Te haría más falta una asistenta que una esposa, Dima: la historia de Evgenia, madre trabajadora que se cansó de ser el “motor invisible” de su familia y decidió empezar de cero en Madrid

¡Mamá, que Lola ha vuelto a morder mi lápiz de colores!

Claudia irrumpió en la cocina agitando el resto mordido de su lápiz rojo. Detrás de ella entró corriendo la culpable: una labradora amarilla que movía la cola y agachaba las orejas, consciente de su fechoría. Carmen dejó por un instante la olla con cocido que bullía y las croquetas que chisporroteaban en la sartén, soltando un suspiro. Era ya el tercer lápiz que caía ese día.

Tira eso a la papelera, cariño, y coge otro del cajón. ¿Rodrigo, has terminado los deberes de matemáticas?
¡Casi! contestó la voz de su hijo desde su cuarto.

Casi, viniendo de su hijo de doce años, significaba que llevaba un buen rato en el móvil y que el cuaderno estaba igual que tras la merienda. Carmen lo sabía bien, aunque no podía ocuparse de ello en ese momento: tenía que sacar las croquetas, remover el cocido, pillar a Mateo, su benjamín de cuatro años, que avanzaba decidido gateando hacia el cuenco de Lola, y todavía faltaba acordarse de la colada en la lavadora.

Treinta y dos años, tres hijos, un marido, una suegra, una perra. Y solo ella procurando que todo funcionara.

Carmen rara vez enfermaba. No porque su salud fuera de hierro, sino porque simplemente no podía permitirse caer. ¿Quién iba a dar de comer a todos? ¿Quién vestiría a los niños para el colegio, quién sacaría a pasear a Lola? Solo había una respuesta: nadie.

Carmen, ¿va a estar la cena en breve?

Mercedes, la madre de su marido, asomó por el marco de la puerta, apoyada en su bastón. Ocho y cinco años, lucidez intacta, buen apetito.

En los cinco años que llevaban conviviendo, Carmen podía contar con los dedos de una mano las veces en que Mercedes había hecho algo útil en casa.

En diez minutos, Mercedes.

La anciana asintió complacida y desapareció hacia el salón. Raras veces le leía a Mateo cuentos antes de dormir: El Patito Feo, La Ratita Presumida Poca variedad, pero el niño los escuchaba embobado. El resto del tiempo veía telenovelas y contaba los minutos hasta que le sirvieran la próxima comida.

…Eran casi las seis cuando la cerradura giró y entró Guillermo, su marido, con cara de hombre que acaba de terminar una etapa del Camino de Santiago.

¿Está lista la cena?

Ni siquiera un hola. Carmen señaló la mesa puesta, y él fue directo al baño, se lavó las manos y ocupó su lugar, el mando de la tele ya incrustado en su mano.

Hoy Claudia ha sacado un sobresaliente en lectura intentó Carmen.
Ajá.
Y Rodrigo necesita ayuda para su proyecto de ciencias.
Ajá.

Ese ajá era todo cuanto podía esperar. Tras la cena, Guillermo se desplomaba en el sofá. Su jornada había terminado. Él traía el sueldo a casa; ese era el fin de su misión.

Por la noche, cuando los niños estaban dormidos, Carmen encendió el portátil. Teletrabajaba para una tienda on-line: pedidos, consultas de clientes, envíos. No era gran cosa, pero era dinero ganado por ella. Además, tenía el alquiler del piso que llevaba arrendando cuatro años ya.

Deberíamos mudarnos, pensó, como siempre. Y, como siempre, se autocontestó: Rodrigo está en buen colegio, Claudia ya conoce a todos en la escuela infantil, perdería el alquiler Cerró el portátil. Mañana. Siempre mañana.

Diciembre llegó con sus prisas y con la gripe. En horas, la fiebre de Carmen rozaba los treinta y nueve grados. El cuerpo le pesaba como plomo, la cabeza le ardía, la garganta le escocía. Se arrastró hasta la cama.

Mamá, tienes fiebre diagnosticó Rodrigo asomando la cabeza.

Guillermo llegó luego. Su expresión parecía preocupada, pero Carmen supo enseguida a quién iba dedicada.

No vayas a contagiar a mi madre. A su edad, la gripe es peligrosa.

Carmen cerró los ojos. Mercedes. Por supuesto. Cómo había podido olvidarlo.

Los tres días siguientes se diluyeron en sudores y delirio. Nadie, ni su marido, ni su suegra ni sus hijos, le trajo un mísero vaso de agua. La tetera seguía en la cocina, a diez pasos. Diez pasos que Carmen daba sola, aferrada a las paredes.

Solo era importante no contagiar a Mercedes. No vayas al cuarto de mamá, que está enferma. Ponte la mascarilla si pasas cerca de su habitación. ¿Y si duerme en otro sitio?

Ella: la amenaza. En su propia casa, era una fuente de contagio de la que había que proteger a los verdaderamente importantes.

