Regalo para una Boda

Andrés y María llevan cinco años soñando con tener un hijo y, cuando nace Sergio, sienten que el destino ha bendecido su unión. Le entregan al niño todo lo que tienen: cariño, tiempo, ambiciones no realizadas y, sobre todo, un código de conducta tallado en piedra.

Lo fundamental es ser honesto, hijo le dice Andrés mientras le lee por la noche cuentos de héroes.
La integridad es lo que distingue a una persona añade María, revisando su cuaderno de apuntes.

Sergio crece serio más allá de su edad, es metódico, responsable y trabajador. Absorbe sus valores como una esponja y quiere ser la viva imagen de los ideales de sus padres. Aspira a una escuela con medalla de oro, a la facultad de Economía más prestigiosa y a un título sobresaliente. Los profesores le elogian por su educación, los vecinos susurran con envidia.

Tranquila, mamá lo tranquiliza Sergio cuando María se preocupa por las tentaciones de la vida universitaria. No tengo tiempo para eso; solo quiero aprender.

Y en efecto, supera a todos en su curso, obtiene el título con honores y consigue rápidamente un puesto en una oficina del centro de Madrid. Pasa largas jornadas allí, vuelve a casa con la mirada cansada pero encendida por una llama recta.

Me han notado anuncia orgulloso una tarde. Me han confiado un proyecto importante.

Entonces ocurre lo que sus padres esperaban y temían a la vez. Un domingo por la mañana, Sergio llega sin avisar y trae una noticia que hace latir el corazón de María con una mezcla de alegría y temor.

Mamá, papá, he conocido a una chica. Se llama Begoña. Vamos a alquilar un piso juntos dice, la voz temblorosa, casi infantil.

Begoña aparece en su casa la semana siguiente. Es discreta, de mirada serena y curiosa, habla con respeto sin caer en la adulación. Se nota que quiere a Sergio: le dirige una sonrisa cálida cada vez que él cuenta alguna anécdota.

Proviene de una familia correcta susurra María a Andrés en la cocina mientras Sergio despide a Begoña en un taxi. Su padre es ingeniero, su madre maestra. Y la observa con una buena mirada.

Andrés, habitualmente contenido, suelta una sonrisa.

Nuestro chico se ha puesto como niño con ella. No lo veía tan vivo desde hace años.

Begoña se integra sin esfuerzo. Lleva pasteles, ayuda a María en la cocina y discute política con Andrés. Ven cómo Sergio florece a su lado; el hijo rígido y ambicioso empieza a bromear, a reír y a planear viajes en pareja. En sus ojos aparece, por fin, una felicidad simple que ni la carrera ni el éxito le habían podido dar.

Seis meses después, Sergio y Begoña aparecen de la mano, emocionados.

Queremos casarnos anuncia Sergio; Begoña asiente, radiante.

Luego, con voz algo vacilante, continúa mirando hacia el aparador:

Estamos mirando pisos con una hipoteca, claro. Pero el pago inicial me alegraría mucho si pudierais ayudarnos.

El silencio se extiende un segundo. Llevan diez años ahorrando para la casa de sus sueños: treinta mil euros. María rompe el hielo, mira a Begoña y luego a su hijo, y su corazón se acelera.

Llevamos ahorrando para una casa en la sierra dice. Pero por vosotros lo pensaremos.

Ese lo pensaremos dura poco. Esa misma tarde, acostada, María susurra a Andrés:

Son tan reales. ¿Lo ves? Ella lo ama.

Andrés suspira. Ha visto lo mismo: Begoña mira a su hijo no como a un proyecto exitoso, sino como a un ser humano. Ve a Sergio aferrarse a ella como si fuera su hogar.

Son nuestra continuación murmura. Que tengan su propia casa, su propio cimiento.

Los ahorros de una década desaparecen en ese gesto. Por el hijo, se dicen, y en esas palabras se mezcla el sacrificio y la inversión en un futuro ideal.

