La vecina tóxica —¡Ni se te ocurra tocar mis cristales! —gritó la que antes fue mi amiga.— ¡Mira tus propios ojos! ¿Te crees que no veo a quién miras? —¿Pero estás celosa o qué? —se sorprendió Tamara Borísovna.— ¡Pero mira de quién te has encaprichado! Ya sé qué te voy a regalar por Navidad: ¡una máquina para enrollar labios! —¿Y por qué no te la quedas tú? —replicó enseguida Loles.— ¿O es que con tus labios ya no puede ninguna máquina? ¿Te crees que no me doy cuenta? La señora Tamara bajó las piernas de la vieja cama y se fue a su rincón del oratorio a rezar la oración matutina. No es que fuera muy devota: algo tendría que haber allá arriba, porque alguien debe de dirigir este mundo. ¿Pero quién? Ese misterio seguía sin resolverse. A esa fuerza superior, cada cual le daba un nombre distinto: el universo, el origen de todo, ¡o, claro, el Diosito bonachón con barba blanca y aureola, sentado en su nube pensando en la gente de la Tierra! Y es que la edad de la señora Toma llevaba años de largo en la segunda mitad y rozaba ya los setenta. A esas alturas es mejor no enfadarse con el de Arriba: si no existe, no se pierde nada creyendo; pero si existe… los incrédulos lo perderán todo. Al terminar su rezo de la mañana, Toma añadió unas palabras propias: ¡cómo no! Cumplido el ritual, el alma quedó más ligera: podía empezar el nuevo día. En la vida de Tamara Borísovna había dos grandes males. Pues no, no eran ni borrachos ni carreteras malas: ¡eso ya está muy visto! Era la vecina Loles y los nietos de Toma. Con los nietos estaba claro: nuevos tiempos y nadie con ganas de hacer nada. Pero al menos ellos tenían padres: ¡que lidien con ellos! Pero con Loles, la cosa era más complicada: ¡ya era puro manual la forma en que le sacaba de quicio a su vecina! Eso solo funciona en el cine, donde los piques entre grandes estrellas parecen entrañables. ¡En la vida real son todo lo contrario! Sobre todo, cuando te buscan las cosquillas sin venir a cuento. Además, Toma tenía un amigo conocido como Pedrito-el-Motillo. Su nombre completo: don Pedro E. Cabezudo, que ya era apodo de por sí. El mote venía porque de joven Pedrito era amante de recorrer el pueblo en motillo. En vez de “moto”, él lo llamaba con gracia “motillo”. Con los años, su vieja motillo quedó arrumbada y el mote se le quedó pegado: ¡cosas del pueblo! Antes eran amigos de familias: el Motillo y su mujer, Nines; Toma y su marido. Pero sus segundas mitades ya descansaban en el cementerio local. Así que Toma seguía siendo amiga del Motillo por pura inercia: lo conocía de la escuela, y Pedro era buen amigo. En el colegio eran un trío: ella, Pedrito y Loles. Entonces eran grandes amigos, ni atisbo de flirteo. Iban siempre juntos: el apuesto caballero en medio y las dos damas, cogidas del brazo, a los lados. Parecían una taza con dos asas: de esas para que no se te caiga. ¡Por si las moscas! Con los años, la amistad cambió y acabó en hostilidad, primero de parte de Loles, y después en un odio rotundo. Como en un dibujo animado: “Últimamente tengo la sensación de que alguien me ha cambiado a mi amiga…” ¡A Loles la cambiaron! Pasó tras la muerte de su esposo: antes, todo era más soportable. Está claro, la gente cambia con los años: el tacaño, en avaro. El charlatán, en parlanchín. Y al envidioso, la envidia lo destripa. Quizá eso fue lo que le pasó a la vecina de Toma: así son las mujeres… ¡y los hombres tampoco van a la zaga! Porque había motivos para la envidia. Para empezar, Toma seguía delgada y esbelta a pesar de la edad; mientras que Loles se había convertido en todo un barrilito: “Señora, ¿dónde le hacemos la cintura?” Perdía por goleada. Además, últimamente el amigo común del cole prestaba a la vivaracha Tamara más atención que a Loles: se reían y cuchicheaban juntos, casi tocándose las cabezas canosas. Con Loles, en cambio, apenas cruzaba palabras secas. Y, para colmo, Pedrito iba más a menudo a casa de Toma que a la de Loles; ¡ella tenía casi que invitarlo a la fuerza! Quizá no era tan lista como la repelente Tomi. Ni tenía su chispa, ¡y Pedrito era de los de reírse a carcajadas! En español hay una buena palabra: “rajeta”. Para dura, la de Loles, que últimamente encontraba cualquier excusa para pelear. Primero le molestó el retrete de Tomi: decía que olía fatal. —¡Tu váter apesta! —soltó Loles. —¡Venga ya! Si lleva ahí toda la vida, ¿desde cuándo te molesta? —replicó Toma, devolviendo el golpe:— ¡Ay sí, tus operaciones te las hicieron gratis con la Seguridad Social! Y de balde, nada es bueno. —¡Ni se te ocurra hablar de mis cristales! —saltó la ex amiga.