Le supliqué, pero mi madre estaba más terca que una mula manchega; metió mis cosas en una mochila de cualquier manera, me dio unos cuantos euros y me echó de casa como quien tira el pan duro a los patos. Mi familia era de lo más normalito, una madre, un padre, su hija y el abuelo Don Ramiro. A mis padres les iba el asunto bastante bien, hasta que mi madre dejó de preocuparse por sí misma y a mi padre se le calentó la cabeza con otra mujer.
La nueva enamorada de papá era una chica bastante más joven, y no tardó en quedarse embarazada. Mi madre, que tiene la paciencia justa para hacer una tortilla, no pudo perdonarle semejante desliz. Así que mi padre hizo las maletas y se largó, persiguiendo su propia telenovela. Cada uno empezó a rehacer su vida por separado, pero claro, conmigo nadie contó.
Por entonces, yo estaba pateando el último curso de la ESO. Un día mi madre apareció en casa con un hombre joven, casi podría haber salido conmigo de fiesta. Yo protesté, pero a nadie le interesó mi opinión. Después me metí con una panda que no eran precisamente scouts: me aficioné al kalimotxo, me corté el pelo casi al ras y lo llevé fucsia durante meses. Ni así mi madre me prestaba atención; ella estaba en su mundo y yo era el bicho raro del barrio.
Al acabar el primer año de bachillerato y después de otra bronca monumental, mi madre me soltó en mitad del pasillo: Mira, ya eres mayorcita. Igual que tu padre, yo también quiero ser feliz. Recoge tus cosas y vete a vivir con él. Ni lágrimas ni gaitas; mis súplicas le resbalaban y en cinco minutos estaba yo en la calle con mi mochila y un billete de veinte euros.
Llegué a casa de mi padre esperando encontrar refugio, pero allí me dejaron claro que la puerta estaba más cerrada que el Museo del Prado en agosto. Mira, esto es casa de mi esposa y no quiere a nadie más aquí. Vuelve con tu madre e intenta apañarte con ella, me dijo, y me cerró la puerta delante de las narices.
Desconcertada y sin más parientes a mano, compré un billete de tren con los pocos euros que tenía y terminé en un pueblecito del norte. Allí empecé un ciclo formativo y tras acabarlo, encontré trabajo de cocinera en un restaurante modesto.
Con el tiempo conocí a un chico, me enamoré, y nos casamos. Juntos conseguimos ahorrar para comprar nuestro propio pisito con la hipoteca, como buenos españoles. Mi marido siempre me decía que perdonase a mis padres; él se había criado en un orfanato y sabía bien lo que era la soledad familiar.
Pero yo aplazaba el asunto: el perdón era como hacer la declaración de la renta, siempre para mañana. Hasta que un día mi marido me enfrentó: Tienes suerte; tienes madre y padre, pero te haces la huérfana por orgullo. Eso no puede ser. Todos metemos la pata; ve y arregla las cosas antes de que sea tarde.
Así que fuimos juntos a mi ciudad natal. Llamamos a la puerta de aquel piso donde crecí y, para mi sorpresa, me abrieron mis padres, ya mayores y más arrugados pero con los ojos llenos de vida. Mi madre se arrodilló, llorando como si se acabaran de eliminar a España del Mundial, pidiéndome perdón. Ahí me di cuenta de que en el fondo ya les había perdonado, aunque me costaba admitirlo.
Entramos, les presenté a mi marido y les di una noticia de órdago: ¡iban a ser abuelos! Mis padres me confesaron que se reconciliaron mientras me buscaban a mí vamos, que mi huida les unió más que un viaje de Imserso. Ahora son una piña, como cuando era cría.
Resulta que la segunda mujer de mi padre, al notar que él seguía suspirando por mi madre, le dejó marchar y se casó con el tipo con el que realmente tenía el niño (menuda historia digna de programa de sobremesa). Al final, hicieron una prueba de paternidad y mi padre ni pinchó ni cortó en todo el asunto.
Total, que mis padres ahora viven juntos, yo soy feliz y, mira tú, todo terminó como siempre quise cuando era adolescente: con mamá y papá de nuevo bajo el mismo techo. La vida, a veces, es más rara que un bocadillo de calamares con gazpacho, pero también puede sorprenderte para bien.







