Ayer
¿Pero dónde pones esa ensaladera? ¡Te tapa toda la tabla de los embutidos! Y mueve las copas, que ahora viene Pablo. Ya sabes que necesita espacio para sus aspavientos cuando habla.
Víctor andaba de aquí para allá poniendo los cristales sobre la mesa y casi tirando los tenedores. Helena suspiró fuerte, limpiándose las manos en el delantal. Llevaba desde la mañana pegada a los fogones, las piernas le dolían como si fueran de plomo y tenía la espalda hecha polvo, justo bajo los omoplatos, como siempre. Pero no había tiempo para quejarsehoy venía el invitado estrella: Pablo, el hermano menor de su marido.
Tranquilízate, Víctor le pidió ella, intentando que su voz sonara calmada. La mesa está perfecta. Dime mejor si compraste pan de pueblo. Que la última vez Pablo se quejó de que solo teníamos barra, y claro, él con el régimen…
Lo tengo, lo tengo, pan de centeno como le gusta, con semillas de anís y salió disparado hacia la panera. ¿Y la carne, Helena? ¿Seguro que está lista? Ya sabes cómo es, que se las da de experto y de restaurantes, que un filete cualquiera no le impresiona.
Helena apretó la boca. Por supuesto que lo sabía. Pablo, cuarenta tacos y soltero, que se autodenominaba artista independiente y en realidad vivía de chapuzas y la ayuda de la madre, iba de gourmet por la vida. Cada visita suya era para Helena un examen al que sabía que estaba condenada a suspender.
He hecho una pierna de cerdo al horno con salsa de miel y mostaza. La compré en el mercado, carne de calidad, veintiocho euros el kilo. Si ni eso le gusta, me doy por vencida.
Pero no empieces ya… se quejó Víctor. Que el chaval no ha bajado en medio año, viene con ganas de sobremesa. Hazlo por mí, ¿vale? Está pasando una época rara, dice que busca su sitio.
Su sitio lo busca, sí… a ver si le cae algo de dinero. Pensó Helena sin decir nada. Víctor adoraba a su hermano, le tenía por un incomprendido y se ofendía a la mínima crítica.
El timbre sonó a las siete en punto. Helena se quitó el delantal, se arregló el pelo delante del espejo del recibidor y se puso su sonrisa de guardia. Víctor fue directo a la puerta, resplandeciente como un botijo nuevo.
¡Pablito! ¡Hermano! ¡Por fin!
En la puerta, Pablo lucía con su gabardina abierta, bufanda tirada al hombro y barba de tres días pensando soy muy cool. Abrazaba a Víctor mientras sólo le daba unas palmaditas en la espalda.
Helena miró sus manos. Vacías. Ni una caja de bombones, ni siquiera una mísera ramita de flores. El hombre llega, tras medio año sin aparecer, a una mesa llena de manjares, y con las manos tal cual. Ni una chocolatina para los niños, que por suerte hoy estaban en casa de la abuela.
Hola, Helena le saludó, entrando sin descalzarse y observando el pasillo. ¿Habéis renovado el papel? El color es… bueno, como de clínica, no sé. Como sea, mientras os guste…
Buenas tardes, Pablo respondió ella con contención. Lávate las manos, que te he puesto zapatillas nuevas.
No, yo no uso zapatillas ajenas, que seguro pillo hongos objetó él. En calcetines estoy bien. Confío en que el suelo esté limpio.
Helena sintió cómo la irritación subía por dentro. Había fregado el suelo dos veces hoy.
Limpísimo, Pablo. Anda, pasa al salón.
Se sentaron. La mesa era de fiesta: mantel blanco, servilletas elegantes, tres tipos de ensaladas, embutidos y quesos, huevas rojas, setas en escabeche que Helena había preparado en otoño. En el centro, la carne recién sacada del horno.
Pablo se apoyó como rey en la silla, mirando todo aquello. Víctor, normalmente tranquilo, abrió una botella de brandy español, de cinco años, que había comprado solo para la ocasión.
¡Por el reencuentro! brindó Víctor mientras servía.
Pablo giró la copa entre los dedos, la miró a la luz y olfateó.