— ¡Mira tus propios ojos! ¿Te crees que no veo a quién miras? —¿Pero es que te pones celosa ahora? —dijo Toma, divertida.— ¡Mira de quién te has encaprichado! Ya sé lo que te regalaré: ¡una máquina de enrollar labios! —¿Y por qué no te la quedas? —devolvió el golpe Loles.— ¿O tus labios ya no los enrolla ni la máquina? ¿Te crees que no veo…? Sí que lo ves, sí. No era la primera vez. Y Pedrito, a quien se lo contó Toma, sugirió que tapara el pozo negro y pusiera el baño dentro de casa. Sus hijos juntaron dinero y le pusieron baño nuevo. El pozo lo cubrió Pedro de su propia mano: ¡ya está, Loles, cambia de tema y a otra cosa…! ¡No! Ahora resulta que los nietos de la vecina habían cogido peras del árbol de Loles, cuyas ramas caían sobre el terreno de Tamara. — Pensaban que eran nuestras —intentó justificarse Toma, aunque en su opinión, ni las tocaron; seguían allí tan campantes.— ¡Mira, tus gallinas escarban en mi huerto y tampoco digo nada! —¡Una gallina es tonta! ¡O ponedora o para asar, pero tonta igual! —gritó la vecina.— ¡Y a los nietos hay que educarlos, abuela! ¡No estar todo el día riendo con galanes! Total, vuelta a empezar, siempre acabando en Pedro… Los nietos recibieron bronca y, cuando pasó la época de las peras, creyeron que todo se calmaba, pero ¡no! Ahora resulta que había ramas rotas. —¿Dónde? ¡Enséñame! —pidió Toma: no había daño ninguno. —¡Aquí y aquí! —señalaba con sus dedos nudosos Loles: y las manos de Toma, tan bonitas, lisas y con dedos largos, dejaban en evidencia las suyas. Y es que las manos también forman parte de la imagen. ¡Aunque sea el pueblo! Entonces Pedrito ‘el Motillo’ propuso cortar las ramas. —¡Están en tu terreno, haz lo que quieras! —¡Va a armar un escándalo! —protestó la abuela. —¡Verás como no! No se atreverá: yo te cubro —prometió Pedro. Y tenía razón: Loles vio perfectamente a Pedrito cortando, ¡pero no dijo ni mu! Y con el árbol se acabó la historia… Pero ahora eran las gallinas de la otra las que se metían en el huerto de Toma. Ese año, Loles compró una nueva raza de gallinas. Y claro, las bichas escarbaron todas las siembras. A las peticiones para que controlara las aves, la vecina solo respondía con una sonrisa maliciosa: “Di lo que quieras, ¿qué vas a hacerme?” Una opción era atrapar un par y freírlas de forma ejemplarizante. Pero la buena de Toma no se atrevió. Fue su amigo el que, muy ingenioso, encontró una idea de internet: colocar huevos por el huerto de noche y por la mañana recogerlos a la vista. Como si las gallinas los hubieran puesto allí. ¡Funcionó! ¡Gracias, internet, por una vez! Loles se quedó perpleja viendo salir a Toma con un cuenco lleno de huevos. Y así acabaron las visitas de las gallinas al huerto ajeno. ¿Ahora sí harían las paces? ¿Eh, Loles? ¡Pues no! Lo siguiente que le molestó fue el humo y el olor de la cocina de verano de Toma. —¡Eso es! ¡Ayer no, pero hoy sí me molesta! ¡Y puede que a mí me repugne el olor a carne! Igual hasta soy vegetariana. ¡Que la propia Corte ha aprobado una ley de barbacoas! —¿Pero dónde has visto tú barbacoa? —intentó apaciguar Toma.— ¡Límpiate las gafas, hija! Toma era paciente y educada, pero ahí su paciencia colapsó. La vecina ya era un caso perdido… —¿Y si la donamos para experimentos científicos? —bromeó Toma a Pedrito mientras tomaban té.— ¡Va a acabar devorándome! De hecho, Toma había adelgazado de tanto disgusto. —¡Se atragantará! ¡No dejaré que te pase nada! —aseguró su amigo.— ¡Tengo una propuesta aún mejor! A los pocos días, una mañana radiante, Tamara escuchó una canción: —¡Toma, Toma, sal de la casa! En la puerta estaba el sonriente Pedrito: había arreglado su vieja motillo. —¿Sabes por qué estaba triste? —explicó don Pedro.— ¡Porque la motillo no andaba! ¿Qué, guapa, damos una vuelta y rememoramos la juventud? ¡Y claro que Toma se subió! Porque ahora, según las reformas del Gobierno, la vejez oficial está abolida: ¡ahora somos pensionistas activos 65+! Y se fue, literal y figuradamente, a una nueva vida. Al poco tiempo, Toma fue señora de Cabezudo: ¡Pedro le pidió matrimonio! El puzzle encajó, y Toma se mudó con su marido. Loles se quedó sola, gorda y amargada. Y, ¿no es eso acaso motivo para nueva envidia? Además, ahora ya no podía desquitarse con nadie: todo su veneno le quedó dentro, y eso siempre necesita salir… Así que, ¡ánimo, Toma, y no salgas de casa! A saber lo que vendrá todavía, ¡madre mía! En fin, la vida del pueblo es un sainete. ¿Qué esperabais? ¡Y para eso tanto lío con el váter…!

