Tengo unos amigos que llamo ahorradores. Se guardan la cartera hasta del aire ahorran en la comida, en la ropa, en todo. No es que les falte dinero: viven bien, siempre tienen euros y parecen poder permitirse cualquier cosa. Yo solo voy a su casa si es por alguna ocasión especial; para lo demás, nos llamamos por teléfono.
Hace un mes me invitaron a su cumpleaños. Fui… y volví a casa con el estómago hablando solo.
La mañana designada metí el regalo, envuelto con papel de la tienda del barrio, en el bolso antes de ir a trabajar. Para las cuatro de la tarde tenía la invitación, así que a la hora de comer solo tomé café y un par de galletas de mantequilla: Ya comeré en la fiesta, pensé.
Al llegar puntualmente al portal las calles serpenteaban como en una pesadilla subí las escaleras y saludé: Felicidades, que te lluevan alegrías, salud y suerte. Bromée diciendo que llegaba con más hambre que los lobos de Segovia porque no había comido expresamente. Mi amigo rio y dijo, Tranquila, todo está preparado.
Éramos seis invitados además de los anfitriones. Al entrar al salón, todo era como en un cuadro surrealista de Dalí: no había mesa, solo una diminuta mesita redonda en medio del cuarto y una sofita donde apenas cabíamos apretados, como sardinas en conserva. Nada de sillas, nada de mantel extendido; un buffet minimalista, pero sin el flujo de vinos y tapas de una tasca madrileña.
Sobre la mesita, todo parecía medido con regla y compás. No exagero: conté cada lonchita. Ocho rodajas de chorizo ahumado (de las que a mí me fascinan), ocho lonchitas de lomo, ocho lonchas de queso curado. Ocho medias lunas de tomate y otras ocho de pepino, todas cortadas con precisión milimétrica. Dos ensaladas, tan pequeñas como un dedal. Fruta, ni más ni menos que para ocho comensales. La opulencia la completaba una solitaria botella de vino tinto de Castilla.
Mientras rumiaba una loncha de chorizo y trozos de queso, me invadía una hambre que retumbaba como las campanas de Toledo. Ni sed tenía, por miedo a beber demasiado sin nada contundente. Ahora saco algo caliente, dice mi amigo. Me ilusioné: Por fin algo de buen comer. La anfitriona trae dos platos el vapor flotaba como nubes surrealistas y veo, para cada uno, una patata asada y una pieza de muslo de pollo. Solo una por cabeza. Casi me entró la risa; menos mal que el pastel era de tamaño decente.
Eso sí, la fiesta fue animada: risas, historias, algún brindis. Tras hora y media salí, casi flotando por la acera, famélica.
En el camino a casa, la luna parecía un queso gigante en el cielo. Paré en la tienda de ultramarinos, llené la bolsa con víveres y, en casa, preparé una cena que por fin sació mi apetito.
Así, en esa noche de surrealismo castizo, mis amigos ahorradores volvieron a economizar, hasta en la cantidad de las croquetas imaginarias.
¿Para qué invitar a la gente a celebrar un cumpleaños si no hay ganas o arte para obsequiarlos como manda la tradición española? ¿O quizá en sus sueños, sí?







