Hace ya muchos años, perdí las ganas de ayudar a mi suegra cuando supe lo que había hecho. Sin embargo, tampoco pude abandonarla.
Recuerdo que siempre he tenido dos hijos. Mis hijos tienen padres diferentes. La mayor es mi hija. Carmen tiene ahora dieciséis años. Su padre le pasa la pensión y está siempre pendiente de ella. Aunque mi primer marido se casó de nuevo y en ese segundo matrimonio tuvo dos hijos más, nunca se olvida de Carmen ni falla a sus compromisos.
En cambio, mi hijo no ha tenido tanta suerte. Hace dos años, mi segundo marido cayó gravemente enfermo y al cabo de tres días falleció en el hospital. Ha pasado ya un tiempo, y aún me cuesta creer que se haya ido para siempre. Muchas veces, por las tardes, me parece oír la puerta y pienso que va a entrar, a sonreírme y a desearme buen día. Y entonces, se me escapan las lágrimas durante todo el día.
La madre de mi difunto marido, Mercedes, me acompañó y sostuvo como solo una madre puede hacerlo. No fue tampoco sencillo para ella; al fin y al cabo, mi marido era su único hijo. Nos mantuvimos unidas, apoyándonos mutuamente durante esa época tan oscura. Solíamos llamarnos a menudo, visitarnos, y casi siempre terminábamos hablando de él y recordando tiempos mejores.
Hubo un momento en el que incluso pensamos en vivir juntas, pero Mercedes cambió de idea en el último instante. Así pasaron siete años, y siempre mantuve con mi suegra una relación magnífica, podría decirse que éramos amigas de verdad.
Aún tengo presente aquella vez en la que me quedé embarazada y mi suegra, sin venir mucho a cuento, mencionó el tema de la prueba de paternidad. Había estado viendo un programa en la televisión sobre un hombre que había criado a un hijo ajeno durante años y se enteró años después de la verdad. Me indigné enseguida y respondí:
Si un hombre duda sobre si el hijo es suyo, será un padre ausente y sólo cumplirá los domingos.
Mercedes me aseguró que confiaba en que mi embarazo fuese de su hijo. En el fondo estaba segura de que cuando naciera el niño, mi suegra insistiría en hacer la prueba de paternidad, pero en realidad no volvió a mencionar el asunto.
Este verano, Mercedes enfermó gravemente y su salud empeoró de forma alarmante. Entonces, decidimos que lo mejor era que viviera cerca de nosotros. Buscamos un agente inmobiliario con la idea de comprarle un piso cerca de mi casa.
Justo cuando estábamos en medio de todos estos preparativos, Mercedes fue ingresada en el hospital y necesitábamos el certificado de defunción de su marido para los trámites de la inmobiliaria. Como ella no podía ir, fui yo a su casa a buscarlo. Empecé a revolver en una carpeta de papeles para encontrar el dichoso documento.
De pronto, mientras buscaba, me topé con un papel inesperado. Era una prueba de paternidad. Descubrí así, de golpe, que cuando mi hijo tenía tan sólo dos meses, mi suegra le hizo la prueba, y que ésta confirmó que realmente era hijo de mi marido.
Me sentí traicionada, dolida. ¡Resulta que nunca confió en mí! No me lo callé, y fui a decírselo a Mercedes. Ahora ella me pide disculpas y dice que se arrepiente enormemente de su decisión, que fue una locura. Pero yo no consigo tranquilizarme. Siento que se rompió algo entre nosotras, algo de confianza y calor que jamás volverá a ser igual, después de tantos años de silencio.
Ahora, no tengo esas ganas de ayudarla. Pero también sé que no tiene a nadie más en el mundo que la pueda cuidar.
No quiero privar a mi hijo de su abuela, y seguiré ayudando a Mercedes. No obstante, me temo que el vínculo de confianza y complicidad entre nosotras se ha perdido para siempre…







