamás sintió afecto o ternura hacia la niña. Quien la crió fue su madre, junto con una niñera. El padre podía pasar semanas sin ver a su hija, sin que la echara de menos.

Cuanto más crecía Elvira, más le molestaba al padre. Controlarse le costaba. Al final, cuando la niña tenía cinco años, perdió todos los frenos. Era justo cuando Martín volvía a casa tras una discusión delicada en la diputación donde trabajaba. Elvira exigía algo, pataleando. Él, en un arrebato, la zarandeó y la lanzó contra la pared. Del miedo, la niña ni lloró. Martín se tumbó en el sofá y encendió la televisión con total indiferencia.

Elvira aprendió pronto la lección: evitar sacar de quicio a su padre. Pero ya ni eso calmaba a Martín. Tras aquel primer golpe, el respeto desapareció y los insultos y descalificaciones eran cada vez más habituales, aún con invitados presentes. Martín ya era alguien influyente; el papel de cabeza de familia perfecta le era irrelevante. Humillaba a Elvira en cuanto podía, saboreando el rubor y las lágrimas contenidas.

Don Martín, he oído que su Elvira es un prodigio con el violín. ¿Nos deleitaría con una pieza?

¿Violinista? ¡Apenas sabe cómo se coge ese trasto! Si quiere arriesgar sus tímpanos, pídaselo. ¡Elvira! ¿No oyes? Saca el violín y haz el ridículo.

Elvira, colorada de vergüenza, obedecía. Tocar en público le aterraba, pero más temía la cólera del padre.

Ese temor nunca la abandonó. Aunque era una promesa de la música, nunca se atrevió a coger el violín tras terminar los estudios, y su supuesto futuro de concertista quedó en sueños.

Por entonces, se preguntaba si en todos los hogares sería igual, cuando en los libros veía a familias felices y risueñas. Por qué ella, en cambio, había tenido que nacer donde el odio y el rencor reinaban.

Su madre tampoco fue ejemplo a seguir. Incapaz de querer al fruto de un marido al que nunca amó, Carmen fue siempre distante. Cuando Elvira tenía trece años, su madre murió en un accidente de coche, al menos según la versión oficial. Nadie aclaró nunca lo que de verdad ocurrió. Elvira se cerró aún más sobre sí misma.

Acabó el bachillerato y estudió una carrera escogida por su padre. Fue una de las últimas decisiones que él tomó por ella, pues sus propios problemas legales y laborales estaban devorándole. Cuando Elvira terminó la universidad, su padre había perdido influencia y patrimonio: la mayor parte de sus ahorros se esfumaron en tratar de tapar sus fechorías y evitar la cárcel. Consiguió, al menos, retirarse discretamente en una casa modesta en el campo, cerca de Segovia. Elvira jamás le visitó; sólo la repelía su brutalidad.

Solo y aislado, privado de poder y de público para sus venenos, Martín comenzó a perder el juicio. Los vecinos llamaban cada vez más a Elvira para advertirle del comportamiento extraño de su padre. Finalmente no tuvo más remedio que acogerlo en su piso de Valladolid.

Martín revivió al tener una víctima a mano. Armaba gresca, insultaba, destrozaba cuanto estaba a su alcance. Elvira le confinó en una habitación con llave, pero la situación empeoró: evidencias de deterioro cognitivo se multiplicaron, y la única solución que restaba era la residencia.

Elvira nunca formó su propia familia. Insegura, frágil, incapaz de confiar en los demás, tampoco forjó amistades en el trabajo. Todo se resumía en la soledad y el remordimiento, ese que la devoraba al mandar al padre a una institución.

Mantenerlo allí agotaba sus ahorros; la residencia, en las afueras de Madrid, exigía pagar más de lo que ella ganaba como funcionaria, así que asumió trabajos extra, renunciando a muchas necesidades.

Después de marcharse Martín, Elvira pasó días en estado de duermevela, recordando aquel otro viaje en coche, años atrás, con su madre. Fue el único intento de Carmen de huir, frustrado rápidamente por Martín, y días después, la tragedia.

Cada vez que visitaba a su padre en la residencia, Elvira salía llorando, empapada en pena y vergüenza. Ningún otro sentimiento le era tan familiar.

Al remordimiento se unieron los achaques físicos; para quien lleva una vida de miedo y culpa, hasta la salud se torna frágil. Así evocamos el drama, preguntándonos si existió alguna alternativa para el alma de una hija marcada por los padres que le tocó.

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