15 de octubre
Madrid
Hoy la rutina de casa volvió a romperse como si fuera una tormenta de verano. Me desperté con el sonido de la puerta de la cocina golpeando; mi madre, Carmen Rodríguez, había dejado el cesto de ropa recién lavado en el suelo y, sin avisar, había entrado en mi habitación a colocar las sábanas.
¡Mamá, ¿qué haces sin llamarme! le dije, sacando la cabeza de la cama.
No hay “golpe”; este es mi piso respondió con una sonrisa mientras dejaba el cesto sobre la alfombra.
Yo, que acabo de terminar la jornada en la empresa constructora donde trabajo como jefe de obra, me sentí irritado. La tensión entre nosotros se ha vuelto una constante desde hace unas semanas; mi madre se queja cada vez que yo llego cansado y ella, a sus 58 años, sigue trabajando en dos oficios para que no me falte nada. Nunca se casó después de que mi padre se fue cuando yo tenía cinco; el piso nos lo dejó su familia antes del divorcio, y desde entonces Vivimos los tres bajo un mismo techo: ella en el salón, yo en mi habitación y el tercer espacio nos sirve de comedor.
Esta mañana, mientras servía el té, ella me miró con esos ojos cansados, pero llenos de preocupación.
Andrés, necesito hablar contigo dijo, con la voz temblorosa.
Supe al instante que el asunto era serio.
Dime, mamá.
Quiero que Begoña, mi novia, se mude con nosotros.
Me quedé helado.
¿Begoña? ¿La chica con la que sales?
Sí, llevamos medio año juntos, lo sabes.
Pero, ¿vas a casarte?
No, todavía no. Solo queremos vivir juntos y ver si encajamos.
¿Y dónde vivirá? ¿En mi habitación?
Exacto.
Yo, que ya tengo treinta años, sentí que mi madre estaba perdiendo la paciencia.
Mamá, ya es hora de que tenga mi vida personal.
No te la estoy impidiendo, hijo. Solo creo que deberías buscar otro piso. Tenemos tres habitaciones, hay espacio suficiente.
Carmen se cruzó de brazos, firme como una roca.
Yo soy la dueña de este piso y me cuesta aceptar a una extraña bajo mi techo.
Yo, sin más remedio, me levanté de la mesa.
Entonces, hablemos más tarde dije, y cerré la puerta tras de mi habitación.
El día siguió su curso, pero la tensión se palpaba en cada esquina. Por la tarde llamé a mi hermana Lucía.
Lucía, tengo un problema. Andrés quiere que su novia se mude al piso.
¿Al piso? replicó, sorprendida. Pero es muy grande, ¿por qué no la hacen alquilar algo?
El alquiler está por las nubes y yo no quiero perder mi espacio.
Lucía se quedó en silencio unos segundos y luego dijo:
Hijo, ella ya es adulta y necesita su vida. Tal vez sea mejor que pienses en buscar otro lugar.
Colgué con el corazón pesado. La pelea con mi madre se volvió un muro silencioso; ella volvió a su cocina, yo a mi habitación, y la casa quedó impregnada de una frialdad que no se había sentido nunca.
El viernes llegó a casa acompañado de Begoña. Cuando cruzó el umbral, mi madre se quedó petrificada en el pasillo, mirando cómo la joven se acomodaba en mi habitación y dejaba sus maletas sobre la cama.
Buenas, Carmen dijo Begoña con una sonrisa forzada.
Yo intenté romper el hielo, pero el ambiente estaba cargado. Esa misma noche, mientras servía el café, Begoña comentó:
Tu piso es muy acogedor.
Gracias respondí, sin mucho ánimo.
El silencio se alargó. La noche transcurrió entre miradas esquivas y platos de comida que se consumían sin conversación.
Al día siguiente, la situación se volvió más tensa. En el baño aparecieron frascos de crema y botellas de perfume que nunca habían estado allí; ocupaban toda la repisa que yo solía usar.
Mamá, ¿puedes pedirle a Begoña que guarde su cosmética en su habitación? le pregunté al atardecer.
Necesita espacio, hijo respondió.
Yo, cansado, le dije que hablaría con ella. Pero su respuesta fue una negativa rotunda:
No, mamá. dijo Begoña, sin mirarme. Es mi derecho organizar el baño como quiera.
Los conflictos menores se convirtieron en una guerra silenciosa por la posición de los vasos, la ubicación de las ollas y el uso del salón. Cada vez que Begoña reordenaba la cocina a su modo, yo devolvía todo a su sitio original, y ella lo hacía de nuevo al día siguiente.
Una tarde, al volver del trabajo, encontré dos desconocidas sentadas en la mesa del comedor, riendo a carcajadas mientras bebían café.
¿Quiénes son? pregunté a Begoña.
Son mis amigas; estamos ensayando una coreografía para el concurso de la comunidad. respondió, mirando mi cara con indiferencia.
Yo, sintiendo que mi mundo se desmoronaba, dije:
No me habían avisado.
No es necesario replicó una de ellas. Este es nuestro piso también.
Esa frase me golpeó como una bofetada. En ese momento comprendí que mi madre había perdido el control de su propio hogar.
Esa noche, cuando todo estaba en calma, Begoña me pidió hablar.
Carmen, lo siento mucho. No quise faltarte al respeto.
Yo, sin mucho aliento, respondí:
Yo también he sido dura. Necesitamos encontrar un equilibrio.
A la mañana siguiente, Begoña se marchó con sus cosas; el piso volvió a ser sólo nuestro. Sin embargo, mi madre, agotada, me confesó:
Andrés, he estado diciendo que el piso será tuyo cuando te cases.
Yo, sorprendido, le dije:
Mamá, eso no es justo.
No lo sé, hijo, solo pienso en el futuro.
Esa confesión encendió en mí una reflexión profunda. Decidí que, aunque quisiera ayudar a mi madre, también debía respetar mi propia vida y la de Begoña.
Al día siguiente, llamé a Lucía para contarle lo ocurrido.
Lucía, creo que tengo que buscar otro piso.
Yo te ayudo con el depósito, no te preocupes.
Al cabo de unas semanas, encontré un apartamento en el barrio de Chamberí y, con el apoyo económico de mi madre, me mudé. Ella quedó sola en el piso familiar, pero al fin pudo respirar sin la constante presión de una tercera persona bajo su techo.
Hoy, mientras preparo el desayuno en mi nuevo hogar, pienso en todo lo que ha pasado. Aprendí que el amor de una madre no debe convertirse en posesión, y que el respeto mutuo es la base de cualquier convivencia. No basta con abrir la puerta; hay que abrir el corazón.
Lección aprendida: a veces, soltar es la única forma de que ambos, hijos y padres, sigan creciendo.