¿Brandy español? hizo una mueca. Vaya. Yo prefiero el francés, mucho más fino, esto sabe demasiado a alcohol fuerte. Pero bueno… a caballo regalado…
Se lo tomó de un trago y fue directo a la tabla de ibéricos. Helena vio cómo elegía el lomo más caro.
Sírvete, Pablo le invitó, acercándole la ensaladera. Esta es con gambón y aguacate, receta nueva.
El invitado tomó una gamba con la punta del tenedor, acercándola a los ojos como si fuese una joya.
¿Congeladas, no? sentenció.
Pues claro, aquí no estamos en la costa. Compré las grandes en el súper.
Esto es goma declaró, dejando la gamba en la ensalada. Helena, te pasaste de cocción. La gamba, dos minutos en agua hirviendo, ni más ni menos. Y el aguacate aún está verde, cruje.
Víctor se quedó parado, tenedor en alto.
Que no, hombre, está buenísimo. Yo lo probé y está genial.
No tienes paladar, Víctor. Si te conformas con lo de siempre, nunca sabrás lo que es la buena gastronomía. Yo el otro día estuve en la inauguración de un restaurante y me sirvieron ceviche de vieira, eso sí tenía textura. Aquí… ¿el aliño es casero?
Helena sintió el sofoco. El aliño era de bote, el que siempre usaba, por falta de tiempo.
De supermercado respondió seca.
Vaya exhaló Pablo como si hubiese recibido un parte médico. Vinagre, conservantes y almidón. Una bomba venenosa. Venga, dame tu carne. Ojalá eso sea mejor.
Sin mediar palabra, Helena le sirvió un buen trozo de la pierna de cerdo, con salsa y patatas al romero. El aroma era para dejarte sin palabras, pero Pablo era de los que no se dejan. Masticó mirando al techo, mientras Helena y Víctor esperaban el veredicto.
Está seco dijo finalmente. Y la salsa tiene demasiada miel, demasiado dulce. La carne es carne, Helena, no postre. Y el macerado, escaso. Hay que dejarla en kiwi o agua con gas una noche entera.
La dejé marinando toda la noche, con especias y mostaza le respondió Helena, muy bajito. Siempre gusta a todos.
Todos es relativo. A tus amigas del trabajo que sólo comen dulces igual sí. Pero yo opino objetivamente. Se puede comer, con hambre, pero para disfrutar nada.
Apartó el plato casi intacto y fue a por las setas.
¿Las setas son caseras? ¿O chinas, de lata?
Caseras dijo Helena entre dientes. Cogidas y preparadas por nosotros.
Pablo se llevó una a la boca y frunció el ceño.
Mucho vinagre, te vas a irritar el estómago. Y de sal, también te pasaste. ¿Estás enamorada, que lo echas todo tan salado? rió satisfecho de sí mismo. Víctor, cuidado con la tensión, que con esta dieta no llegas al verano.
Víctor soltó una risa nerviosa.
Están bien, Pablo. De aperitivo con un chupito, estupendas. Va, pon otra copa.
Brindaron. Pablo empezaba a colorarse, aflojó la bufanda pero el abrigo ni tocarlo, como si no pensara quedarse mucho y nos hacía el favor con su visita.
Oye, ¿no hay huevas buenas? Éstas parecen menudas, mucha piel, ¿era una oferta?
Es huevas de salmón, Pablo no pudo evitar responder Helena, la voz temblando. Nos costó sesenta euros el kilo, y sólo la compramos para ti. Nosotros ni la probamos, por ahorrar.
Ahorrar en comida es lo peor añadió Pablo, empujando otro canapé de hueva mala. Somos lo que comemos. Yo nunca compro embutido barato. Prefiero ayunar. Pero veo que llenáis la nevera de ofertas y luego os quejáis de la energía y el color de cara.
Helena miró a Víctor; él, los ojos hundidos en su plato, mascaba para esquivar el momento. Su silencio dolía más que la crítica de Pablo. Se volvía a hacer el avestruz con tal de no pelear con su adorado hermanito.
Oye, Víctor, dime la verdad. ¿La carne te parece seca?
Víctor tragó en seco.
