Veinte años después reconozco en ese joven a mi propio yo de juventud. La víspera de nuestra boda sospechaba de la fidelidad de Marta. Aunque me juró amor eterno, me negaba a escucharla. Sin embargo, dos décadas más tarde conocí a su hijo: era mi doble… Nos unía una pasión como la de las novelas; un amor arrebatador y puro. Muchos envidiaban nuestra historia e intentaban entrometerse. Ambos nos preparábamos, poco a poco, para una boda que, por desgracia, nunca llegó. La víspera del enlace, Marta me confesó que estaba embarazada; no sentí alegría, sino rabia y sospechas. Pensé que me había traicionado: “No puede ser mío”, insistía, sin confiar en sus palabras. Finalmente, fue madre de ese niño. Amigos y familiares no dejaban de señalarme mi error: todos veían cuánto me amaba Marta, pero yo me mantuve firme. La relación se rompió y cancelamos la boda. Incluso le propuse abortar, pero no lo aceptó. Marta esperó en vano mis disculpas, que nunca llegué a dar. No pensaba llamar, estaba convencido de mi razón. Así, emprendimos vidas separadas. Marta afrontó sola las consecuencias. Cuando tropezábamos por la ciudad, la ignoraba deliberadamente. A veces la veía en el parque, pero evitaba su mirada y prefería olvidar. La vida de Marta no fue fácil, pero nada le impidió ser feliz. Aunque tuvo que renunciar a una vida personal, encontró sentido y fortaleza en su angelito, por quien haría todo. Se desvivió para que su hijo no careciese de nada, aceptando varios trabajos a la vez. Krish le agradecía, siendo su apoyo y mayor defensor. El niño creció, fue a la universidad, hizo la mili y consiguió empleo. De adulto, dejó de preguntar por su padre, pues comprendía la verdad. De pequeño, Marta le contaba historias sobre un padre ausente… pero ¿alguna vez las creyó? La respuesta es obvia. A los veinte años, Krish era idéntico a su padre. Su aspecto recordaba al Artur de mi juventud, aquel del que Marta estuvo enamorada. Y un día, nuestros caminos volvieron a cruzarse: los tres juntos—Marta, Artur, Krish. Era imposible ignorar el parecido. Yo me quedé sin palabras, observándolos en silencio. Tres días después fui a buscar a Marta y le pregunté: —¿Puedes perdonarme? —Hace tiempo ya te perdoné… —susurró ella. Y así, las historias del padre volvieron a la vida. Krish, por primera vez, pudo mirarle a los ojos.

Veinte años después, reconozco en ese joven al muchacho que un día fui.

La víspera de su boda, Álvaro sospechaba que Carmen le había traicionado. Pese a sus promesas de fidelidad, él no quiso escucharla. Veinte años después, encontró a su hijo, que era su reflejo.

Los unía una pasión como las de las novelas, sincera y abrumadora. Su entorno envidiaba su amor y no faltaban las habladurías. Lentamente, comenzaron a preparar la boda, que al final nunca se celebró.

La noche antes del enlace, Carmen le confesó a Álvaro que estaba embarazada. Él, lejos de alegrarse, se llenó de rabia y desconfianza. Decía que era imposible que el niño fuese suyo, que ella le había engañado. Se lo repitió mirándola a los ojos, sin creer en sus palabras. Carmen, sin embargo, tuvo a ese niño.

Los amigos de Álvaro le decían que estaba equivocado, que no encontraba otra como Carmen. Todos veían cuánto le quería, pero él se mantuvo firme. La relación terminó y la boda fue cancelada. Incluso le propuso que abortase, pero Carmen no quiso. Hasta el último momento esperó que él la llamara para pedir perdón, pero esa llamada nunca llegó.

Carmen tampoco pensaba dar el primer paso. Álvaro estaba convencido de tener la razón. Sus vidas tomaron caminos diferentes. A ella le tocó enfrentarse sola a la realidad. Incluso cuando sus caminos se cruzaban brevemente, él fingía no reconocerla. En el parque, la veía con el niño y miraba hacia otro lado, como borrando el pasado.

