Mermelada de diente de león Se acabó el invierno nevado, este año no hubo grandes heladas, una temporada suave y blanca. Pero también acaba cansando, y ya apetece ver hojas verdes, mil colores y poder guardar la ropa de abrigo. A una pequeña ciudad de provincias ha llegado la primavera. Taísia adora esta estación, espera con ilusión el despertar de la naturaleza y, al fin, lo ha alcanzado. Mirando por la ventana desde el tercer piso, pensaba: —Con los días templados de primavera parece que la ciudad ha despertado de su largo letargo invernal. Hasta los coches rugen distinto y el mercado se anima. La gente vistiendo chaquetas y abrigos llamativos camina de aquí para allá, por las mañanas los pájaros nos despiertan antes que el despertador. Ay, qué bonito es en primavera, pero mejor aún en verano… Taísia lleva años viviendo en este bloque de cinco plantas, ahora vive sola con su nieta, Varya, que cursa cuarto de primaria. Hace un año los padres de Varya se marcharon a trabajar por contrato a África —son médicos ambos— y dejaron a su hija a cuidado de la abuela. —Mamá, te confiamos a nuestra Varya, no la vamos a arrastrar hasta allí, sabemos que cuidarás de tu querida nieta —le decía la hija de Taísia. —Pues claro que cuidaré, me hará compañía, ¿qué otra cosa tengo ahora jubilada? Marchad, que aquí nos apañamos con la pequeña —respondía la madre. —¡Bien, abuela! Nos lo vamos a pasar genial juntas, iremos mucho al parque, ¡mis padres nunca tienen tiempo! —se alegraba la nieta. Tras dar el desayuno a la niña y enviarla al colegio, Taísia se ocupó de las tareas del hogar; el tiempo voló sin darse cuenta. —Iré a la tienda, y así cuando Varya vuelva del cole le tengo algo dulce como le prometí por sus buenas notas —pensaba mientras salía del piso. Al salir al portal, ya estaban dos vecinas en el banco, con almohaditas bajo ellas para no sentir el frío aún persistente. Semenovna, una mujer de edad indefinida —setenta, puede que más— nunca revela su año de nacimiento. Vive sola en la primera planta. Valentina, la otra, es una lectora empedernida de setenta y cinco, sonriente, ruidosa, vital y justo lo opuesto a Semenovna, que siempre está quejándose de todo. En cuanto se va la nieve y el sol calienta, ese banco no queda vacío; siempre hay alguien acomodado. Semenovna y Valentina son sus habitantes más asiduos, llegan por la mañana y se van sólo para comer y regresar luego. Saben todo de todos; ni una mosca pasa desapercibida. A veces Taísia también se sienta con ellas, comentan noticias, revistas, programas de televisión y, cuando toca, Semenovna relata sus penas con el tensiómetro. —¡Hola, chicas! —saluda alegre Taísia—, ya os veo en vuestro puesto. —Hola, Taísa, al pie del cañón, que si no nos ponen falta. ¿Vas a la tienda, verdad? —dictamina Semenovna al ver la bolsa en sus manos. —Justo eso, antes de que vuelva Varya del cole, para traerle algún capricho por sus sobresalientes —se despide Taísia y marcha. El día pasa normal: recibe a su nieta, la alimenta, la niña se pone con los deberes y Taísia se dedica a sus cosas, luego ve la tele. —Abu, ¡me voy a baile! —oye luego. Varya ya está lista con la mochila y el móvil en la mano. Lleva seis años bailando, le encanta y no para de hacer presentaciones en fiestas y eventos. Taísia está muy orgullosa de su bella nieta. —Vale, mi vida, corre —le responde cariñosa y la acompaña hasta la puerta. Ya sentada al atardecer en el banco esperando a su nieta de danza, Taísia se encuentra con el vecino del segundo, don Egor Ilich. —¿Sola, Taísia? —se acerca Egor. —¿Quién puede aburrirse con esta primavera? El día está precioso. —Claro, el sol calienta, los pájaros trinan, todo reverdece y el amarillo de los dientes de león parece un manto. Esas flores parecen