Eh… no, Helena, está buenísima. Vamos, de lujo. Pero Pablo se fija en todo, él tiene más paladar…
Claro, más paladar Helena dejó el tenedor sobre el plato a propósito, produciendo un tintineo. O sea, el mío debe ser bruto y mi mano torpe, y mi cocina una ruina.
No empieces con la histeria, Helena bufó Pablo. Yo sólo te hago crítica constructiva, para que mejores. Deberías darme las gracias. Estás malacostumbrada porque Víctor se lo come todo y no te exige.
¿Que te dé las gracias? repitió Helena, incrédula.
Se levantó de la mesa. La silla chirrió con rabia.
¿A dónde vas, Helena? preguntó Víctor, preocupado. Si todavía no hemos ni empezado…
Ahora vengo respondió con una voz extraña. Voy a por el postre. Ya se sabe que Pablo es goloso.
Fue a la cocina. Encima de la encimera estaba su tarta Napoleón, hecha la noche anterior hasta las tantas: doce planchas finísimas, crema pastelera de yema casera, vainilla… Miró la tarta y luego el cubo de la basura, vacía.
Tenía las manos temblorosas, rabia contenida de años a punto de explotar. Cuantas veces ese tipo había llegado sin nada, comido, bebido, pedido dinero jamás devuelto. Cuantas veces su crítica sobre el piso, la ropa, los niños. Y Víctor, siempre callando. Es artista, sensible. Y ella, Helena, debía ser de hierro.
No tocó la tarta. Cogió la bandeja y volvió.
¿El postre? preguntó Pablo, alargándose para mirar. Por lo menos, no será un pastel industrial, ¿no?
Helena empezó a recoger platos metódicamente: primero la carne, luego la ensalada elástica, después los embutidos.
Oye, ¿qué haces? preguntó Pablo, viendo cómo desaparecían sus canapés. ¡Si aún no he terminado!
¿Para qué vas a seguir? respondió Helena, mirándole fijo. Si es todo incomible, ¿no? Carne seca, ensaladas tóxicas, gambas de goma, huevas de saldo. No puedo permitir que mi invitado se intoxique. No soy tu enemiga.
Víctor saltó de la silla.
¡Helena, por favor! ¿Pero qué haces? ¡Devuelve la comida!
No, Víctor. El circo es tener a alguien que llega a casa con las manos vacías, come de lo que nos hemos gastado casi un tercio del sueldo, y encima me pone a caldo.
¡Yo no te puse a caldo! gritó Pablo, ya con la cara roja. ¡Sólo di mi opinión! ¡Aquí es libre de decir lo que uno piensa!
Exacto Helena seguía apilando platos. Pero también es libre de decidir a quién alimenta. Dijiste que prefieres pasar hambre antes que comer algo malo. Lo respeto. Pasa hambre.
Se giró y se llevó toda la comida a la cocina. Se hizo el silencio.
¿Estás loca? susurró Víctor, que corrió tras ella. Me dejas fatal delante de mi hermano. ¡Devuelve la comida! ¡Pídele perdón!
Helena apoyó la bandeja y lo miró. Ni una lágrima, solo fría determinación.
¿Yo te avergüenzo? ¿Y tú cuando asentías y me dejabas humillar, te avergonzabas? ¿Eres hombre o guante de cocina, Víctor? Ha devorado las huevas más caras en cinco minutos, diciendo que son malas. ¿Tú alguna vez las has comprado para mí? No. Lo mejor, siempre al invitado. Y el invitado, nos pisa.
¡Es mi hermano! ¡De sangre!
¿Y yo qué soy? ¿La que te lava, te cocina, te limpia? Que ayer me tiré media noche en la cocina solo por esto. Y solo para que me digan que soy torpe. Si vuelves a ponerme delante de él, te estampas el Napoleón en la cabeza. No estoy bromeando.
Víctor retrocedió, jamás había visto así a su mujer, siempre tan suave y fácil. Ahora era como una fiera.
Pablo asomó a la cocina ya con menos arrogancia y mucho despecho.
De verdad… esto yo no lo veo nunca. Yo, que vengo con ganas, y me echáis en cara hasta el pan.
¿Vienes con ganas? ¿Y qué traes? ¿Alguna vez trajiste algo a esta casa, aunque fuese un té? Solo vienes a criticar y a comer.