¡Ni se te ocurra tocarme los azucarillos, que te conozco, Lucía! gritó la ex amiga con voz de pito. ¡Mira mejor por tus propios ojos! ¿Te crees que no me doy cuenta de dónde pones la mirada, chata?
¿Pero entonces, Lucía, qué pasa, que tienes celos o qué? replicó con sorna Tamara Ruiz. ¡Ya veo yo a quién se te van los morros! Ya sé qué te traigo para Reyes: ¡una recogemorros automática!
¡Guárdatela para ti, mujer! no se calló Lucía Jiménez. O es que igual ni eso te los apaña, ¿eh? ¡Tú sí que te crees lista, pero no te creas que no lo veo!
Doña Tamara bajó las piernas de la vieja cama y se fue a su pequeño rincón de santos a rezar la oración mañanera.

A ver, que tampoco es que fuera una beata: claro que tenía que haber algo ahí arriba, alguna fuerza moviendo los hilos. Pero, ¿quién era? Pues mira, el nombre seguía pendiente.

A esa Fuerza Suprema se la podía llamar universo, el principio de todo o, por supuesto, el Señor. Vamos, el tradicional abuelito de barba blanca en su nube, manteniendo a todos en la cabeza.

Y es que el calendario de la buena de Tomasa ya se acercaba peligrosamente a los setenta.

A esas edades no conviene enfadar a lo Alto: porque si no existe, los creyentes no pierden nada; pero si existe, los incrédulos lo pierden todo.

