Mi suegra se llevó los manjares de mi frigorífico metiéndolos en su bolso antes de marcharse

La suegra metió los manjares de mi nevera en su bolso antes de irse

¿Estás segura de que hace falta tanta charcutería? Mira que esto es lomo ibérico, María del Mar, cuesta como una rueda de avión Miguel giraba en las manos el paquete al vacío con aquel suculento trozo de carne, mirando la etiqueta del precio como si en ella estuviera escrita la fecha de su defunción.

María del Mar, sin perder el ritmo, iba colocando la compra sobre la mesa de la cocina. Los pimientos rojos brillaban, el tarro de caviar con su tapa dorada, el pesado trozo de queso manchego, botellas de vino… La cocina se llenaba de olor a pan recién hecho y ahumados.

Miguel, es tu cumpleaños le contestó ella serena, guardando la leche en la nevera. Treinta y cinco años. Vendrán tus amigos, vendrá tu madre. ¿Quieres que prepare solo tortilla de patatas y ensaladilla rusa? He recibido una buena paga extra, ¿no puedo, una vez al año, preparar una mesa decente sin avergonzarme?

Yo no me avergüenzo ni con la tortilla refunfuñó el marido, pero no devolvió el lomo sino que lo puso cuidadosamente en la estantería más interior del frigorífico. Solo que mamá vuelve a empezar: que si tiramos el dinero, que si mejor lo guardáramos, que si mejor adelantar la hipoteca…

Tu madre se va a quejar igual suspiró María del Mar, sacando la ensaladera. Si compramos caro, derrochadores. Si barato, unos pobreticos, su hijo come basura. Hace tiempo que no me guío por lo que piensa Teresa Rodríguez. Lo importante es que te guste a ti y a los invitados. Por cierto, este jamón lo he buscado por todo Madrid, es el mismo que probaste en Salamanca hace años. ¿Te acuerdas?

Miguel sonrió, recordando. Su expresión se suavizó.

Me acuerdo. Estaba buenísimo. Vale, tienes razón. Vamos a disfrutar. Eso sí, quitemos las etiquetas, que a mamá le puede venir un síncope.

Los preparativos avanzaban a todo vapor. A María del Mar le gustaba cocinar, pero solo si no se le pegaban. Hoy, como dictan las leyes de Murphy, Teresa Rodríguez venía temprano para ayudar a la niña. Aquella frase siempre le provocaba a María del Mar un tic nervioso. Su suegra consideraba ayudar sentarse en la silla más cómoda, justo en medio del paso, dando instrucciones y criticando todo: desde cómo picaba la cebolla hasta el color de las cortinas.

El timbre sonó puntual a las dos. Miguel fue corriendo a abrir y María del Mar, tras cerrar los ojos y tomar aire, se calzó la sonrisa de compromiso.

¡Ahí está el cumpleañero! retumbó la voz de Teresa Rodríguez desde el pasillo. Ven aquí, hijo, déjame que te besuquee. Estás hecho un palo, todo pellejo. Claro, comiendo precocinados uno no engorda.

Mamá, pero si María del Mar cocina de maravilla… intentó justificarse Miguel, ayudando a su madre con el pesado abrigo de lana.

Ay, no me discutas. Que yo sé lo que veo, tienes los ojos hundidos. Hola, María del Mar.

La suegra entró a la cocina como un trasatlántico rompiendo el hielo. Traía consigo su inseparable bolsa de mercado, enorme y misteriosa.

Hola, Teresa. Qué alegría verla. Siéntese, acabo de poner el agua a hervir.

El té luego soltó la suegra, dejando la bolsa sobre el taburete. Les he traído unas cosillas. Que ya sé yo cómo van ustedes los jóvenes, nunca hay nada en la nevera.

Empezó a sacar sus regalitos: un bote de tomates secos en aceite, una bolsa de manzanas arrugadas del pueblo y un cucurucho de caramelos de violetas, supervivientes de varias mudanzas.