pequeños soles —sonríe el vecino, y Taísia asiente. En ese momento, Varya salta por detrás y se cuelga del cuello de la abuela gritando: —¡Guau, guau! —¡Ay, qué susto! Así se muere una de un infarto —ríe Taísia. —Je, no digas eso, aún no es la hora —dice el vecino, dándole una amable palmadita. —Anda, revoltosa, te he rallado zanahoria con azúcar para reponerte del baile, y unas de tus croquetas favoritas —le invita la abuela con dulzura. Egor se despide, diciendo: —Después salid un rato, que me habéis abierto el apetito hablando de croquetas. Saldré a pasear; igual coincidimos. —No prometo nada, aún hay mucho que hacer, ya veremos… Finalmente, Taísia sale esa noche al banco y Egor ya está esperándola; las otras dos vecinas ya se han ido a cenar. Desde entonces, los encuentros entre Taísia y Egor se hicieron frecuentes, también paseaban juntos al parque cercano, leían la prensa, compartían recetas e historias. La vida de Egor había sido dura. En su día tuvo esposa, hija y un nieto, pero pronto quedó viudo y crió solo a su hija como pudo, trabajando en dos empleos para que no le faltara de nada. El tiempo con ella, también escaso; salía antes de que ella se levantase, volvía cuando ya dormía. La hija, al crecer, se casó y se fue a otra ciudad; tuvo un hijo y su relación se fue enfriando, las visitas escasas, y siempre distantes. Tras quince años, se divorció y crió al nieto sola. —Taísa, mi hija ha llamado, viene en dos días. Hace años que casi no hablamos —confesó Egor, que ya trataba de tú a Taísia y se contaban todo. —Quizá añora volver a la familia en estos años —sugirió ella. —No sé yo… La hija, Vera, apareció. Igual de áspera y seria, y Egor notó que venía a hablar de algo importante, y no tardó en decirlo: —Papá, vengo por un asunto: vamos a vender tu piso y te mudas con nosotros. Estarás más animado junto al nieto —propuso con tono decidido. Pero Egor no quería perder su casa ni su independencia, y rechazó la idea, alegando que prefería vivir solo. Vera insistía, y al saber la amistad entre su padre y Taísia, fue a visitarla. Al llegar, tras unas palabras corteses y un té, expuso: —Veo que es usted muy amiga de mi padre, ¿podría convencerle de ayudarme con un asunto? —¿Y cuál es ese asunto? —Que venda el piso… ¿Para qué quiere tanto espacio solo? ¿No puede pensar en los demás? —terminó tajante. Taísia, sorprendida por la actitud interesada de Vera, se negó. Vera la acusó de querer el piso para sí y su nieta, que todo era una estrategia, chillando y llamándola “vieja bruja” antes de marcharse enfurecida. Taísia quedó inquieta, temiendo que los vecinos hubiesen oído los gritos. Pronto Vera se fue, y Taísia empezó a evitar a Egor, esquivándolo cada vez que lo veía. Pero por más que se escondiera, la vida pone todo en su sitio. Un día, volviendo de la tienda, encontró a Egor sentado en el portal, esperándola con un ramo de dientes de león, tejiendo una corona. —Taísia, no huyas —le pidió—, siéntate un momento. Perdona a mi hija, sé todo lo que ocurrió. Hablamos seriamente, y aunque ayudaré a mi nieto, ella… ella no entiende. Ya ha dicho que no tiene más padre. —Alargando la corona, añadió—: Toma, y además he preparado mermelada de dientes de león, está riquísima y es muy sana, tienes que probarla. También van genial en ensalada —sonrió. Tras aquella charla sobre las virtudes de los dientes de león, prepararon juntos una ensalada y Taísia probó el dulce. Le encantó. Al anochecer volvieron al parque: —Tengo el último número de nuestra revista favorita, lo leemos bajo la sombra de nuestro tilo —propuso Egor. Taísia se acomodó y se rieron, charlaron, y se olvidaron de todas las penas. Estaban a gusto juntos. Gracias por leerme, por suscribirte y por tu apoyo. ¡Te deseo mucha suerte en la vida!

