Olvidar por completo, imposible: El viaje diario de Projimo en el metro madrileño, los recuerdos de la primera novia, y el reencuentro inesperado con Marián, la curandera del pueblo castizo

No te imaginas lo que me ha pasado estos días, te lo cuento como si estuviéramos tomando un café juntos. Cada día, Juan Francisco volvía de trabajar en Madrid. Primero se pillaba el metro y luego el autobús, porque para qué quieres coche con los atascos infernales que hay por la mañana y al salir. Al final, tarda casi hora y media a casa, y el coche se queda más tiempo parado en la cochera que utilizándolo. Es que en Madrid, o tienes paciencia de santo, o te haces urbanita de transporte público.

Hace dos años, la vida de Juan Francisco dio un vuelco: se separó de su mujer. Su hija, Lucía, tenía entonces diecisiete años y se quedó viviendo con su madre. Nada de dramas, que Juan Francisco no es de discutir ni montar escenitas. Lo suyo fue simple, ya llevaba tiempo notando que su mujer estaba rara. Se le notaba nerviosa, salía cada dos por tres y a veces volvía tardísimo con la excusa de que había estado con una amiga.

Un día al preguntarle, le soltó:

¿Dónde te metes hasta tan tarde? Las mujeres de bien están en casa a estas horas.

Lo tuyo no es de recibo. Esas mujeres de bien son unas gallinas. Yo no, soy diferente, soy inteligente y sociable, y se me queda la casa pequeña. Además, tú eres más bien paleto, de los que no han salido del terruño.

¿Y entonces para qué te casaste conmigo?

Entre dos males, escogí el menor y ahí se acabó la conversación.

Y poco después pidió el divorcio, le hizo irse del piso, y empezó a buscarse la vida. Ahora ya está acostumbrado y tampoco tiene prisa por volver a casarse, aunque está en modo búsqueda, que no quiere quedarse solo mucho tiempo.

Viajando en metro, como casi todos, se ponía a mirar el móvil, noticias, algún chistecillo, vídeos cortos De pronto, bajando por la pantalla, se dio cuenta de algo y se quedó helado. Volvió atrás y, ¡zas!, vio el anuncio:

Remedios naturales. Sanadora popular: María Teresa, tratamientos de plantas.

¡Y la que aparecía en pantalla era su primer amor! Amor, eso sí, de los de infancia, imposible y sin esperanza. Pero ¿quién olvida el primer amor? Se acordaba perfectamente de aquella chica del colegio, que era especial, diferente y muy guapa.

Casi se pasa su parada, y salió pitando del vagón, sin esperar al autobús y decidió ir andando a casa. Todo el camino en piloto automático, llegó y se sentó aún con la chaqueta puesta en un taburete del recibidor, sin encender la luz, absorto mirando la pantalla. Se levantó, apuntó el teléfono del anuncio y cuando el móvil pidió batería lo puso a cargar. Intentó cenar algo, pero ni ganas, picoteó y se tiró en el sofá a dejarse llevar por los recuerdos.

Desde primero de primaria, María Teresa destacaba sin esfuerzo. Siempre callada, educada, con su larga trenza y un uniforme que le quedaba por debajo de la rodilla, diferente a las chicas que enseñaban más pierna. Vivían en un pueblito de Castilla en el que nos conocíamos casi todos, pero sobre ella nadie sabía apenas nada. Vivía con sus abuelos, en una casa preciosa apartada cerca del bosque, parecía sacada de un cuento, toda adornada con madera labrada.

Desde que Juan Francisco la vio, se colgó de ella. A su manera, claro, lo suyo era serio aunque tuviera edad de colegio. Todo en ella era especial: llevaba siempre un pañuelo en la cabeza y una mochila hecha a mano, chulísima y única, con bordados que más tarde entendió que los había hecho ella misma.

En lugar del típico hola decía que tengas salud, como de cuento antiguo. No corría, no gritaba, siempre era tranquila y educada.

Un día no fue a clase y entre varias, fuimos a ver qué le pasaba y si estaba enferma. Juan Francisco se apuntó también. Al salir del pueblo, al girar en el camino, apareció su casa como sacada de una leyenda.

Fíjate, hay mucha gente dijo Violeta, la más lanzada.

Al acercarnos vimos que era el funeral de su abuela. María Teresa estaba destrozada, llorando con su pañuelo y el abuelo a su lado, serio y en silencio. Toda la procesión fue al cementerio y luego nos invitaron a la casa para el velatorio, algo típico de nuestro pueblo.

Eso se le quedó grabado a Juan Francisco, que nunca había ido a un funeral. María Teresa volvió al cole al día siguiente. Pasó el tiempo, y las chicas empezaron a maquillarse y presumir de ropa, pero María Teresa seguía siempre recta como un junco, sin maquillaje, con sus colores naturales y ese rubor en las mejillas de quien no necesita nada más.

Llegó la época de gustarse y Juan Francisco se animó y quiso declararse. Al final de tercero de secundaria, se lanzó:

¿Te acompaño a casa después del cole?

Ella le miró muy seria y, casi susurrando, le contestó:

Ya estoy prometida, Juan Francisco. Es nuestra costumbre.

Él se quedó chafado, sin entender mucho aquello. Más tarde supo que sus abuelos eran parte de los cristianos viejos, y que sus padres habían muerto hace tiempo y la criaban los abuelos.

