No te vayas, mamá. Una historia familiar
El refrán lo dice claro: caras vemos, corazones no sabemos.
Pero Carmen Fernández pensaba que eso eran pamplinas, porque ella sabía leer a las personas como nadie.
Lucía, su hija, se había casado hacía un año.
Carmen había soñado siempre con que su hija encontrara un buen chico, tuvieran niños y, como en los viejos tiempos, ella sería la matriarca de una gran familia.
Alfonso resultó ser un hombre listo, y desde luego tampoco era un muerto de hambre. Y parecía que estaba muy orgulloso de ello. Pero decidieron vivir solos, Alfonso tenía su propio piso, y no parecían necesitar los consejos de Carmen para nada.
¡Ese muchacho no le sentaba nada bien a Lucía!
Y así no era como Carmen imaginaba que serían las cosas. Alfonso empezó a molestarle profundamente.
Mamá, que no lo entiendes, Alfonso creció en un centro de menores. Todo lo ha conseguido por sí mismo, es fuerte y buena persona, muy noble se lamentaba Lucía.
Pero Carmen solo fruncía los labios y le encontraba nuevas pegas al yerno.
Ahora le parecía que estaba muy lejos de ser el hombre que aparentaba delante de Lucía. Y Carmen sentía que era su responsabilidad hacerle ver a su hija quién era realmente ese don nadie, antes de que fuera demasiado tarde.
Sin estudios, poco sociable, ¡y que no muestra ningún interés por nada!
Los fines de semana se quedaba tirado delante de la tele, que si estaba cansado, decía él…
¿Y con un hombre así pretendía Lucía pasar su vida entera? ¡Eso sí que no! Ella se lo agradecería algún día.
¿Y si venían los niños, los nietos de Carmen? ¿Qué les iba a enseñar un padre como ése?
Así que Carmen estaba cada vez más decepcionada. Alfonso, por su parte, notando la frialdad de su suegra, empezó a evitarla lo más posible.
Cada vez hablaban menos, y Carmen incluso se negó rotundamente a ir a su casa.
El padre de Lucía, hombre afable y tranquilo, conocía bien a su mujer y prefirió mantenerse al margen.
Una noche, tarde, Lucía llamó a Carmen y sonaba claramente angustiada:
Mamá, no te lo había dicho, pero me he tenido que ir dos días de viaje por trabajo. Alfonso ha cogido un resfriado en la obra, se encontraba mal y se fue antes del trabajo para casa. Le intento llamar, pero no me coge el móvil.
¿Y por qué me lo cuentas a mí a estas horas?, saltó Carmen, vosotros vivís por vuestra cuenta, ¿no? ¡Como si a tu padre y a mí nos necesitaseis! ¡A saber cómo estoy yo y a nadie le importa!
¿Y me llamas de noche para decirme que Alfonso está enfermo? ¿Tú estás bien de la cabeza?
Mamá, le temblaba la voz a Lucía, estaba claro que estaba muy preocupada, perdona, solo me duele que no quieras entender que nos queremos. Dices que Alfonso no vale nada, que es un vacío, ¡y no es verdad! ¿De verdad crees que yo, tu hija, podría amar a un mal hombre? ¿No confías en mí?
Carmen se quedó en silencio.
Por favor, mamá, aún tienes la llave de nuestro piso. Hazme el favor, ve a ver si está bien, me da muy mala espina. ¡Te lo ruego, mamá!
Vale, pero solo por ti asintió Carmen y fue a despertar a su marido.
Llamaron al timbre de la casa y nadie contestó, así que Carmen abrió la puerta con su llave.
Entraron su marido y ella la casa estaba a oscuras; ¿quizá no había nadie?
¿Igual no está en casa? sugirió el marido, pero Carmen le lanzó una mirada severa. Por alguna razón, el agobio de su hija se le había pegado.
Entró en el salón y se quedó helada. Alfonso estaba tumbado en el sofá, en una postura extraña. ¡Tenía fiebre alta!
El médico de urgencias lo reanimó:
No se preocupe, señora, lo que tiene su yerno es una complicación tras el catarro. ¿Trabaja mucho, verdad?
Sí, mucho respondió Carmen.
No se apure, vigilen la temperatura y llamen si lo ven mal.
Alfonso dormía, mientras Carmen se sentaba en el sillón junto a él, sintiéndose extraña. Era la primera vez que estaba al lado de su yerno enfermo.
Él yacía pálido, con el pelo pegajoso y la frente ardiendo. Y de repente, le dio lástima. Dormido, parecía más joven y su rostro era más suave, mucho más que de costumbre.
Mamá, murmuró Alfonso medio dormido, agarrándole la mano, no te vayas, mamá.
Carmen no sabía ni qué hacer, pero no se atrevió a soltarle la mano.
Y así se quedó, junto a él, hasta el amanecer.
Lucía llamó apenas había salido el sol:
Mamá, perdona, en nada vuelvo yo, no hace falta que te molestes, creo que no será nada grave.
Claro que no, cariño, ya todo está bien sonrió Carmen aquí te esperamos, todo está fenomenal.
*****
Cuando nació su primer nieto, Carmen fue la primera en ofrecer su ayuda.
Alfonso, agradecido, le besó la mano:
¿Ves, Lucía?, y tú decías que la abuela no querría echarnos una mano.
Y Carmen, paseando orgullosa por la casa con el pequeño Diego en brazos, le susurraba:
Ay, Dieguito, qué suerte tienes, tus padres son los mejores y tienes a tus abuelos para lo que quieras. ¡Vaya fortuna la tuya, muchacho!
Así que tenía razón el refrán. Caras vemos, corazones no sabemos.
Solo el cariño lo aclara todo.