Mermelada de diente de león

Se terminó el invierno, ese invierno blandito y blanco, que este año ni frío de verdad trajo, pero ya resultaba más pesado que un día de procesión. Lo que apetecía era ver hojas verdes, flores por todas partes y, de paso, quitarse la chaqueta gorda que llevaba meses pegada al cuerpo.

A una ciudad de provincia pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce en la carnicería, llegó la primavera. Carmen adora la primavera, espera el renacer de la naturaleza año tras año, y por fin había llegado. Miraba desde su ventana, en el tercer piso:

Con estos días tan soleados parece que la ciudad despierta del letargo invernal. Hasta los coches suenan distinto, y el mercado tiene más marcha. La gente sale con abrigos de colores, corre de aquí para allá, y los pájaros en la mañana empiezan su concierto antes que el despertador. Ay, qué bien se está en primavera ¡y en verano ni te cuento!

Carmen lleva años viviendo en ese bloque de cinco pisos, ahora está con su nieta, Estrella, que cursa cuarto de primaria. Sus padres, médicos ambos y adictos a los contratos raros, se marcharon el año pasado a trabajar a Guinea Ecuatorial y dejaron a Estrella con la abuela.

Madre, te confiamos a nuestra Estrellita, no vamos a arrastrarla allá. Sabemos que va a estar como reina contigo le decía su hija a Carmen.

Por supuesto, claro que sí, me vendrá bien tener compañía, que entre el cobro de la pensión y ver novelas turcas, ya me estaba aburriendo. Id tranquilos, que nosotras ya nos apañamos respondía la madre.

¡Bien, abuela! Ahora sí vamos a vivir, nos vamos mucho al parque, que los papás nunca tienen tiempo y yo les importo lo justo se alegraba la nieta.

Tras preparar el desayuno y enviar a Estrella al cole, Carmen se puso con sus cosas y el tiempo se le pasó volando.

Voy al súper, y así cuando vuelva estará Estrella de vuelta pensaba mientras recogía la bolsa de la compra.

Al salir del portal, ya estaban dos vecinas ocupando el banco con sus cojines, porque aún estaba frío y ya sabemos que el reuma no perdona. Doña Eloísa sola como una aceituna sin hueso, edad indefinida, quizás setenta y pico, o más siempre lleva en secreto su año de nacimiento y vive en un minipiso en la planta baja. Doña Rosalía, también sola, con setenta y cinco vividos y recorridos leída y parlanchina, con más historias que el Archivo de Indias es todo lo contrario: donde está Eloísa quejándose de todo, Rosalía se ríe de cualquier cosa.

Cuando empieza a notarse el calorcillo del sol, ese banco nunca está vacío; quien no es una, es la otra, y ambas son las jefas de la zona, nada se les escapa.

A veces Carmen también se sienta con ellas. Ahí se ponen a repasar las noticias, lo que sale en la tele o en el Hola, y Eloísa nunca falla hablando de su tensión.

¡Hola, chicas! sonrió Carmen, ya apostadas en el puesto de vigilancia, veo.

Buenas, Carmela, aquí estamos, que nos vigilan como si fuéramos vigilantes de seguridad. ¿Vas al súper, eh? dijo Eloísa en su tono de sargento, viendo la bolsa.

Sí, que quiero comprarle algo dulce a Estrella por sus buenas notas respondió Carmen, sin entretenerse mucho.

El día transcurrió como de costumbre; recogió a Estrella del colegio, le dio la merienda, hizo los deberes y Carmen pudo ver un rato su novela.

¡Abuela, me voy a danza! escuchó desde el pasillo.

Ya estaba Estrella con la mochila y el móvil. Lleva seis años en clases de baile, le encanta y se luce en todas las fiestas del colegio, para orgullo de la abuela.

Vale, mi niña, ve tranquila dijo Carmen y la acompañó hasta la puerta.

Luego Carmen se sentó sola en el banco frente al portal, esperando que volviera Estrella.

¿Meditando, Carmen? se acercó Don Antonio, el vecino del segundo, con pinta de jubilado entusiasta.

Pero cómo se puede aburrir en un día así, hombre ¡La primavera se nota hasta en los huesos! respondió ella.

Sí, el sol que calienta, los pájaros dándolo todo, y todo está lleno de flores, sobre todo dientes de león, parecen pequeños soles comentaba Antonio y Carmen le daba la razón.

Justo en ese momento apareció Estrella por la espalda, saltando sobre la abuela y soltando un:

Guau, guau

¡Pero qué trasto! Menudo susto me has dado, casi me infarto se reía Carmen.

Ay, Carmen, aún no es nuestro tiempo bromeó Don Antonio, dándole una palmada en el hombro.

Anda, ven, que te he puesto zanahoria rallada con azúcar, seguro vienes muerta después de bailar, y tus croquetas favoritas la llamó con cariño.

