¿Pero cómo va a ser tu hija, estás ciego o qué?
Llevaba casi un año saliendo con mi entonces novio antes de casarnos. Cuando conocí a su madre, jamás imaginé que su actitud hacia mí y, especialmente, hacia nuestra hija que nació después de la boda sería tan desconfiada y negativa. El asunto era que nuestra niña nació rubia, con unos ojos azulísimos, mientras que mi marido, igual que su hermano pequeño, siempre ha tenido tez morena y aire de gitano castizo.
Estando en la maternidad, mi suegra me llamó para felicitarme e insistió en venir a conocer a su nieta. Así fue como se produjo el primer encuentro. Su rostro se tornó serio de inmediato y, nada más verme en el pasillo del hospital, me dejó caer, sin tapujos:
¿No te habrán cambiado la niña?
La gente que pasó a nuestro lado se quedó cortada. Mi suegra me fulminó con la mirada a la espera de una respuesta. Yo, entre aturdido y ofendido, respondí balbuceando que era imposible, pues no me había separado ni un momento de mi hija.
Podía leer en la frente de mi suegra otra pregunta cargada, pero se la guardó hasta que estábamos de vuelta en casa, mi esposa, nuestra recién nacida y yo. Sin apenas sentarse, soltó:
Esa no puede ser tu hija, ¿estás completamente ciego?
Me quedé helado, sin palabras, y mi madre continuó metiendo cizaña:
No se parece en nada a ti, ni a la madre ¿no ves que algo falla? Eso seguro que es de otro hombre.
En ese instante, no lo pensé dos veces. Me puse de pie y le pedí, muy a mi pesar, que saliera de la casa. Nos habíamos hecho tantas ilusiones esperando el nacimiento de la niña, después de un embarazo complicado, y al fin, cuando por fin llegó este momento tan especial, yo sólo daba gracias de tener una hija sana. Cuando el médico bromeó diciendo: “Vaya cantante ha tenido usted, ¡menudos pulmones!”, no pude evitar reírme en medio del cansancio.
Soñaba con fiestas familiares, risas, celebraciones juntos… Pero el comentario de mi madre lo arruinó todo de golpe.
Aunque mi madre se marchó, el ambiente quedó tan frío que ni los intentos de mi mujer de animarme lograron dejarlo atrás. Se inició entonces una especie de guerra fría en la familia. Las llamadas de mi madre a casa se hicieron rutinarias; en todas sus visitas surgía alguna pulla sobre mi esposa o sobre nuestra hija.
Nunca se atrevía a coger a la niña en brazos; hasta pedía quedarse a solas conmigo para exigir una prueba de paternidad. No le importaba decir disparates, incluso aunque yo la escuchara desde la otra habitación. Por muchas veces que le repetía, firme, que era mi hija y que confiaba en mi mujer, ella solo se reía:
¡Pues hagamos la prueba y salimos de dudas!
Una tarde, ya harto, mi mujer entró en la cocina interrumpiendo aquella absurda conversación y propuso, sarcástica:
Venga, hagamos la prueba, encargamos un marco bonito para colgar el resultado y así mamá lo puede admirar todos los días, convencida de que el padre eres tú.
La cara de mi madre fue un poema, confundida entre la rabia y la impotencia. Decidimos seguir adelante con la dichosa prueba. Aunque yo mismo no la necesitaba, mi madre devoró el resultado nada más llegar y, sin decir palabra, me devolvió el papel. Yo, incapaz de resistirme, solté otra vez:
¿Entonces qué marco quieres? ¿Clásico o moderno?
Mi madre montó en cólera:
¡Ahora se burlan de mí! Seguro que algún conocido vuestro ha manipulado el resultado… ¡El hijo de mi hermano pequeño tiene mi mismo color y rasgos, eso sí es familia!
La guerra continuó, porque ni siquiera el papelito consiguió convencerla del parentesco. Así pasaron cinco años enteros de discusiones cruzadas y silencios incómodos. Volvimos a tener otro bebé, exactamente tres meses después de que la cuñada diera a luz. Con la familia de mi hermano siempre nos llevamos bien, y no dudaban en poner los ojos en blanco cada vez que mi madre montaba otra de sus habituales escenas sobre la supuesta paternidad de mi hija.
La segunda hija de mi cuñada también fue una niña. Cuando fuimos a conocerla al hospital, levanté la manta y me encontré con una copia casi exacta de mi hija mayor. Las carcajadas se me escaparon sin remedio. Todos se giraron mirándome y, entre risas, solté la broma:
Venga va, cuñada. Confiesa, ¿eres amante de mi “supuesto otro”?
El chiste fue bien recibido, menos por mi madre, cuya cara adquirió el tono más rojo que jamás le había visto. No dijo nada. Fue un punto de inflexión: poco a poco dejó de repetir sus paranoias y la primera vez que la vi sentada en el suelo, jugando a las muñecas con mi hija, supe que el hielo se había roto definitivamente.
Ahora mi hija mayor es la preferida absoluta, la niña de mis ojos, mi tesorito… Mi suegra la mima, la consiente y busca compensar todos los años en los que no me soportaba ni a mí ni a la cría. No guardo rencor, aunque esa herida aún no se ha curado del todo. Confío en que el tiempo acabe borrándola.
Hoy, repasando todo esto en mi diario, me doy cuenta de que a veces, el tiempo y la sangre demuestran más que cualquier papel, y que los prejuicios de quienes más queremos pueden hacernos mucho daño. Aprendí a poner mi familia por delante y a defenderla siempre, aunque el precio sea enfrentarse a quien nunca pensaste que tendrías que hacerlo.