Cuando el virus pasó a los demás, empezó por Mateo: mocos, fiebre, lloros interminables. Luego Claudia. Después, Guillermo se metió en la cama muy serio, con 37,2. Mercedes cayó la última, haciendo de su resfriado toda una tragedia.

Carmen, aún debilitada, se levantó para seguir el recorrido habitual: caldo de pollo, termómetros, farmacia, colada, limpiar la casa. Todo igual, aunque con las piernas temblorosas.

Guillermo, quédate con Mateo una hora, tengo que salir a por medicinas.

Él rodó los ojos con resignación, pero aceptó. Exactamente sesenta minutos después Carmen cronometró le devolvió al niño.

Estoy cansado, que también tengo fiebre.

Treinta y seis y ocho. Carmen comprobó.

La primavera no tuvo compasión. Un nuevo virus, nuevas noches de insomnio, niños enfermos, exigencias de menús especiales de Mercedes. Y en medio del caos: Guillermo, perfectamente sano.

Guillermo, ayúdame con los niños.
Carmen, ya te ayudé el otro día, pero era fin de semana. Ahora trabajo y acabo agotado.

Encogió los hombros. Así se despachaba todo. Por la tarde llegaba, se sentaba y esperaba la cena. Niños con mocos, casa desbordada, mujer agotada; para él, no existía.

Una noche, cuando al fin Mateo se durmió y los mayores hacían deberes, Carmen se plantó ante Guillermo, que veía un partido.

¿Por qué no me ayudas? ¿Por qué nunca me echas una mano?

Él no se giró, ni contestó. Subió el volumen a la tele.

Carmen permaneció un minuto mirando la nuca de su marido. Todo se volvió cristalino, sin palabras.

Al día siguiente sacó las maletas. Ropa de los niños, juguetes, documentos. Rodrigo apareció en el umbral:

Mamá, ¿nos vamos?
A casa de la abuela Dolores.
¿Por mucho tiempo?
Ya veremos.

Claudia saltó de alegría; la abuela Dolores siempre tenía empanadas y magdalenas. Mateo, sin comprender nada, agarró su peluche preferido.

En el último instante, Carmen recordó a otro miembro de la familia: Lola. Se vendría con ellas.

Guillermo seguía tumbado en el sofá. Maletas preparadas, niños en abrigos: nada logró que apartara los ojos de la televisión. Cuando la puerta se cerró tras Carmen, seguramente cambiaría de canal.

Dolores la acogió con los brazos abiertos y la mesa puesta, sin pedir explicaciones. Cincuenta y ocho años, maestra jubilada, entendía todo solo mirando.

Aquí tienes tu casa.

Al tercer día empezó a sonar el móvil. Era Guillermo.

Carmen, volved. Esto está hecho un asco. No hay nada para cenar. Mi madre no para de pedir cosas.

No un te echo de menos. Ni un esto no es lo mismo sin vosotros. Solo la molestia de la rutina doméstica.

Guillermo, tú lo que necesitas no es una esposa, sino una chica para limpiar.
¿Qué? ¿Pero?
¿Alguna vez has dicho que extrañas a tus hijos siquiera?

Silencio. Largo. Denso.

Yo traigo dinero. ¿Qué más quieres?

Carmen colgó. Y sintió alivio. Estaba terminado.

Quince días después, se quedó libre su piso. Mudarse fue cuestión de un día. Nuevo colegio para Rodrigo, nueva guardería para Claudia. Todo más fácil de lo que nunca imaginó.

La última conversación fue la definitiva. Todo lo callado, todas las noches en vela, toda la rabia salió como un torrente imposible de frenar.

¡He sido vuestra criada gratis once años! gritó al teléfono. ¡Ni una sola vez, ni una, me preguntaste cómo estoy! ¡O si me siento bien! ¡Ya basta!

Bloqueó el número. Y tramitó el divorcio.

El juicio duró veinte minutos. Guillermo no discutió. Firmó, asintió al juez y se marchó. Quizá entendió algo, quizás solo se cansó.

Por la noche, Carmen se sentó en la cocina de su piso recuperado. Rodrigo leía en su habitación. Claudia dibujaba en la mesa, sacando la lengua concentrada. Mateo jugaba con piezas y Lola dormía a sus pies.

Tranquilidad. Paz. Lola apoyaba el hocico en las patas, exhalando calma.

Había que seguir cocinando, limpiando, trabajando. Pero ahora, al menos, para aquellos que de verdad eran su familia. Y se propuso criarles para que nunca fueran como su padre.

Mamá Claudia alzó la mirada de su dibujo, ahora sonríes mucho más.

Carmen volvió a sonreír. Y tenía razón.

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Te haría más falta una asistenta que una esposa, Dima: la historia de Evgenia, madre trabajadora que se cansó de ser el “motor invisible” de su familia y decidió empezar de cero en Madrid