Don Antonio también se levantó tras ellas.

¿Ya te vas? preguntó Carmen, sorprendida.

Con lo que has dicho de las croquetas, me ha entrado un hambre Mejor me voy a picar algo. Y luego, si sales al banco, igual damos un paseo respondió Antonio.

No prometo nada, tengo lío pero veremos.

Al final, Carmen salió por la tarde al banco; Don Antonio ya estaba esperándola, y ni rastro de las jefas del barrio.

Eloísa y Rosalía acaban de ir a cenar dijo Antonio, encantado de la vida.

Desde ese día, Carmen y el vecino comenzaron a verse más. A veces cruzaban el parque de enfrente, leían juntos el periódico, cotilleaban las recetas y los famosos, compartiendo batallitas del pasado.

Don Antonio no había tenido mucha suerte en lo personal; su mujer falleció joven, dejó una hija, Violeta, a la que crió como pudo. Trabajaba en dos sitios para que a Violeta nada le faltara, pero apenas veía a la niña despierta.

Violeta creció, se casó, se mudó lejos y tuvo un hijo. Volvió a visitar a su padre un par de veces, pero tampoco con muchas ganas. Se divorció tras quince años, y crió a su hijo sola.

Carmen, me ha llamado mi hija, viene en un par de días No sé qué le habrá dado ahora, hace mil años que no hablamos confesó Antonio, con la confianza de los buenos amigos.

Quizás necesita calorcito familiar, cuando los años pesan más le sugirió ella.

No sé tengo mis dudas.

Al final Violeta vino, tan fría y escasa de sonrisas como siempre. Antonio temía la charla tensa, y acertó.

Papá, he venido a hablar en serio empezó Violeta. Vende tu piso y vente a vivir con nosotros, con el nieto, te será más alegre le soltó sin anestesia y con aire de directora financiera.

A Antonio no le apetecía dejar su casa, ni irse de Madrid a Zaragoza bajo la vigilancia de una hija poco cariñosa. Así que se negó, diciendo que estaba mejor solo.

Violeta no se iba a rendir. Se enteró que el padre hacía buena amistad con Carmen y fue a visitarla. Entró bien educada, Carmen puso té, pastas y mermelada.

Dime, Violeta sonrió Carmen.

Veo que se llevan ustedes muy bien. ¿Podría convencer a mi padre de una cosilla importante?

¿Qué cosa?

Que venda el piso ¿No ve que es absurdo que tenga tantos metros para él solo? Hay que pensar en los demás acabó de sopetón.

A Carmen le chocó lo directa y calculadora que era Violeta y respondió que no. En ese momento, a Violeta parecía que la poseía un demonio, se puso roja como un tomate y chilló en pleno portal:

¡Ajá! ¡Ya entiendo! Querrá quedárselo usted y hacerle el regalo de boda a la nieta Desde luego, jugar de tortolitos en el banco, hablar de las bondades del diente de león ¡Anda que no! Seguro que ya han pedido hora en el registro civil. Que sepa que no les va a salir, ¡ni que lo intente! y, cambiando al tuteo, soltó. ¡No te va a salir nada, vieja bruja! dio el portazo como si estuviera rodando una peli de Almodóvar.

A Carmen se le quedó mal cuerpo, temía que los vecinos hubiesen oído la bronca. Pero poco después Violeta se largó de vuelta a Zaragoza. Desde entonces, Carmen evitaba a Antonio, y si lo veía, apuraba el paso y se metía en casa como quien huye del cobrador del frac.

Merendando té con mermelada de diente de león

Pero por mucho que corras, la vida te alcanza. Un día, volviendo del supermercado, Carmen vio a Antonio en el banco del portal, esperándola con un ramo de dientes de león, ya casi había trenzado una corona.

Carmen, no huyas, hombre, siéntate un minuto. Perdón por mi hija, sé que vino a verte y te soltó de todo. Ya la conozco Hemos hablado mucho, sigo ayudando a mi nieto, y ella bueno, ella es así. Se fue diciendo que ya no tiene padre. Yo guardó silencio y le dio la corona mal rematada de dientes de león. Toma, además, hice mermelada de diente de león, tienes que probarla, dicen que es sanísima. Y también queda bien en ensalada sonrió.

Después de esa charla botánica, prepararon juntos una ensalada. Carmen tomó el té con la mermelada, le gustó tanto que repitió. Por la tarde se fueron al parque, como siempre.