Después de su charla personal con lo divino que el ritual hay que cumplirlo, oiga, ya sentía el alma más ligera. ¡Listo! Otro día fresco para empezar.

En la vida de Tamara Ruiz había dos pesares. Y no, no eran la crisis ni los atascos de la M-30, ¡eso ya está más visto que el Quijote! Eran su vecina Lucía… y los nietos de propia Tamara.

Con los nietos, todo controlado: nueva generación, todo el día con el móvil, sin ganas de hacer nada. Aunque para pelear con ellos ya estaba su hija: ¡problema suyo!

Pero Lucía… ay, Lucía ya se lo tomaba como carrera olímpica lo de fastidiar a la vecina.

Y mira que en las pelis, las disputas entre actrices como Carmen Maura y Victoria Abril tienen hasta gracia.

Pero en la vida real, te dan ganas de tomarte un orfidal. Más aún cuando te buscan las cosquillas porque sí.

Eso sí, a la señora Tomasa la animaba un amigo llamado Pedro “Mopedillo”. Bueno, en realidad era Pedro Gómez Cárdenas, pero lo del mote era fácil de explicar: en sus años mozos, a Pedro le chiflaba ir en su viejo Vespino. De ahí lo de Mopedillo.

El pobre ciclomotor llevaba años criando polvo en la cochera de Pedro, pero el apodo se había quedado pegado como la gotelé a la pared.

De jóvenes, los matrimonios de Pedro y Tamara eran inseparables. Pero ahora, tanto Nino como Manolo sus difuntos consortes reposaban en paz en el cementerio municipal, bendito sea.

Así que Tamara y Mopedillo seguían con la amistad en piloto automático: la de toda la vida, sin obligaciones, solo buen rollo.

De hecho, en el instituto eran inseparables: ella, Pedro y Lucía. Sin historias raras ni tonterías: pura amistad. ¡Hasta iban los tres de paseo a todas partes! Pedro en el centro, las chicas del brazo, igual que una taza de doble asa: ¡con agarre anticaídas!

Con los años, la buena relación se fue estropeando, pero del lado de Lucía. Primero le dio por la tirria. Después, la cosa se convirtió directamente en odio.

Como en esos dibujos de “me han cambiado a la vecina”, pues eso, a Lucía la cambiaron. Y todo desde que enviudó: antes, la cosa no era para tanto.

Claro que la gente con el tiempo cambia: el tacaño se vuelve roñoso, el hablador, cotorra, y el envidioso… bueno, la envidia le carcome las entrañas.

Y envidia, lo que se dice envidia, tenía para dar y regalar. Primero, porque la Tomasa, aunque mayor, seguía luciendo figura, y Lucía se había echado cuerpo de tonel… ¡ni cinturilla ni ná! Así que no había color.

Además, últimamente Pedro “Mopedillo” se reía y cuchicheaba mucho más con Tamara que con Lucía: se reían, y hasta casi se rozaban las canas.

A ella, Lucía, ni caso: solo frases cortas y secas.

Y para colmo, Pedro visitaba más a Tamara que a Lucía, ¡a la otra había que invitarla!

Claro, igual la Lucía no era tan perspicaz ni tan graciosa como la dichosa Tamara. Y además, Pedro siempre había sido de mucho cachondeo.

En España hay gente que, básicamente, está todo el día “rajando” por rajar. Y eso le dio por hacer a Lucía, que pronto empezó a buscarle tres pies al gato.

Para empezar, que si el baño de Tamara olía fatal y estaba en mal sitio.

¡De tu water sale peste! saltó Lucía.

¡Hombre, que lleva ahí desde el año de la Mari Castaña! ¿Acaso te ha dado ahora por oler? replicó Tamara, y de paso acusó: ¡Ah! Y tus cristales esos gratis por el seguro, ¿eh? ¡Lo bueno nunca lo regalan!

Ahórrate los comentarios sobre mis ojos, Tamara gruñó Lucía. Mira más por los tuyos, ¡que bien te gusta vigilarme!

