Ella nunca estuvo sola. Una historia sencilla Amanecía en una fría mañana invernal madrileña. Los barrenderos raspaban la nieve en el patio interior con sus palas. La puerta del portal no dejaba de dar portazos, dejando salir a los vecinos que se apresuraban hacia el metro rumbo al trabajo. El gato Curro estaba en el alféizar de la ventana, observando desde el sexto piso toda la escena. En su vida anterior, Curro había sido banquero y nada le preocupaba más que el dinero. Pero ahora comprendía que en la vida hay cosas mucho más importantes. Había aprendido que nada vale tanto como una mirada bondadosa, el calor del hogar y un techo bajo el que cobijarse. Lo demás ya vendrá. Curro miró atrás: sobre el viejo sofá dormía la abuela Carmen, su salvadora. El gato se deslizó del alfeizar y se acomodó en la cabecera, acurrucándose contra su cabeza con su suave y cálido pelaje. Curro sabía que cada mañana la abuela Carmen sufría de dolor de cabeza e intentaba aliviarla con lo poco que ahora podía ofrecer. —¡Currete, eres todo un sanador! —dijo al poco rato la anciana, sintiendo el cuerpo mullido junto a la cabeza—. Otra vez me has quitado el dolor, qué bien lo haces, muchas gracias. ¡¿Cómo lo harás?! Curro agitó la patita despreocupado, como diciendo que no era nada, que podía hacer mucho más aún. En ese momento, desde el hall, se oyó un murmullo. Era la perra Chispa, presa de celos. Chispa era la compañera fiel de la abuela Carmen desde hacía años. Cada vez que sonaban pasos desconocidos, ladraba con fuerza, para que todos supieran que la abuela Carmen estaba bien protegida. Por eso también se sentía la jefa de la casa. “¿Quién sería en otra vida? Seguramente capataz, o policía” pensaba Curro mirando a Chispa, “¡qué mandona es! Bueno, cada cual a lo suyo, igual es verdad que protege”. —Ay, mis tesoros, ¿qué haría yo sin vosotros? —gruñó con ternura la abuela Carmen, levantándose con esfuerzo—. Ahora mismo os alimento y luego nos damos un paseíto. Y si esta semana llega la pensión, compramos pollo. La palabra “pollo” provocó una explosión de alegría. El gato empezó a amasar el sofá roncando alto y frotando su gran cabeza contra la mano artrítica de la abuela. —¡Qué pillo, y qué listo! Que bien entiende las palabras —se enterneció la abuela Carmen. La perra ladró bajito, demostrando que también había entendido, y empujó sus rodillas con el hocico. “Son almas vivas; dan calor al hogar, y al corazón le quitan la soledad”, pensó sonriendo la anciana. “Cuando yo falte, vete a saber qué será. Nadie lo sabe; cada uno dice una cosa, es imposible aclararse. A mí me gustaría volver siendo gato, y que unas buenas personas me acogieran. Como perro no creo, soy demasiado tranquila, no sé si podría ladrar. Bueno, quién sabe. Pero como gata sería estupenda, cariñosa. Solo pido que me quieran bien”. —¡Vaya ocurrencias! —se sorprendió la abuela Carmen—, qué cosas se le ocurren a una al hacerse mayor. No se percató de que el gato, sonriente, miraba con orgullo a la perra. Pensando: “prefiere ser gata, no perra”. Ahora Curro también sabía leer los pensamientos; otra ventaja inesperada. Así estaban, hasta dónde les había llevado la vida.

Diario, 8 de enero

Hoy el amanecer llegó tarde, como suele pasar en estos fríos inviernos de Madrid. Desde la ventana podía escuchar el raspar enérgico de las palas retirando la escarcha del portal, y el constante portazo de la puerta del edificio cada vez que algún vecino salía, abrigado hasta las orejas, directo al trabajo.

Mi gato, Basilio, observaba todo desde la repisa, en el sexto piso. Su mirada curiosa parecía analizar cada detalle, como si entendiera perfectamente la rutina de la calle. Pienso a veces que en otra vida debió de ser banquero, siempre obsesionado con los números, el dinero y las cuentas claras. Ahora, sin embargo, creo que Basilio ha aprendido que hay cosas mucho más valiosas: una mirada cálida, la ternura de un gesto, la seguridad de tener un techo. Lo demás, ya vendrá.

Giré la cabeza y vi cómo Basilio bajaba silencioso de la ventana y se acercaba al lado de mi almohada, arropándose con su pelaje suave y tibio junto a mi cabeza. Sabía lo bien que sentía ese pequeño calor en las mañanas cuando me despierto con jaqueca. Últimamente le agradezco que haga lo que puede para aliviarme.

Basi, menuda medicina estás hecho dije cuando abrí los ojos y lo noté acurrucado junto a mí. Otra vez has espantado el dolor, eres un prodigio… ¿cómo lo harás?

Basilio estiró una pata, como diciendo que para él era pan comido y que aún podía con más. En ese momento, desde el pasillo, llegó el gruñido sordo de Roque. Roque es el perro que tengo desde hace años, leal compañero y guardián. Siempre alerta, cualquier paso extraño y ya está ladrando, haciéndose notar desde la distancia, para que todos sepan que aquí vive alguien bien cuidado.