La vida de Carmen no fue sencilla. Crió sola a su hijo, pero eso no la privó de ser feliz. Renunció a su vida sentimental, pero su mayor alegría era el pequeño Lucas, por quien lucharía hasta el fin.

Se desvivió para que a Lucas no le faltara nada. Trabajó en varios empleos y ahorró cada euro para su futuro. Nunca faltaba una palabra de agradecimiento por parte de su hijo. Lucas se convirtió en su mayor apoyo y protector.

Estudió una carrera, hizo el servicio militar y consiguió un buen empleo. Al crecer, dejó de preguntar por su padre, porque ya había entendido la verdad. Claro que de niño Carmen le contaba historias sobre él, ¿pero realmente creía en ellas? Es evidente que no.

Lucas era la viva imagen de su padre. Cuando cumplió veinte años, Carmen no podía dejar de ver en él a aquel Álvaro del que estuvo tan enamorada. Y un día sus vidas volvieron a cruzarse: Carmen, Álvaro y Lucas coincidieron. Se hizo imposible para el padre biológico ignorar el parecido. Les observó largo rato, sin atreverse a pronunciar palabra.

Solo tres días después, Álvaro se presentó en casa de Carmen y le preguntó:
¿Puedes perdonarme?
Hace tiempo que lo hice susurró ella.

Fue entonces cuando las viejas historias sobre un padre volvieron a cobrar vida, pues Lucas por primera vez miraba a los ojos a aquel hombre del que tanto había escuchado hablar.

La vida a veces nos da la oportunidad de aprender que la confianza y el perdón abren caminos que el rencor solo sabe cerrar. Y en ese reencuentro, todos descubrieron el valor de la reconciliación y de no dejar nunca de creer en quienes amamos.

Rate article
MagistrUm
Veinte años después reconozco en ese joven a mi propio yo de juventud. La víspera de nuestra boda sospechaba de la fidelidad de Marta. Aunque me juró amor eterno, me negaba a escucharla. Sin embargo, dos décadas más tarde conocí a su hijo: era mi doble… Nos unía una pasión como la de las novelas; un amor arrebatador y puro. Muchos envidiaban nuestra historia e intentaban entrometerse. Ambos nos preparábamos, poco a poco, para una boda que, por desgracia, nunca llegó. La víspera del enlace, Marta me confesó que estaba embarazada; no sentí alegría, sino rabia y sospechas. Pensé que me había traicionado: “No puede ser mío”, insistía, sin confiar en sus palabras. Finalmente, fue madre de ese niño. Amigos y familiares no dejaban de señalarme mi error: todos veían cuánto me amaba Marta, pero yo me mantuve firme. La relación se rompió y cancelamos la boda. Incluso le propuse abortar, pero no lo aceptó. Marta esperó en vano mis disculpas, que nunca llegué a dar. No pensaba llamar, estaba convencido de mi razón. Así, emprendimos vidas separadas. Marta afrontó sola las consecuencias. Cuando tropezábamos por la ciudad, la ignoraba deliberadamente. A veces la veía en el parque, pero evitaba su mirada y prefería olvidar. La vida de Marta no fue fácil, pero nada le impidió ser feliz. Aunque tuvo que renunciar a una vida personal, encontró sentido y fortaleza en su angelito, por quien haría todo. Se desvivió para que su hijo no careciese de nada, aceptando varios trabajos a la vez. Krish le agradecía, siendo su apoyo y mayor defensor. El niño creció, fue a la universidad, hizo la mili y consiguió empleo. De adulto, dejó de preguntar por su padre, pues comprendía la verdad. De pequeño, Marta le contaba historias sobre un padre ausente… pero ¿alguna vez las creyó? La respuesta es obvia. A los veinte años, Krish era idéntico a su padre. Su aspecto recordaba al Artur de mi juventud, aquel del que Marta estuvo enamorada. Y un día, nuestros caminos volvieron a cruzarse: los tres juntos—Marta, Artur, Krish. Era imposible ignorar el parecido. Yo me quedé sin palabras, observándolos en silencio. Tres días después fui a buscar a Marta y le pregunté: —¿Puedes perdonarme? —Hace tiempo ya te perdoné… —susurró ella. Y así, las historias del padre volvieron a la vida. Krish, por primera vez, pudo mirarle a los ojos.