¿Que tienes celos, o qué? ¡Ya sé para Reyes: una recogemorros! carcajeó Tamara.

¡Guárdatela! ¡Igual es que ya ni te los recoge! no se dejó Lucía.

¡Venga ya, mujer! Que esto era todos los días y Pedro, cuando Tamara se lo contaba, le aconsejó: “Enterra el váter y haz uno nuevo en casa”.

Y así lo hicieron: entre el hijo y la hija de Tamara, reunieron unos eurillos y le montaron un baño a su madre dentro de casa. Ah, y Pedro Gómez se encargó de tapar la antigua fosa séptica. Ahora, Lucía, ¡a fastidiar a otra!

Sí, hombre, ¡ahora el problema fueron los nietos de Tamara! Resulta que, según Lucía, le habían “pillado” las peras de una rama que colgaba del manzano a su lado.

¡Disculpa! Simplemente pensaron que eran nuestras intentó defenderse Tamara, aunque la verdad, ni fruta ni nada, estaban todas en el árbol. ¡Tus gallinas sí que me destrozan la huerta y ni protesto!

¡Las gallinas son tontas de remate, una cosa es un broiler y otra una de corral! se puso a chillar Lucía. ¡Y los nietos, hay que criarlos, Tamara! No estar charlando todo el día con los amiguitos…

Y al final, siempre le sacaba a colación a Pedro.

Total, que los nietos recibieron la bronca. Y pasó la temporada de peras, ¡descansa, Lucía!

Pues nada, ¡que ahora alguien había dañado las ramas de la pera!

¡¿Dónde?! Enséñame pedía Tamara. Pero no veía ni un rasguño.

¡Aquí mismito! señalaba Lucía, pero ni en eso igualaba a Tamara: la vecina tenía las manos finas, de manicura. Y ya se sabe, ¡en los pueblos también hay glamour!

Así que “Mopedillo” propuso: Tala las ramas, total, están en tu terreno.

¡Pero si va a montar un pollo! dudó Tamara.

A que no. Ya verás, yo te cubro. le prometió Pedro.

Y dicho y hecho: Lucía vio perfectamente cómo Pedro ayudaba a cortar las ramas… y ni pío.

Pero la cosa no paró ahí. Ahora resulta que Tamara tenía que aguantar que las gallinas de Lucía le arrasaban la huerta. Y mira que ese año la señora Jiménez tenía una raza nueva: ¡aquello parecía el Gallinero de la Villa!

La gallina, ya se sabe, escarba y escarba. ¡Qué remedio!

Las peticiones para que las controlara acabaron en una risa floja y despectiva de Lucía: “Pues ajo y agua, guapa”.

La opción de asar alguna gallina en modo ejemplarizante pasó por la cabeza de Tamara, pero ella era demasiado buena para eso.

Entonces Pedro, que era apañado, encontró un truco en internet: puso huevos en la huerta por la noche. Y por la mañana los recogía en plan teatrillo, ¡como si sus propias gallinas hubieran puesto una ponedora en pleno bancal!

¡Funcionó, oye! Lucía se quedó ojiplática viendo a Tamara salir con una fuente llena de huevos frescos.

¿Hará falta decir que las gallinas nunca más volvieron?

¿Y si ahora hacemos las paces, Lucía? ¡Que no hay para tanto!

Ni hablar. Ahora el estorbo era el humo y el olor del asador que Tamara usaba en su cocina de verano hasta bien entrado noviembre.

“Hombre, ¡ayer no te molestaba y hoy sí! Y lo mismo hasta soy vegetariana y tú ahí, dale a la costilla. Además, ¡que ya hay leyes para estas cosas!”

¿Pero qué ley ni qué ley, Lucía? ¡Si no tienes ni idea! suspiraba Tamara.

Doña Tamara era paciente y educada, pero ya se le empezaba a pegar lo de la vecina: ¡que ni una tila le quitaba el sofoco!

¿La podremos soltar en alguna feria de ciencia? le preguntó Tamara a Pedro, bebiendo juntos un té.