María Teresa era la empollona, sacaba notas buenísimas y nadie se extrañaba. No llevaba colgantes ni pendientes ni nada, y aunque alguna murmurara a sus espaldas, ella pasaba y se mantenía digna.

Se fue haciendo más guapa, y en bachillerato era la más bonita y los chicos la admiraban en silencio, pero nadie se atrevía a molestarle.

Al acabar el cole, cada cual siguió su camino: Juan Francisco se fue a Madrid a la uni y María Teresa, como estaban prometida, se casó y se marchó a otro pueblo, a vivir con el marido y la familia. Dejó de saberse de ella, solo que tuvo un hijo y vivía como una mujer rural, trabajando el campo y ocupada en su casa. Nadie más del colegio la volvió a ver.

Así que María Teresa es sanadora, cura con plantas Qué curioso pensaba Juan Francisco tirado en el sofá, y más guapa aún que antes.

Le costó dormir, y al día siguiente fue a trabajar y no se podía sacar de la cabeza la imagen de ella. Pensaba: El primer amor nunca se olvida, te remueve por dentro. Es cierto

Pasaron unos días en modo fantasma, y no pudo más y le escribió.

Hola María Teresa.

Que tengas salud le contestó, igual que siempre. ¿En qué puedo ayudarte, tienes alguna dolencia?

María Teresa, soy Juan Francisco, tu compañero del cole: nos sentábamos juntos. Te vi por internet y me animé a escribir.

Claro que me acuerdo, Juan Francisco, eras el que mejor estudiaba.

Este es tu móvil, ¿puedo llamarte alguna vez?

Sí, llama cuando quieras, contesto.

Ese mismo día, por la tarde, se animó y la llamó. Charlaron un rato, se contó cada uno dónde vivía y cómo les iba la vida.

Yo estoy en Madrid trabajando, le dijo él, pero cuéntame de ti, María Teresa, ¿cómo está la familia, el marido bien? ¿Dónde vives tú?

Volví a la casa de mis abuelos, la de toda la vida, ¿recuerdas? Regresé después de que mi marido falleciera. Lo atacó un jabalí en el monte El abuelo también murió hace tiempo.

Perdona, no lo sabía

Nada, anda, fue hace años. Ya lo tengo asumido. No tiene culpa nadie, así es la vida, vamos por caminos diferentes. ¿Me llamas solo por lo de las plantas?

Qué va, es por verte, que al ver tu foto me han venido todos los recuerdos. Echo de menos el pueblo, hace mucho que no paso; mi madre también murió hace años.

Hablaron de cosas del pasado y se despidieron. Después siguió la rutina de siempre: casa, trabajo Pero una semana después, Juan Francisco no aguantó y volvió a llamarla.

Hola, María Teresa.

Que tengas salud, ¿te has acordado de mí o te duele algo?

Me he acordado de ti, María Teresa, no te enfades, ¿te puedo ir a visitar?

Claro, ven cuando quieras.

Justo tengo vacaciones en una semana dijo él ilusionado.

Perfecto, aquí te espero, sabes la dirección.

Se pasó la semana pensando en qué llevarle de regalo, nervioso porque no sabía si ella había cambiado o seguía siendo igual. Cuando llegó el día, se montó en el coche y salió rumbo al pueblo. El viaje en coche le encanta y las seis horas le pasan volando.

Cuando llegó al pueblo y entró, se quedó fascinado de cómo había cambiado todo está más bonito, casas nuevas, el antiguo fábrica sigue abierta, hay supermercados, cafeterías Se bajó cerca de una tienda y miraba alrededor diciendo:

No me puedo creer lo floreciente que está todo, pensaba que estaría como tantos otros, parado y abandonado.

Un señor mayor, al pasar, le oyó y le respondió:

Aquí ya somos ciudad, no pueblo. Hace años nos dieron ese título, ¿hace mucho que no venías?

Mucho tiempo, sí señor.

Tenemos buen alcalde, se preocupa de verdad, por eso el pueblo ha prosperado tanto.

Al llegar, María Teresa le esperaba en la puerta, lo había llamado según llegó al pueblo. Al ver aparecer el coche, el corazón se le salía del pecho. Nadie sabía que inconfesablemente, desde niña, ella también había amado a Juan Francisco. Si él nunca hubiera vuelto, ese secreto se hubiese ido con ella para siempre.

La reunión fue alegre, se sentaron largo rato en la pérgola. La casa familiar estaba más vieja pero igual de mágica y acogedora.

María Teresa, he venido para hablarte seriamente ella le miró con una mezcla de expectación y susto.

Cuéntame, ¿qué pasa? preguntó tensándose.

Llevo queriéndote toda la vida, ¿de verdad no quieres corresponderme ahora?

María Teresa se levantó de golpe y le abrazó fuerte por el cuello.

Juan Francisco, si yo también siempre te he querido en secreto.

Pasó las vacaciones con ella y antes de irse, le prometió:

Cuando arregle las cosas en el trabajo y me pase a teletrabajo, vuelvo para quedarme contigo. No me pienso ir nunca más de aquí. Aquí nací y aquí quiero vivir.

Y así, amigo, hay amores que nunca se olvidan y, aunque la vida nos dé vueltas, nos acaban encontrando.

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Olvidar por completo, imposible: El viaje diario de Projimo en el metro madrileño, los recuerdos de la primera novia, y el reencuentro inesperado con Marián, la curandera del pueblo castizo