Tengo la nueva edición de nuestro revista favorita, hoy la leemos bajo la sombra de nuestra tilia, en el banco de siempre dijo Antonio, señalando el sitio.

Carmen se sentó, los dos acabaron riéndose, la charla fluyó y se olvidaron del mundo y sus líos. Así, juntos, se está mucho mejor.

Gracias por leer, compartir y seguirme. ¡Que la vida les sea leve!

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MagistrUm
Mermelada de diente de león Se acabó el invierno nevado, este año no hubo grandes heladas, una temporada suave y blanca. Pero también acaba cansando, y ya apetece ver hojas verdes, mil colores y poder guardar la ropa de abrigo. A una pequeña ciudad de provincias ha llegado la primavera. Taísia adora esta estación, espera con ilusión el despertar de la naturaleza y, al fin, lo ha alcanzado. Mirando por la ventana desde el tercer piso, pensaba: —Con los días templados de primavera parece que la ciudad ha despertado de su largo letargo invernal. Hasta los coches rugen distinto y el mercado se anima. La gente vistiendo chaquetas y abrigos llamativos camina de aquí para allá, por las mañanas los pájaros nos despiertan antes que el despertador. Ay, qué bonito es en primavera, pero mejor aún en verano… Taísia lleva años viviendo en este bloque de cinco plantas, ahora vive sola con su nieta, Varya, que cursa cuarto de primaria. Hace un año los padres de Varya se marcharon a trabajar por contrato a África —son médicos ambos— y dejaron a su hija a cuidado de la abuela. —Mamá, te confiamos a nuestra Varya, no la vamos a arrastrar hasta allí, sabemos que cuidarás de tu querida nieta —le decía la hija de Taísia. —Pues claro que cuidaré, me hará compañía, ¿qué otra cosa tengo ahora jubilada? Marchad, que aquí nos apañamos con la pequeña —respondía la madre. —¡Bien, abuela! Nos lo vamos a pasar genial juntas, iremos mucho al parque, ¡mis padres nunca tienen tiempo! —se alegraba la nieta. Tras dar el desayuno a la niña y enviarla al colegio, Taísia se ocupó de las tareas del hogar; el tiempo voló sin darse cuenta. —Iré a la tienda, y así cuando Varya vuelva del cole le tengo algo dulce como le prometí por sus buenas notas —pensaba mientras salía del piso. Al salir al portal, ya estaban dos vecinas en el banco, con almohaditas bajo ellas para no sentir el frío aún persistente. Semenovna, una mujer de edad indefinida —setenta, puede que más— nunca revela su año de nacimiento. Vive sola en la primera planta. Valentina, la otra, es una lectora empedernida de setenta y cinco, sonriente, ruidosa, vital y justo lo opuesto a Semenovna, que siempre está quejándose de todo. En cuanto se va la nieve y el sol calienta, ese banco no queda vacío; siempre hay alguien acomodado. Semenovna y Valentina son sus habitantes más asiduos, llegan por la mañana y se van sólo para comer y regresar luego. Saben todo de todos; ni una mosca pasa desapercibida. A veces Taísia también se sienta con ellas, comentan noticias, revistas, programas de televisión y, cuando toca, Semenovna relata sus penas con el tensiómetro. —¡Hola, chicas! —saluda alegre Taísia—, ya os veo en vuestro puesto. —Hola, Taísa, al pie del cañón, que si no nos ponen falta. ¿Vas a la tienda, verdad? —dictamina Semenovna al ver la bolsa en sus manos. —Justo eso, antes de que vuelva Varya del cole, para traerle algún capricho por sus sobresalientes —se despide Taísia y marcha. El día pasa normal: recibe a su nieta, la alimenta, la niña se pone con los deberes y Taísia se dedica a sus cosas, luego ve la tele. —Abu, ¡me voy a baile! —oye luego. Varya ya está lista con la mochila y el móvil en la mano. Lleva seis años bailando, le encanta y no para de hacer presentaciones en fiestas y eventos. Taísia está muy orgullosa de su bella nieta. —Vale, mi vida, corre —le responde cariñosa y la acompaña hasta la puerta. Ya sentada al atardecer en el banco esperando a su nieta de danza, Taísia se encuentra con el vecino del segundo, don Egor Ilich. —¿Sola, Taísia? —se acerca