Se te indigesta antes ella que tú a ella Soltó Pedro. Pero, oye, se me ha ocurrido algo mejor…

Un par de días después, una mañana radiante, Tamara escuchó una serenata:

“¡Toma, Toma, sal de casa!”

Frente a la puerta, Pedro con una sonrisa de oreja a oreja: había arreglado el viejo Vespino. ¡Pedro en su Mopedillo!

¿Sabes por qué tenía tan mala cara antes? ¡Porque no podía sacar a pasear el moped! rió Pedro. ¿Te vienes a dar una vuelta, guapa? ¡Vamos a lucir canas al viento!

Y Tamara se lanzó. Total, ¡si el Gobierno había jubilado hasta la vejez! Ahora todas eran jubiladas superactivas con más de 65.

Y así, se fue en sentido literal y figurado a una vida nueva.

A los pocos meses, Tamara se convirtió en toda una señora Gómez. ¡Pedro le pidió matrimonio!

Encajaron todas las piezas y la buena de Tomasa dejó su casa para vivir con su ya esposo.

Lucía, mientras tanto, se quedó sola, oronda y aún más amargada. Dime tú si no dan ganas de tener aún más envidia de la vecina.

Y, claro, ya ni con quién pelear, así que todo su mal humor quedó en casa… y eso se acaba notando.

Así que, Tamara, no salgas mucho y estate lista para lo que venga. ¡Que aquí la vida es una copla! ¿Qué esperabas en un pueblo manchego, hija?

¡Para esto no hacía falta tanto lío de váter!

