Diario, 8 de enero
Hoy el amanecer llegó tarde, como suele pasar en estos fríos inviernos de Madrid. Desde la ventana podía escuchar el raspar enérgico de las palas retirando la escarcha del portal, y el constante portazo de la puerta del edificio cada vez que algún vecino salía, abrigado hasta las orejas, directo al trabajo.
Mi gato, Basilio, observaba todo desde la repisa, en el sexto piso. Su mirada curiosa parecía analizar cada detalle, como si entendiera perfectamente la rutina de la calle. Pienso a veces que en otra vida debió de ser banquero, siempre obsesionado con los números, el dinero y las cuentas claras. Ahora, sin embargo, creo que Basilio ha aprendido que hay cosas mucho más valiosas: una mirada cálida, la ternura de un gesto, la seguridad de tener un techo. Lo demás, ya vendrá.
Giré la cabeza y vi cómo Basilio bajaba silencioso de la ventana y se acercaba al lado de mi almohada, arropándose con su pelaje suave y tibio junto a mi cabeza. Sabía lo bien que sentía ese pequeño calor en las mañanas cuando me despierto con jaqueca. Últimamente le agradezco que haga lo que puede para aliviarme.
Basi, menuda medicina estás hecho dije cuando abrí los ojos y lo noté acurrucado junto a mí. Otra vez has espantado el dolor, eres un prodigio… ¿cómo lo harás?
Basilio estiró una pata, como diciendo que para él era pan comido y que aún podía con más. En ese momento, desde el pasillo, llegó el gruñido sordo de Roque. Roque es el perro que tengo desde hace años, leal compañero y guardián. Siempre alerta, cualquier paso extraño y ya está ladrando, haciéndose notar desde la distancia, para que todos sepan que aquí vive alguien bien cuidado.
A veces me pregunto quién sería Roque antes. ¿Un capataz quizá, o un guardia civil? ¡Con lo mandón y ruidoso que es! Pero, bueno, también es cierto que contigo una se siente protegida.
¡Ay, mis queridos! ¿Qué haría yo sin vosotros? me levanté despacito del sofá, que cruje más que yo. Ahora os voy a dar el desayuno y luego salimos a pasear.
Y si en unos días cae la pensión, les prometí un pollo del mercado. Menuda fiesta cuando les digo pollo. Basilio empieza a amasar con sus zarpas el sofá, ronroneando como un motor y restregando esa cabeza grande y cariñosa en mi mano llena de artrosis.
¡Ay, mi cabezón…! Sí que me entiendes, pillo me enternecí, y Roque ladró suave, reclamando atención, y me empujó la rodilla con su nariz húmeda.
Qué haríamos sin estas almas que nos llenan la casa de vida y nos abrigan el corazón, pensé sonriendo mientras los acariciaba.
Y después, así en silencio, me puse a fantasear, ¿Y si yo, cuando me muera, renaciera como un gato? Ojalá cayera en manos buenas, porque de perro no me veo, no tendría voz para ladrar ni asustar a nadie, yo que soy tan silenciosa… Pero de gata sí, dulce y mimosa. Sólo espero suerte y caer en un hogar que sepa cuidar.
Anda, ¡menudas tonterías me pasan por la cabeza! me reí para mí misma. Así es la vejez, llena de ocurrencias.
No me di cuenta de que Basilio, entre ronroneos, miró a Roque con una sonrisa de bigote, como diciendo: Gata quisiera ser, no perro. Estoy convencida de que ya hasta me lee el pensamiento… ¡Hasta dónde hemos llegado!