Durante varias semanas los cuatro forman un equipo: buscan anuncios, visitan pisos, discuten distribución. Finalmente hallan un luminoso piso de dos habitaciones en un barrio nuevo de la zona sur de Madrid.

Al anochecer, de pie en el umbral del nuevo hogar, Andrés entrega a Sergio las llaves con orgullo:

Este es vuestro regalo de boda. Para que, al salir del Registro Civil, podáis entrar directamente a vuestro hogar.

Sergio los abraza y en sus ojos se refleja una sincera gratitud:

Ahora hay que comprar muebles, amueblar todo. Después presentaremos la solicitud.

Todo parece perfecto.

Seis meses después, la boda se ha disipado como humo. Sergio llega solo, pálido, con ojeras marcadas.

Begoña se ha marchado. Dijo que no aguantaba más. Que yo que no soy quien aparento ser.

María se queda boquiabierta, aferrándose al corazón. Andrés abraza a su hijo por los hombros:

Ánimo, hijo. Pasan cosas volverás a casa, te recuperarás.

Sí, papá dice Sergio en voz baja. Quiero volver. A casa.

Regresa con una mochila. María se da cuenta, triste, de que no ha llevado ni sus libros del nuevo piso. Una semana después la angustia se vuelve insoportable. Andrés llama a Begoña. Tras varios pitidos, ella contesta.

Andrés Martínez dice la voz cansada. Lo siento la llamé a que tratara, pero él seguía perdiendo No pude seguir.

Una hora después, Andrés toca la puerta del piso. Un hombre desconocido le abre.

El piso está vendido dice cortésmente. Ya hemos entrado.

Andrés se sienta durante dos horas en la banca del portal, sin pensamientos, solo vacío. No recuerda cómo llegó a casa. En la sala, María teje una bufanda mientras ve una serie.

No hay piso exhala Andrés. Lo vendió. Perdimos todo.

Sergio aparece en el pasillo con el rostro cambiado: miedo y dureza al mismo tiempo.

Papá, mamá tengo que explicar.

No queda amor. Begoña se fue cuando comprendió en qué se había convertido. La carrera también desapareció; lo habían despedido meses atrás.

Empezó a jugar para aliviar la tensión, a apostar pequeñas cantidades. Después, la adrenalina lo arrastró a apuestas mayores, a deudas que crecían hasta volverse astronómicas. Pactó créditos, hipotecó todo lo que tuvo. Al final, solo quedó el piso: el regalo de sus padres. Vendió el sueño compartido, el cimiento que habían puesto para él y Begoña.

Pensaba que recuperaría todo una vez ganara la gran jugada, compraría la casa de nuevo. Pero

Se queda mirando al suelo.

He tocado fondo. Lo he perdido todo. Quiero empezar de cero.

Andrés guarda silencio. Observa al hijo que encarnaba sus esperanzas y ya no reconoce nada. Ve al mentiroso que, durante más de un año, actuó frente a ellos, con los ojos puestos en Begoña, sabiendo que los llevaría al precipicio.

María rompe el silencio primero, la voz temblorosa:

Nos hiciste creer en esa felicidad. Nos utilizaste, nos usaste. Observaste cómo elegíamos el piso y sabías sabías en qué se convertiría todo. ¿Quién eres ahora?

Sergio levanta la mirada y en sus ojos brilla una vieja herida infantil.

Soy el que ustedes criaron. Un robot perfecto. Y los robots, papá, mamá, no saben pedir ayuda. Se rompen.

Hace un gesto teatral y se marcha.

Andrés se acerca a la ventana. La noche ha caído, las farolas se encienden. El horizonte de sus vidas, tan claro y predecible, se ha borrado. Lo peor no es la pérdida del dinero; lo peor es darse cuenta de que ese cuadro ideal de felicidad, por el que dieron todo, estaba dibujado en la arena desde el primer día.

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