Rate article
MagistrUm
La vecina tóxica —¡Ni se te ocurra tocar mis cristales! —gritó la que antes fue mi amiga.— ¡Mira tus propios ojos! ¿Te crees que no veo a quién miras? —¿Pero estás celosa o qué? —se sorprendió Tamara Borísovna.— ¡Pero mira de quién te has encaprichado! Ya sé qué te voy a regalar por Navidad: ¡una máquina para enrollar labios! —¿Y por qué no te la quedas tú? —replicó enseguida Loles.— ¿O es que con tus labios ya no puede ninguna máquina? ¿Te crees que no me doy cuenta? La señora Tamara bajó las piernas de la vieja cama y se fue a su rincón del oratorio a rezar la oración matutina. No es que fuera muy devota: algo tendría que haber allá arriba, porque alguien debe de dirigir este mundo. ¿Pero quién? Ese misterio seguía sin resolverse. A esa fuerza superior, cada cual le daba un nombre distinto: el universo, el origen de todo, ¡o, claro, el Diosito bonachón con barba blanca y aureola, sentado en su nube pensando en la gente de la Tierra! Y es que la edad de la señora Toma llevaba años de largo en la segunda mitad y rozaba ya los setenta. A esas alturas es mejor no enfadarse con el de Arriba: si no existe, no se pierde nada creyendo; pero si existe… los incrédulos lo perderán todo. Al terminar su rezo de la mañana, Toma añadió unas palabras propias: ¡cómo no! Cumplido el ritual, el alma quedó más ligera: podía empezar el nuevo día. En la vida de Tamara Borísovna había dos grandes males. Pues no, no eran ni borrachos ni carreteras malas: ¡eso ya está muy visto! Era la vecina Loles y los nietos de Toma. Con los nietos estaba claro: nuevos tiempos y nadie con ganas de hacer nada. Pero al menos ellos tenían padres: ¡que lidien con ellos! Pero con Loles, la cosa era más complicada: ¡ya era puro manual la forma en que le sacaba de quicio a su vecina! Eso solo funciona en el cine, donde los piques entre grandes estrellas parecen entrañables. ¡En la vida real son todo lo contrario! Sobre todo, cuando te buscan las cosquillas sin venir a cuento. Además, Toma tenía un amigo conocido como Pedrito-el-Motillo. Su nombre completo: don Pedro E. Cabezudo, que ya era apodo de por sí. El mote venía porque de joven Pedrito era amante de recorrer el pueblo en motillo. En vez de “moto”, él lo llamaba con gracia “motillo”. Con los años, su vieja motillo quedó arrumbada y el mote se le quedó pegado: ¡cosas del pueblo! Antes eran amigos de familias: el Motillo y su mujer, Nines; Toma y su marido. Pero sus segundas mitades ya descansaban en el cementerio local. Así que Toma seguía siendo amiga del Motillo por pura inercia: lo conocía de la escuela, y Pedro era buen amigo. En el colegio eran un trío: ella, Pedrito y Loles. Entonces eran grandes amigos, ni atisbo de flirteo. Iban siempre juntos: el apuesto caballero en medio y las dos damas, cogidas del brazo, a los lados. Parecían una taza con dos asas: de esas para que no se te caiga. ¡Por si las moscas! Con los años, la amistad cambió y acabó en hostilidad, primero de parte de Loles, y después en un odio rotundo. Como en un dibujo animado: “Últimamente tengo la sensación de que alguien me ha cambiado a mi amiga…” ¡A Loles la cambiaron! Pasó tras la muerte de su esposo: antes, todo era más soportable. Está claro, la gente cambia con los años: el tacaño, en avaro. El charlatán, en parlanchín. Y al envidioso, la envidia lo destripa. Quizá eso fue lo que le pasó a la vecina de Toma: así son las mujeres… ¡y los hombres tampoco van a la zaga! Porque había motivos para la envidia. Para empezar, Toma seguía delgada y esbelta a pesar de la edad; mientras que Loles se había convertido en todo un barrilito: “Señora, ¿dónde le hacemos la cintura?” Perdía por goleada. Además, últimamente el amigo común del cole prestaba a la vivaracha Tamara más atención que a Loles: se reían y cuchicheaban juntos, casi tocándose las cabezas canosas. Con Loles, en cambio, apenas cruzaba palabras secas. Y, para colmo, Pedrito iba más a menudo a casa de Toma que a la de Loles; ¡ella tenía casi que invitarlo a la fuerza! Quizá no era tan lista como la repelente Tomi. Ni tenía su chispa, ¡y Pedrito era de los de reírse a carcajadas! En español hay una buena palabra: “rajeta”. Para dura, la de Loles, que últimamente encontraba cualquier excusa para pelear. Primero le molestó el retrete de Tomi: decía que olía fatal. —¡Tu váter apesta! —soltó Loles. —¡Venga ya! Si lleva ahí toda la vida, ¿desde cuándo te molesta? —replicó Toma, devolviendo el golpe:— ¡Ay sí, tus operaciones te las hicieron gratis con la Seguridad Social! Y de balde, nada es bueno. —¡Ni se te ocurra hablar de mis cristales! —saltó la ex amiga.