Hace muchos años, durante una escapada con mi familia a un pequeño pueblo en la meseta castellana, escuchamos una historia curiosa que los lugareños compartían en voz baja bajo los soportales de la plaza. Todavía la recuerdo con nitidez, pues reflejaba el carácter y las costumbres de la Castilla de entonces.
La protagonista era Leonor, la que fue esposa de Don Álvaro. Su matrimonio había resistido más de veinte años, según contaban los vecinos, aunque yo no llegué nunca a conocer todos los detalles, solo lo que me relataron durante aquellas veladas junto a la lumbre.
Cuando se casaron, los padres de Leonor, de buena familia de Valladolid, les regalaron un piso en el centro de la ciudad. Por aquel entonces, Don Álvaro trabajaba en un taller de ebanistería, y Leonor en la administración de un ayuntamiento cercano. Las nóminas, en pesetas, les permitían vivir de forma holgada. Álvaro, hombre de manos hábiles, arreglaba todo lo que hacía falta en la casa nueva.
El matrimonio solo tuvo un hijo, Gonzalo. Un muchacho de carácter difícil, altanero y caprichoso. La madre siempre le daba todos los caprichos, mientras el padre intentaba imponerle algo de disciplina y enseñarle el valor del esfuerzo. Por este motivo, las discusiones eran constantes. Don Álvaro insistía en que su hijo debía aprender a valerse por sí mismo y ser una persona responsable.
De pequeño, Álvaro trató de enseñarle a usar las manos, de transmitirle la importancia de saber arreglar las cosas del día a día, como era costumbre en la familia. Al principio Gonzalo mostraba algo de interés, pero pronto se cansó y perdió el entusiasmo.
Leonor, en cambio, prefería otro método de crianza. Le repetía al muchacho que no tenía que hacer nada por sí mismo, que la vida manual no era para él. Siempre le consentía con regalos costosos, creándole la costumbre de recibirlo todo hecho y sin esfuerzo.
Esta diferencia en la educación de Gonzalo fue minando la relación de sus padres. Álvaro y Leonor discutían cada vez más. Mientras tanto, el muchacho terminó el instituto y se matriculó en la universidad de Salamanca. Los padres pagaban la matrícula, pero Gonzalo no mostraba interés por los estudios y apenas aprobaba.
¿Y a quién tenemos aquí? protestaba Don Álvaro. ¡No le interesa nada! Está cómodo esperando que los demás le resuelvan la vida. ¿Vas a buscarle tú también un empleo? Yo no. Que siga viviendo a tu costa, así aprendemos algo.
¿Por qué solo yo? Es tanto tu hijo como mío replicaba Leonor.
¡Ya no es ningún crío! Dentro de nada cumple dieciocho años. Que aprenda a labrarse su propio futuro. Te lo advertí, pero nunca escuchaste. Yo habría hecho de él un hombre, pero no me lo permitiste. ¿Y ahora, qué habéis criado?
¿Y tú? ¿Acaso estás contento con tu vida? Llevas años viviendo en mi piso, ofrecido por mis padres, ¡y todavía no te has comprado uno propio! Ni ganas tienes. Presumes de trabajo, pero siempre impones tus normas. Y aún tienes la desfachatez de decirme cómo educar a mi hijo
De eso estamos hablando ahora respondía Álvaro, herido. Jamás pensé que me echarías en cara el piso. Lo recibimos juntos como regalo de boda. Lo he cuidado y mejorado tanto como tú. No todos tienen la suerte de tener un sitio así para vivir. Y ahora me dices esto No me lo esperaba, Leonor.
Leonor suspiraba y se marchaba de la habitación. Tras aquella discusión, la distancia entre los dos ya fue insalvable. Gonzalo, acostumbrado a que su madre lo defendiera, apenas contestaba a su padre ni lo ayudaba en nada. Siempre encontraba algún pretexto para no estar en casa. Álvaro, finalmente, entendió que ya nadie le necesitaba allí.
Un fin de semana, sin un mal gesto ni palabra, preparó sus cosas y se marchó. Resultó que, durante años, había ido ahorrando peseta a peseta con la esperanza de comprar una casita en algún pueblo. Soñaba con pasar la vejez junto al río, en paz, con Leonor. Terminó instalándose en nuestra aldea, donde, en unos meses, terminó él mismo de acondicionar su nuevo hogar. Allí conoció a Inés, una viuda de buen corazón, y, tras dos años, comenzaron a vivir juntos.
¿Y Leonor y Gonzalo? Jamás volvieron a contactar con Don Álvaro, ni siquiera una llamada. Así es la vida, me decían los vecinos, con resignación mesetaria. Y así quedó la historia, flotando en el aire de aquella Castilla de antaño, ejemplo de lo que el tiempo y las decisiones dejan tras de sí.