Es que estoy sin pasta… Son problemas temporales.
Llevas veinte años con problemas temporales. Pero tienes gabardina nueva, bufanda cara y vas de evento en evento. Para pedirle cincuenta euros a tu hermano y olvidarte de devolver, eso sí que no te falla.
¡Cállate, Helena! gritó Víctor. ¡No revises el bolsillo ajeno!
Son nuestros bolsillos le respondió. El dinero de la familia, que damos para alimentar a este gourmet.
Pablo se llevó la mano al pecho, haciendo su propia tragedia.
Se acabó, no me quedo ni medio segundo en esta casa. No esperaba que mi hermano se casara con una energúmena. No pienso volver.
Se fue, seguido por Víctor.
¡Pablo, espera! ¡No le hagas caso, Helena está mal, cosas de trabajo! Ahora se calma…
No, Víctor respondió Pablo dramático, poniéndose los zapatos encima de los calcetines. Esto no se olvida. Me voy. Ni me llames si ella no se disculpa.
Portazo.
Víctor se quedó mirando la puerta como si se hubiese cerrado el Paraíso. Volvió a la cocina, donde Helena embolsaba las sobras, tan tranquila.
¿Contenta? dijo, oscuro. Me has peleado con mi hermano.
He librado a la familia de un gorrón le respondió sin mirar. Siéntate y come, que aún está caliente. O será muy seco.
Víctor se sentó, la cabeza entre las manos.
¿Cómo pudiste hacerlo? Era un invitado…
Los invitados deben comportarse como tales, no como inspectores sanitarios. Escucha, no volveré, nunca más, a preparar nada para él. Si quieres verlo, vete tú solo, o a un restaurante. Pero paga tú la cuenta. Mi esfuerzo y dinero, para él, acabaron.
Te has vuelto dura susurró.
No, justa. Come ya, o lo guardo.
Víctor miró la carne. El estómago rugía. Cogió el tenedor con timidez, probó.
Era jugosa, se deshacía, la miel y la mostaza eran la mezcla perfecta. Increíble.
¿Qué tal está? preguntó Helena, viendo su cara de felicidad.
Muy buena… Helena, exquisita.
Lo sabía. Tu hermano es solo un envidioso necesitado de reafirmarse. Ya va siendo hora de que lo veas.
Víctor masticó pensativo. Por primera vez dudó. Recordó las manos vacías de Pablo. Su tono. Y cómo siempre se sentía mal cada vez que él criticaba.
¿Vamos a probar la tarta? preguntó al final, tímido.
Helena sonrió, por primera vez sincera esa tarde.
Si quieres. Y el té, con tomillo como te gusta.
Sacó el Napoleón, precioso y alto. Lo cortó en pedazos generosos. Cenaban solos, tomaban el té, y el ambiente se relajaba por momentos.
¿Sabes qué? comentó Víctor mientras acababa el segundo trozo, ni siquiera le llevó nada a mamá para su cumpleaños el mes pasado. Dijo que él era el mejor regalo.
Lo ves dijo Helena. Estás abriendo los ojos.
Le sonó el móvil a Víctor. Un mensaje de Pablo: *Al menos podrías haberme mandado un par de canapés, que salí con el estómago vacío. Te voy a pedir cincuenta euros por daños morales*.
Víctor lo leyó en voz alta. Pausa. Helena arqueó las cejas.
¿Vas a responderle?
Víctor pensó en Helena, la casa, el tazón de tarta, y en Pablo. Tecleó despacio: *Vete a comer a un restaurante, para eso eres todo un sibarita. Y no hay dinero.* Y pulsó bloquear.
¿Qué le has puesto? preguntó Helena.
Que nos vamos a dormir.
Helena hizo como si lo creyera, pero por el rabillo del ojo vio el móvil. Se acercó por detrás y le rodeó los hombros.
Eres un buen hombre, Víctor. Aunque tardes en darte cuenta.
Aquel día comprendieron algo importante. Para conservar la familia, a veces hay que sacar las malas hierbas, aunque sean de la misma sangre. Y la carne, aunque digan lo contrario los entendidos sin blanca, estaba de escándalo.