— ¡Mira tus propios ojos! ¿Te crees que no veo a quién miras? —¿Pero es que te pones celosa ahora? —dijo Toma, divertida.— ¡Mira de quién te has encaprichado! Ya sé lo que te regalaré: ¡una máquina de enrollar labios! —¿Y por qué no te la quedas? —devolvió el golpe Loles.— ¿O tus labios ya no los enrolla ni la máquina? ¿Te crees que no veo…? Sí que lo ves, sí. No era la primera vez. Y Pedrito, a quien se lo contó Toma, sugirió que tapara el pozo negro y pusiera el baño dentro de casa. Sus hijos juntaron dinero y le pusieron baño nuevo. El pozo lo cubrió Pedro de su propia mano: ¡ya está, Loles, cambia de tema y a otra cosa…! ¡No! Ahora resulta que los nietos de la vecina habían cogido peras del árbol de Loles, cuyas ramas caían sobre el terreno de Tamara. — Pensaban que eran nuestras —intentó justificarse Toma, aunque en su opinión, ni las tocaron; seguían allí tan campantes.— ¡Mira, tus gallinas escarban en mi huerto y tampoco digo nada! —¡Una gallina es tonta! ¡O ponedora o para asar, pero tonta igual! —gritó la vecina.— ¡Y a los nietos hay que educarlos, abuela! ¡No estar todo el día riendo con galanes! Total, vuelta a empezar, siempre acabando en Pedro… Los nietos recibieron bronca y, cuando pasó la época de las peras, creyeron que todo se calmaba, pero ¡no! Ahora resulta que había ramas rotas. —¿Dónde? ¡Enséñame! —pidió Toma: no había daño ninguno. —¡Aquí y aquí! —señalaba con sus dedos nudosos Loles: y las manos de Toma, tan bonitas, lisas y con dedos largos, dejaban en evidencia las suyas. Y es que las manos también forman parte de la imagen. ¡Aunque sea el pueblo! Entonces Pedrito ‘el Motillo’ propuso cortar las ramas. —¡Están en tu terreno, haz lo que quieras! —¡Va a armar un escándalo! —protestó la abuela. —¡Verás como no! No se atreverá: yo te cubro —prometió Pedro. Y tenía razón: Loles vio perfectamente a Pedrito cortando, ¡pero no dijo ni mu! Y con el árbol se acabó la historia… Pero ahora eran las gallinas de la otra las que se metían en el huerto de Toma. Ese año, Loles compró una nueva raza de gallinas. Y claro, las bichas escarbaron todas las siembras. A las peticiones para que controlara las aves, la vecina solo respondía con una sonrisa maliciosa: “Di lo que quieras, ¿qué vas a hacerme?” Una opción era atrapar un par y freírlas de forma ejemplarizante. Pero la buena de Toma no se atrevió. Fue su amigo el que, muy ingenioso, encontró una idea de internet: colocar huevos por el huerto de noche y por la mañana recogerlos a la vista. Como si las gallinas los hubieran puesto allí. ¡Funcionó! ¡Gracias, internet, por una vez! Loles se quedó perpleja viendo salir a Toma con un cuenco lleno de huevos. Y así acabaron las visitas de las gallinas al huerto ajeno. ¿Ahora sí harían las paces? ¿Eh, Loles? ¡Pues no! Lo siguiente que le molestó fue el humo y el olor de la cocina de verano de Toma. —¡Eso es! ¡Ayer no, pero hoy sí me molesta! ¡Y puede que a mí me repugne el olor a carne! Igual hasta soy vegetariana. ¡Que la propia Corte ha aprobado una ley de barbacoas! —¿Pero dónde has visto tú barbacoa? —intentó apaciguar Toma.— ¡Límpiate las gafas, hija! Toma era paciente y educada, pero ahí su paciencia colapsó. La vecina ya era un caso perdido… —¿Y si la donamos para experimentos científicos? —bromeó Toma a Pedrito mientras tomaban té.— ¡Va a acabar devorándome! De hecho, Toma había adelgazado de tanto disgusto. —¡Se atragantará! ¡No dejaré que te pase nada! —aseguró su amigo.— ¡Tengo una propuesta aún mejor! A los pocos días, una mañana radiante, Tamara escuchó una canción: —¡Toma, Toma, sal de la casa! En la puerta estaba el sonriente Pedrito: había arreglado su vieja motillo. —¿Sabes por qué estaba triste? —explicó don Pedro.— ¡Porque la motillo no andaba! ¿Qué, guapa, damos una vuelta y rememoramos la juventud? ¡Y claro que Toma se subió! Porque ahora, según las reformas del Gobierno, la vejez oficial está abolida: ¡ahora somos pensionistas activos 65+! Y se fue, literal y figuradamente, a una nueva vida. Al poco tiempo, Toma fue señora de Cabezudo: ¡Pedro le pidió matrimonio! El puzzle encajó, y Toma se mudó con su marido. Loles se quedó sola, gorda y amargada. Y, ¿no es eso acaso motivo para nueva envidia? Además, ahora ya no podía desquitarse con nadie: todo su veneno le quedó dentro, y eso siempre necesita salir… Así que, ¡ánimo, Toma, y no salgas de casa! A saber lo que vendrá todavía, ¡madre mía! En fin, la vida del pueblo es un sainete. ¿Qué esperabais? ¡Y para eso tanto lío con el váter…!