Montones de nieve y destinos
Alfonso, abogado de treinta y cinco años, detesta la Navidad. Para él no es motivo de alegría, sino una auténtica carrera de obstáculos.
El trajín, la búsqueda del detalle perfecto para compañeros a los que apenas aguanta, y, por supuesto, la inevitable cena de empresa. Este año, su bufete ha tirado la casa por la ventana y ha alquilado un club campestre a las afueras de Segovia.
Alfonso conduce su impecable coche negro por la carretera helada, con un pódcast sobre fiscalidad sonando de fondo. Repasa mentalmente su estrategia: aparecer como de paso, brindar con una copa de cava, charlar cortésmente con los jefes y, con sigilo, desaparecer hacia su piso en Chamberí.
Cuando llega, el club bulle como un enjambre. Todo el mundo va de un lado a otro, luciendo ropa llamativa y fingiendo risas que llenan el aire, buscando crear ambiente festivo.
Alfonso recibe su copa y se sitúa, firme como un guardia, junto a la pared, observando aquella feria de entusiasmo forzado. Se siente como un extraterrestre abandonado en un planeta donde la ley suprema es fingir alegría por decreto.
***
Entonces la ve a ella. No destaca por su estridencia ni por su belleza deslumbrante. Está de pie junto a la ventana, ligeramente apartada del bullicio, contemplando el torbellino de nieve tras el cristal.
Luce un sencillo vestido azul noche y sostiene un vaso de zumo. No se la ve triste, ni mucho menos sola; más bien, parece absorta en sus propios pensamientos.
Alfonso se da cuenta de que su expresión refleja lo que él mismo siente en ese exacto momento.
Noche complicada para volver a Madrid dice, aprovechando la mínima oportunidad para acercarse.
(Es lo primero que se le ocurre).
Ella se vuelve y sonríe. No una de esas sonrisas forzadas, tan habituales en la fiesta, sino una sonrisa cálida, de verdad.
Pero qué bonito está todo responde, asintiendo hacia la tormenta. Cuando la ciudad queda sepultada por la nieve, uno siente que las preocupaciones también desaparecen bajo ese manto blanco.
Alfonso se sorprende; no era lo que esperaba escuchar.
Alfonso se presenta.
Marina ella estrecha su mano. Trabajo en contabilidad. Creo que hemos coincidido un par de veces en el ascensor.
Guardan silencio. Pero no es incómodo; casi resulta acogedor.
La ventisca arrecia. Por megafonía informan que las carreteras están cortadas y todo el mundo tendrá que pasar la noche en el club.
Un suspiro colectivo de resignación y cierto pánico recorre el salón.
Alfonso, mentalmente, maldice y ve cómo su plan se desmorona.
¿Y bien, señor abogado? ¿Preparado para dormir en una cama improvisada? bromea Marina, divertida.
La verdad, la carrera no me preparó para esto responde con una sonrisa. ¿Y tú?
Siempre llevo encima un buen cargador y un libro. Así que sobrevivo a cualquier naufragio responde Marina, risueña.
Aquella noche, privados de planes y de máscaras, por fin se atreven a hablar de verdad.
Marina confiesa que adora las viejas películas en blanco y negro; Alfonso no las soporta, pero promete ver una si ella le explica dónde está el encanto.
Él revela que sueña con dejarlo todo algún día y abrir una pequeña cafetería; Marina, que pinta en secreto con acuarela, aunque todavía no se atreve a enseñar a nadie sus obras.
Terminan sentados en un rincón, ajenos al ruido y las luces, compartiendo un termo de té caliente que Marina, previsora, también había traído consigo.
Ella le habla de su gato, un travieso que adora cazar copos de nieve en la ventana; él, de su abuela, que le enseñó a preparar tarta de miel para Nochebuena.
Cuando el reloj da las doce, no gritan ¡Feliz Año!, sólo se miran.
Feliz Año Nuevo, Alfonso murmura Marina.
Feliz Año, Marina contesta él.
Aquella noche no duermen en habitaciones de lujo, sino en la pequeña sala común, sobre dos camas plegables que el personal del club acomoda para los atrapados. Juntos, cerca el uno del otro, se cuentan secretos en voz baja hasta el amanecer, mientras la nieve amaina poco a poco en el exterior.
Por la mañana, al fin, abren los accesos y salen fuera. Todo es blanco, limpio, en silencio. El sol brilla y el resplandor en los montones de nieve resulta casi cegador.
¿Y ahora, a dónde vas? pregunta Alfonso.
Al autobús. A casa.
Bueno Podría acercarte, si quieres.
Marina le mira, chispeante.
¿Y si prefiero este mundo silencioso y helado? Me apetece caminar hasta la siguiente parada.
Alfonso entiende. Lo de anoche no fue casual.
Ha comenzado algo nuevo, algo auténtico.
Pues te acompaño dice, con seguridad.
Y avanzan, dejando huellas en la nieve virgen, juntos, en este primer día del año, hacia un futuro desconocido y luminoso.
Y quién no desea creer en elloA cada paso, la nieve cruje suavemente bajo sus botas. El silencio parece envolverles en una burbuja fuera del tiempo: ni el tráfico de Madrid ni los viejos fantasmas de la costumbre alcanzan esa estampa cristalina.
De vez en cuando, Marina le señala algún árbol cubierto de escarcha o una hilera de huellas diminutas, quizá de un zorro nocturno, y Alfonso escucha como si todo fuera nuevo, como si la magia de un mundo completamente blanco hubiese derretido, de pronto, el hielo que tantos inviernos había llevado dentro.
Al llegar a la parada, Marina saca de su bolso un pequeño boceto un paisaje nevado, trazado deprisa, pero con alma y se lo tiende.
Para que no olvides que incluso en los mayores montones de nieve puede haber un destino inesperado le dice, guiñándole un ojo.
Cuando el autobús se acerca, Alfonso siente un extraño vértigo, mezcla de promesa y nostalgia. Marina sube al vehículo y, antes de que la puerta se cierre, se vuelve hacia él:
Venías solo buscando escapar, Alfonso le susurra. Pero encontraste otra manera de quedarte.
El autobús parte. Alfonso mira el dibujo en sus manos; la acuarela aún está húmeda. Por primera vez en mucho tiempo, sonríe sin esfuerzo. Se da cuenta de que, cuando la nieve se funda, nada será igual.
Levanta la vista hacia el cielo. Los primeros rayos del año iluminan la carretera y va tras ellos, dispuesto a descubrir, a su propio ritmo, qué otros milagros le esperan en este invierno recién estrenado.