Egor. —¿Quién puede aburrirse con esta primavera? El día está precioso. —Claro, el sol calienta, los pájaros trinan, todo reverdece y el amarillo de los dientes de león parece un manto. Esas flores parecen pequeños soles —sonríe el vecino, y Taísia asiente. En ese momento, Varya salta por detrás y se cuelga del cuello de la abuela gritando: —¡Guau, guau! —¡Ay, qué susto! Así se muere una de un infarto —ríe Taísia. —Je, no digas eso, aún no es la hora —dice el vecino, dándole una amable palmadita. —Anda, revoltosa, te he rallado zanahoria con azúcar para reponerte del baile, y unas de tus croquetas favoritas —le invita la abuela con dulzura. Egor se despide, diciendo: —Después salid un rato, que me habéis abierto el apetito hablando de croquetas. Saldré a pasear; igual coincidimos. —No prometo nada, aún hay mucho que hacer, ya veremos… Finalmente, Taísia sale esa noche al banco y Egor ya está esperándola; las otras dos vecinas ya se han ido a cenar. Desde entonces, los encuentros entre Taísia y Egor se hicieron frecuentes, también paseaban juntos al parque cercano, leían la prensa, compartían recetas e historias. La vida de Egor había sido dura. En su día tuvo esposa, hija y un nieto, pero pronto quedó viudo y crió solo a su hija como pudo, trabajando en dos empleos para que no le faltara de nada. El tiempo con ella, también escaso; salía antes de que ella se levantase, volvía cuando ya dormía. La hija, al crecer, se casó y se fue a otra ciudad; tuvo un hijo y su relación se fue enfriando, las visitas escasas, y siempre distantes. Tras quince años, se divorció y crió al nieto sola. —Taísa, mi hija ha llamado, viene en dos días. Hace años que casi no hablamos —confesó Egor, que ya trataba de tú a Taísia y se contaban todo. —Quizá añora volver a la familia en estos años —sugirió ella. —No sé yo… La hija, Vera, apareció. Igual de áspera y seria, y Egor notó que venía a hablar de algo importante, y no tardó en decirlo: —Papá, vengo por un asunto: vamos a vender tu piso y te mudas con nosotros. Estarás más animado junto al nieto —propuso con tono decidido. Pero Egor no quería perder su casa ni su independencia, y rechazó la idea, alegando que prefería vivir solo. Vera insistía, y al saber la amistad entre su padre y Taísia, fue a visitarla. Al llegar, tras unas palabras corteses y un té, expuso: —Veo que es usted muy amiga de mi padre, ¿podría convencerle de ayudarme con un asunto? —¿Y cuál es ese asunto? —Que venda el piso… ¿Para qué quiere tanto espacio solo? ¿No puede pensar en los demás? —terminó tajante. Taísia, sorprendida por la actitud interesada de Vera, se negó. Vera la acusó de querer el piso para sí y su nieta, que todo era una estrategia, chillando y llamándola “vieja bruja” antes de marcharse enfurecida. Taísia quedó inquieta, temiendo que los vecinos hubiesen oído los gritos. Pronto Vera se fue, y Taísia empezó a evitar a Egor, esquivándolo cada vez que lo veía. Pero por más que se escondiera, la vida pone todo en su sitio. Un día, volviendo de la tienda, encontró a Egor sentado en el portal, esperándola con un ramo de dientes de león, tejiendo una corona. —Taísia, no huyas —le pidió—, siéntate un momento. Perdona a mi hija, sé todo lo que ocurrió. Hablamos seriamente, y aunque ayudaré a mi nieto, ella… ella no entiende. Ya ha dicho que no tiene más padre. —Alargando la corona, añadió—: Toma, y además he preparado mermelada de dientes de león, está riquísima y es muy sana, tienes que probarla. También van genial en ensalada —sonrió. Tras aquella charla sobre las virtudes de los dientes de león, prepararon juntos una ensalada y Taísia probó el dulce. Le encantó. Al anochecer volvieron al parque: —Tengo el último número de nuestra revista favorita, lo leemos bajo la sombra de nuestro tilo —propuso Egor. Taísia se acomodó y se rieron, charlaron, y se olvidaron de todas las penas. Estaban a gusto juntos. Gracias por leerme, por suscribirte y por tu apoyo. ¡Te deseo mucha suerte en la vida!