¡No quiero otra nuera, haz lo que quieras!dijo la madre a su hijo.
Recuerdo que fue hace muchos años, cuando Manuel estaba a punto de terminar la carrera en la Universidad Complutense de Madrid. Pensó que era el momento ideal para casarse con su primer y gran amor de juventud, Lucía. Lucía, con su belleza serena y su sonrisa amable, además de inteligente, escribía por entonces su tesis para acabar también sus estudios. Ambos jóvenes acordaron que se casarían en cuanto defendieran sus trabajos finales.
Manuel decidió ir a contar a su madre la buena noticia del próximo matrimonio, pero ella no traía consigo buenas palabras para su hijo. Su madre, Doña Pilar, sentenció que solo aceptaría como nuera a Carmen, la hija de los vecinos, y que cualquier otra esposa era para ella impensable. Le preguntó entonces qué era más importante para él: ¿el amor o la carrera profesional? Doña Pilar soñaba con ver a su hijo convertido en un hombre de éxito, admirado en la ciudad.
Carmen era hija de una familia con dinero y había suspirado por Manuel desde niña, pero él solo tenía ojos para Lucía, quien provenía de una familia humilde y sobre la que corrían algunos rumores poco favorables acerca de su madre. ¿Qué diría la gente?, murmuraba su madre, preocupada por el qué dirán madrileño de aquellos años.
No necesito otra nuera, haz lo que se te antojeinsistía Doña Pilar, inflexible.
Manuel intentó convencer a su madre durante semanas, incluso meses, pero ella se mantuvo firme. Finalmente, le advirtió que si se casaba con Lucía, lo desheredaría y nunca más le dirigiría la palabra. El miedo pudo más que el amor: Manuel continuó saliendo con Lucía otros seis meses, pero su relación se fue apagando como una vela al final de la noche.
Al final, Manuel se casó con Carmen. Ella le adoraba sinceramente, aunque no hubo boda con celebración; Manuel no soportaba la idea de que Lucía pudiera ver alguna fotografía suya vestido de novio entre la gente del barrio. Como Carmen venía de una familia pudiente, Manuel fue a vivir al gran caserón de los padres de ella, donde recibió no solo techo sino también ayuda para avanzar en su carrera profesional, pero nunca encontró la felicidad verdadera.
No quiso tener hijos. Carmen, herida por sus negativas, acabó por pedir el divorcio por su cuenta. Cuando llegó ese momento, Manuel tenía ya cuarenta años, y Carmen treinta y ocho. Ella rehízo su vida: volvió a casarse, tuvo un hijo y, dicen, fue feliz de verdad.
Manuel, sin embargo, jamás dejó de pensar en Lucía. Intentó dar con ella más tarde, pero fue inútil. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Hasta que alguien le contó que, tras la separación, Lucía se casó apresuradamente con el primer hombre que encontró, uno que resultó ser un malnacido que terminó quitándole la vida a golpes.
Desde entonces, Manuel se encerró en el viejo piso de sus padres en Lavapiés y comenzó poco a poco a perderse en el vino y la soledad. Miraba cada día el retrato desvaído de Lucía, incapaz de perdonar nunca a su madre y a la vida por lo que le habían arrebatado.







