Estás robando a mi hijo, no puede ni comprarse una bombilla.
Es domingo por la mañana y sigo tumbada en el sofá bajo una manta. Mi marido ha ido a casa de su madre, supuestamente para cambiarle unas bombillas. Pero, cómo no, la verdadera razón era otra:
Hijo, ¿se te olvida que hoy es el cumpleaños de Ignacio?
Mi marido es un auténtico manirroto. Su sueldo sólo le dura unos pocos días. Menos mal que me pasa dinero para los recibos y la compra de comida. El resto se lo gasta enseguida en videojuegos y accesorios para estos. Prefiero no entrar en ese tema, creo que hay que dejarle divertirse, mejor eso que pasarse el día en el bar o saliendo por ahí. Además, leí una vez que los primeros cuarenta años de la infancia son los más difíciles para cualquier ser humano.
No cuento esto para dar pena, sino para explicar por qué mi marido siempre está sin un euro en los bolsillos. Yo, por suerte, no tengo ese problema. Incluso consigo ahorrar. A menudo le presto dinero cuando le surge algún imprevisto. Pero siempre me niego si lo necesita para ayudar a su madre, a sus sobrinos o a su hermana.
Eso sí, me acordé de que era el cumpleaños de Ignacio, así que le compré un regalo hace una semana. Antes de que mi marido se largara a casa de su madre, le di el regalo y me dispuse a ver una peli. No fui porque la relación con mis suegros es, digamos, de mutua antipatía.
Ellos piensan que no quiero a su hijo porque me niego a pagar cosas para ellos o a cuidar de sus sobrinos. Una vez acepté cuidar a los niños de mi cuñada por una hora y acabaron recogiendo a los críos medio día después, así que llegué tarde al trabajo. Encima, tuve la desvergüenza de quejarme. Resultado: su madre y su hermana me llamaron sinvergüenza y maleducada. Desde entonces, siempre me niego a hacer de canguro. Eso sí, nunca me importa que mi marido esté con sus sobrinos; a mí también me caen bien los críos.
Tras la ida de mi marido, no tardaron en aparecer todos en casa: suegra, cuñada, sobrinos y marido incluido. Mi suegra cruzó el salón tan campante y, sin cortarse un pelo, soltó:
Hemos decidido que como es el cumpleaños de Ignacio, le regalaremos una tablet que él mismo ha elegido, cuestan dos mil euros. Así que me debes mil por tu parte del regalo. Da el dinero.
Yo, sinceramente, sí pensaba darle una tablet al chaval, pero desde luego no una tan cara.
Obviamente, no solté ni un céntimo. En ese momento, hasta mi marido empezó a reprocharme mi supuesta tacañería. Entonces encendí el portátil y llamé a Ignacio. En apenas cinco minutos, entre los dos escogimos y compramos un aparato que le gustaba.
El niño, feliz, salió corriendo hacia su madre, que seguía esperando en el pasillo. Mi cuñada, que tiene una afición especial por llevarse lo ajeno, no quitó ojo. Mi suegra, lejos de reconocer mi gesto, montó en cólera:
Nadie te ha pedido que le compres nada, tenías que dar el dinero. Estás con mi hijo y va siempre como un mendigo, que no le llega ni para una bombilla. ¡Dame ahora mismo mil euros, que sabes de sobra que ese dinero es suyo!
En ese momento, intentó meter mano en mi bolso, que estaba sobre la mesilla. Miré a mi marido y le solté entre dientes:
Tienes tres minutos para echarlos de aquí.
Fue todo lo que necesitó. Mi marido sacó a su madre de casa como buenamente pudo. En menos de tres minutos ya estaban todos fuera.
Por esto prefiero que mi marido gaste su sueldo en las cosas que le gustan, porque antes la que se lo llevaba todo era su madre. Mejor gastado en juegos que en los sablazos de estos caraduras.
A veces pienso que casi habría sido mejor casarme con un huérfano.







