No te lo has ganado

Pensé que después del divorcio ya no podría volver a confiar en nadie Javier giraba una taza vacía de café solo entre los dedos, y su voz se quebraba tan sinceramente que Lucía, sin darse cuenta, se inclinó hacia él. Cuando te traicionan, es como si perdieras una parte de ti mismo. Ella me hizo un daño irreparable. Llegué a creer que no saldría adelante, que no sobreviviría

Javier suspiraba hondo mientras hablaba, extendiéndose sobre su exmujer que nunca le valoró, del dolor que no lo soltaba y del miedo insuperable a empezar de nuevo. Cada una de sus palabras se asentaba en el corazón de Lucía como una piedrecita templada, y su imaginación galopaba con la visión de ser ella quien le devolviese la fe en el amor. Imaginaba cómo juntos curarían aquellas heridas, cómo él descubriría que la verdadera felicidad solo podía regalarla ella.

Fue en la segunda cita, entre el tiramisú y el café, cuando Javier mencionó a Daniel:

Por cierto, tengo un hijo, Daniel, tiene siete años. Vive con su madre, pero pasa los fines de semana conmigo. Así lo decidió el juzgado.

¡Eso es maravilloso! contestó Lucía con una sonrisa radiante. Los niños son una bendición.

Ya veía en su cabeza desayunos de sábado en familia, paseos por el Retiro, tardes de películas en casa. Aquel niño necesitaba cariño, un referente materno. Ella sería su segunda madre, no sustituta, pero sí una persona cercana y de confianza.

¿Seguro que no te importa? La miraba Javier con una media sonrisa rara, que Lucía interpretó como escepticismo. La mayoría de las mujeres salen corriendo cuando oyen que tengo un hijo.

Yo no soy la mayoría replicó ella, orgullosa.

Los primeros fines de semana con Daniel fueron una auténtica celebración. Lucía preparó tortitas con arándanos, que, según Javier, eran las favoritas del niño. Pacientemente le ayudó con los deberes de matemáticas, lavó su camiseta de dinosaurios, planchó el uniforme del cole y se aseguró de que a las nueve estuviera en la cama.

Deberías descansar le dijo a Javier, viendo cómo se tumbaba en el sofá con el mando a distancia. Yo me ocupo.

Javier asintióagradecido, pensó Lucía entonces. Ahora sabía que era el asentimiento del dueño, el que da por hecho lo que recibe.

Los meses se fueron hilando en años. Lucía trabajaba de gestora en una empresa de transporte, marchándose a las ocho de la mañana para regresar cerca de las siete de la tarde. El sueldo estaba bien, para lo que se cobraba en Madrid. Alcanzaba para dos. Pero ellos ya eran tres.

Otra vez retrasos en la obra Javier siempre lo decía como si informara de un desastre natural. El jefe nos ha dejado tirados. Pero pronto saldrá un contrato grande, ya verás.

El contrato grande llevaba prometiéndose año y medio. Se acercaba, se alejaba, pero nunca se hacía real. Lo que llegaban puntualmente eran las facturas. Renta del piso. Luz. Wifi. Supermercado. La pensión para Teresa, la madre de Daniel. Unas zapatillas nuevas para el niño. Los gastos del colegio. Lucía pagaba todo en silencio. Se apretaba el cinturón, se llevaba tupper con macarrones al trabajo, nada de taxis ni cuando diluviaba. Hacía más de un año que no pisaba una manicura; se limaba las uñas como podía, evitando pensar que antes sí podía permitirse el capricho.

En tres años Javier le regaló flores exactamente tres veces. Lucía recordaba cada ramorosas baratas del puesto de la esquina, medio mustias, con espinas rotas, seguramente de oferta.

La primera vez las trajo después de llamarla histérica delante de Daniel. La segunda, tras una bronca porque una amiga vino de visita sin avisar. El tercer ramo, la vez que no apareció en su cumpleaños porque, según él, se le fue el santo al cielo entre cervezas con los colegas. Simplemente se olvidó

Javier, no quiero regalos caros procuró decir ella con suavidad, eligiendo bien cada palabra. Pero a veces me gustaría saber que piensas en mí. Aunque solo sea con una tarjeta

Su rostro se crispó al instante.

¿Solo te importan el dinero y los regalos, no? ¿Y el amor? ¿Y todo por lo que yo he pasado?

No hablo de eso

No te lo mereces le escupió Javier, con desprecio. Después de todo lo que hago por ti, ¡encima te atreves a reprocharme algo!