A veces me pregunto quién sería Roque antes. ¿Un capataz quizá, o un guardia civil? ¡Con lo mandón y ruidoso que es! Pero, bueno, también es cierto que contigo una se siente protegida.

¡Ay, mis queridos! ¿Qué haría yo sin vosotros? me levanté despacito del sofá, que cruje más que yo. Ahora os voy a dar el desayuno y luego salimos a pasear.

Y si en unos días cae la pensión, les prometí un pollo del mercado. Menuda fiesta cuando les digo pollo. Basilio empieza a amasar con sus zarpas el sofá, ronroneando como un motor y restregando esa cabeza grande y cariñosa en mi mano llena de artrosis.

¡Ay, mi cabezón…! Sí que me entiendes, pillo me enternecí, y Roque ladró suave, reclamando atención, y me empujó la rodilla con su nariz húmeda.

Qué haríamos sin estas almas que nos llenan la casa de vida y nos abrigan el corazón, pensé sonriendo mientras los acariciaba.

Y después, así en silencio, me puse a fantasear, ¿Y si yo, cuando me muera, renaciera como un gato? Ojalá cayera en manos buenas, porque de perro no me veo, no tendría voz para ladrar ni asustar a nadie, yo que soy tan silenciosa… Pero de gata sí, dulce y mimosa. Sólo espero suerte y caer en un hogar que sepa cuidar.

Anda, ¡menudas tonterías me pasan por la cabeza! me reí para mí misma. Así es la vejez, llena de ocurrencias.

No me di cuenta de que Basilio, entre ronroneos, miró a Roque con una sonrisa de bigote, como diciendo: Gata quisiera ser, no perro. Estoy convencida de que ya hasta me lee el pensamiento… ¡Hasta dónde hemos llegado!

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MagistrUm
Ella nunca estuvo sola. Una historia sencilla Amanecía en una fría mañana invernal madrileña. Los barrenderos raspaban la nieve en el patio interior con sus palas. La puerta del portal no dejaba de dar portazos, dejando salir a los vecinos que se apresuraban hacia el metro rumbo al trabajo. El gato Curro estaba en el alféizar de la ventana, observando desde el sexto piso toda la escena. En su vida anterior, Curro había sido banquero y nada le preocupaba más que el dinero. Pero ahora comprendía que en la vida hay cosas mucho más importantes. Había aprendido que nada vale tanto como una mirada bondadosa, el calor del hogar y un techo bajo el que cobijarse. Lo demás ya vendrá. Curro miró atrás: sobre el viejo sofá dormía la abuela Carmen, su salvadora. El gato se deslizó del alfeizar y se acomodó en la cabecera, acurrucándose contra su cabeza con su suave y cálido pelaje. Curro sabía que cada mañana la abuela Carmen sufría de dolor de cabeza e intentaba aliviarla con lo poco que ahora podía ofrecer. —¡Currete, eres todo un sanador! —dijo al poco rato la anciana, sintiendo el cuerpo mullido junto a la cabeza—. Otra vez me has quitado el dolor, qué bien lo haces, muchas gracias. ¡¿Cómo lo harás?! Curro agitó la patita despreocupado, como diciendo que no era nada, que podía hacer mucho más aún. En ese momento, desde el hall, se oyó un murmullo. Era la perra Chispa, presa de celos. Chispa era la compañera fiel de la abuela Carmen desde hacía años. Cada vez que sonaban pasos desconocidos, ladraba con fuerza, para que todos supieran que la abuela Carmen estaba bien protegida. Por eso también se sentía la jefa de la casa. “¿Quién sería en otra vida? Seguramente capataz, o policía” pensaba Curro mirando a Chispa, “¡qué mandona es! Bueno, cada cual a lo suyo, igual es verdad que protege”. —Ay, mis tesoros, ¿qué haría yo sin vosotros? —gruñó con ternura la abuela Carmen, levantándose con esfuerzo—. Ahora mismo os alimento y luego nos damos un paseíto. Y si esta semana llega la pensión, compramos pollo. La palabra “pollo” provocó una explosión de alegría. El gato empezó a amasar el sofá roncando alto y frotando su gran cabeza contra la mano artrítica de la abuela. —¡Qué pillo, y qué listo! Que bien entiende las palabras —se enterneció la abuela Carmen. La perra ladró bajito, demostrando que también había entendido, y empujó sus rodillas con el hocico. “Son almas vivas; dan calor al hogar, y al corazón le quitan la soledad”, pensó sonriendo la anciana. “Cuando yo falte, vete a saber qué será. Nadie lo sabe; cada uno dice una cosa, es imposible aclararse. A mí me gustaría volver siendo gato, y que unas buenas personas me acogieran. Como perro no creo, soy demasiado tranquila, no sé si podría ladrar. Bueno, quién sabe. Pero como gata sería estupenda, cariñosa. Solo pido que me quieran bien”. —¡Vaya ocurrencias! —se sorprendió la abuela Carmen—, qué cosas se le ocurren a una al hacerse mayor. No se percató de que el gato, sonriente, miraba con orgullo a la perra. Pensando: “prefiere ser gata, no perra”. Ahora Curro también sabía leer los pensamientos; otra ventaja inesperada. Así estaban, hasta dónde les había llevado la vida.