¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? gritó mi suegra en el Registro Civil.
Nunca quise casarme, lo reconozco ahora al escribir estas líneas. Pero a los diecinueve años me quedé embarazada de Ramón, mi compañero de clase con el que llevaba saliendo tres años. No veía alternativa: jamás permitiría que mi hijo creciera sin su padre.
Él, aunque era mayor que yo, seguía siendo muy inmaduro y demasiado apegado a su madre. Pero al menos aceptó la responsabilidad y aseguró que se casaría y cuidaría del niño. Así empezaron los preparativos de boda.
Si por mí hubiera sido, me habría casado de manera sencilla, pero mis familiares insistieron en una gran celebración. No entendía el sentido de gastar tantos euros en invitar a gente a comer y beber, cuando ese dinero podría haberse destinado a preparar la llegada de mi hijo. Nadie me escuchaba. Escogieron por mí el restaurante, el vestido de novia y la lista de invitados. ¿Quiénes? Mi suegra y mi hermana.
Cuando me llevaron a probarme el vestido, fui a regañadientes. Imaginaba un vestido recargado de volantes y pedrería, muy alejado de mi estilo sencillo. Mi hermana y la madre de mi futuro marido nunca han sido admiradas precisamente por su gusto. Cuando se enteraron de que no quería ni probármelo, me tacharon de desagradecida y se enfadaron muchísimo. Pero yo tenía otras preocupaciones: la selectividad, los exámenes, y las compras para el bebé.
El día de la boda llegué al Registro Civil con un vestido blanco muy sencillo, elegante y que me sentaba estupendamente. Y justo ahí empezó el espectáculo.
Nadie en la familia de Ramón sabía que pensaba quedarme con mi apellido. Él sí lo sabía y no puso pega alguna, pero mi suegra se enfureció y empezó a gritar a todo el salón:
¿Pero cómo es posible que no quieras llevar el apellido de mi hijo?
Yo sonreí y me hice a un lado. Al día siguiente me esperaba el banquete en el pueblo de mi marido, rodeada de toda su familia. Decidí guardar fuerzas: iba a necesitarlas. El matrimonio apenas duró unos años. Ramón resultó ser un marido mediocre y como padre, peor aún. Los fines de semana los pasaba delante del ordenador, como si no existiéramos su hijo y yo. Cuando se me agotó la paciencia, hice las maletas y me fui.
Por supuesto, mi suegra no aceptó de buena gana la situación. Pero yo sentí una enorme paz interior, como si por fin hubiese respirado aire puro: libre y feliz.