Lucía enmudeció. Siempre lo hacía: era más fácil así. Más fácil seguir, más fácil respirar, más fácil fingir que todo estaba bien.

Sin embargo, para salir con sus amigos, Javier siempre encontraba dinero. Cervezas los jueves en bares, partidos de fútbol, tardeos en terrazas. Volvía sonriente y oloroso a tabaco, se tiraba en la cama sin notar que Lucía no dormía.

Se convencía a sí misma: así es el amor. Amar es sacrificio. Amar es paciencia. Algún día cambiará. Seguro que cambiará. Solo necesita más cariño, más entrega. Ha sufrido tanto

La boda era tema tabú.

Ya somos felices, ¿para qué firmar papeles? zanjaba Javier como quien espanta una mosca. Después de lo que pasé con Teresa, necesito tiempo.

Tres años, Javier. Tres años es mucho.

Me agobias. ¡Siempre presionando! Saltaba irritable y se largaba al otro cuarto. Así terminaban esas charlas.

Lucía quería ser madre. Desde siempre. Tenía veintiocho; sentía el tictac biológico cada vez más fuerte. Pero Javier no quería tener otro hijo: él ya era padre, y le bastaba.

Aquel sábado, solo pidió un día. Uno.

Las chicas me han invitado a su casa. Hace mucho que no nos vemos. Vuelvo por la noche.

Javier la miró como si anunciara que quería mudarse a otro continente.

¿Y Daniel?

Es tu hijo. Pasa el día con él.

¿Me vas a dejar solo, un sábado? ¡Justo hoy que pensaba descansar!

Lucía parpadeó. Nunca en tres años les había dejado solos. No pidió ni un solo día para ella. Cocinaba, limpiaba, ayudaba con los deberes, la colada, la plancha Y todo compaginando su trabajo.

Solo quiero ver a mis amigas, un rato Y es tu hijo, Javier. ¿No puedes pasar un día con él sin mí?

¡Tienes la obligación de querer a mi hijo igual que a mí! gritó Javier de repente. ¡Vives en mi piso, comes mi comida y encima te pones digna!

Su piso. Su comida. Lucía pagaba el alquiler. Lucía llenaba el frigorífico. Tres años manteniendo a un hombre que la abroncaba por querer ver a sus amigas un sábado.

Le miró bien, por primera vez. Su cara crispada, la vena hinchada en la sien, los puños apretados. Ya no era la víctima de la vida, ni el alma perdida necesitada de rescate. Era un adulto que sabía aprovecharse del cariño ajeno con maestría. Para él, Lucía no era un amor ni una compañera futura. Solo una fuente de ingresos y una criada gratuita.

Cuando Javier se fue a llevar a Daniel con Teresa, Lucía sacó su bolsa de viaje. Movía las manos sin temblor, tranquila, sin dudas. Documentos, móvil, cargador, un par de camisetas, unos vaqueros. Lo demás lo compraría después. Lo demás no importaba.

¿Dejar nota? ¿Para qué explicar nada a alguien que jamás le otorgó valor?

La puerta se cerró tras ella sin ruido, sin drama.

Las llamadas empezaron una hora después. Primero una, luego dos, después a un ritmo frenético que hacía vibrar su móvil.

¿¡Lucía, dónde estás!? ¿¡Qué pasa!? ¡Vuelvo y no estás! ¿¡Pero tú quién te crees!? ¿Dónde está la cena? ¿Voy a tener que pasar hambre? ¡Menuda desfachatez!

Oía su voz, furiosa, exigiendo, llena de indignación. Incluso entonces, tras su marcha, Javier solo pensaba en sí mismo. En sus molestias. En quién le iba a preparar la cena. Ni un perdón. Ni un ¿qué ha pasado?. Solo ¿cómo te atreves?.

Lucía lo bloqueó en el móvil, luego en el chat, luego en todas las redes.

Tres años. Tres años con un hombre que nunca la amó. Que usó su bondad como material de desgaste. Que la convenció de que el sacrificio era amor.

Pero el amor no humilla. El amor no convierte a una persona viva en servicio doméstico.

Recorrió Lucía las calles de Madrid, y por primera vez en mucho tiempo respiró hondo y tranquilo. Se juró no volver a confundir amor con anulación propia. No rescatar más a quien solo busca aprovecharse de la compasión. Y, siempre, elegirse a sí misma primero.

Porque en la vida, el amor propio es la base de cualquier felicidad verdadera.

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