Todo casero, nada de química presumió. Y las manzanas están sanísimas. Las partes feas se quitan, para compota sirven. No se tira nada.

Gracias asintió María del Mar, intentando no mirar el aceite turbio. Prometemos probarlo, sí.

A todo esto, Teresa ya había abierto la nevera por su inspección rutinaria, que ella llamaba ver si cabe algo. Pero María del Mar sabía: era revisión.

¡Vaya, vaya! murmuró al ver la fila de manjares. ¿Caviar? ¿Dos botes? ¿Han encontrado un tesoro, Miguel? ¿O María del Mar ha atracado un banco?

La paga extra, mamá gruñó Miguel, picando de la tabla de quesos.

Claro, claro. En vez de ayudarle a tu madre con el tejado de la casa familiar, te hinchas a caviar. Bueno, ustedes sabrán. Yo soy sencilla, no necesito tanto.

Cerró la nevera de golpe y ocupó su sitio preferido, tapando el fregadero.

A ver, María del Mar, enséñame lo que has preparado. Me siento un rato, que los pies me matan. Llevo todo el día con la tensión por las nubes, pero da igual, tenía que venir a felicitar a mi hijo. Todo un acto de valor.

Las siguientes tres horas pasaron en modo automático. María del Mar no paraba entre fogones y mesa, cortando, mezclando, horneando, mientras Teresa Rodríguez le iba soltando perlas.

La mayonesa hace daño si pones mucha.

¿Por qué pan tan caro? En Mercadona el pan está igual por menos de euro.

El lomo debiste golpearlo mejor, te va a quedar seco.

María del Mar guardaba silencio. Había aprendido a dejar la mente en blanco y no escuchar esa bazofia. Solo había que aguantar hasta la noche.

A las seis fueron llegando los invitados. Los amigos de Miguel, bulliciosos y alegres, llenaron el piso de risas y perfume masculino. La mesa lucía espectacular: carne asada, rollitos de berenjena con nueces, tartaletas con caviar, corte de lomo ibérico y quesos, ensaladas, principales.

Cuando todos tomaron asiento y brindaron por Miguel, Teresa tomó la palabra.

Hijito mío empezó, secándose los ojos. Recuerdo cuando naciste. Qué sufrimiento, dos días y noches…

Los invitados escuchaban la historia del parto por decimoquinta vez. María del Mar aprovechó para servirse ensalada.

…Y aquí estás, casado. Bueno, cada uno elige su destino miró de reojo a María del Mar. Lo importante es que seas feliz. La comida, eso es secundario. María del Mar se ha esmerado, ha comprado de todo caro. Yo prefiero lo sencillo, más sentido. Pero ahora todo es aparentar.

Cogió un trozo de anguila ahumada, esa que María del Mar compró en una pescadería gourmet por un dineral, y se lo metió en la boca.

Pues nada… mucho salado y grasiento. En mi época, la sardina era mejor.

A pesar de las quejas, Teresa Rodríguez comía con grandísimo apetito. A su plato iban los bocados más ricos como por arte de magia. El lomo ibérico desaparecía a ritmo de vértigo. Las tartaletas con caviar se las comía como pipas, murmurando:

Esto parece sucedáneo. El verdadero ya no se encuentra. Luego me enseñas el bote, por si hay veneno aquí.

María del Mar sonreía mientras llenaba las copas de vino. Observaba cómo Miguel enrojecía y callaba. Nunca contradecía a su madre delante de gente. Ni solo tampoco.

La noche avanzó. Los amigos felicitaban la comida, sobre todo los pescados y carnes, bromas y recuerdos de juventud llenaban el salón. Teresa Rodríguez de vez en cuando lloriqueaba sobre la vida de los pensionistas y los hijos desagradecidos, pero el bullicio la tapaba.

Pasadas las diez, los invitados comenzaron a marcharse, mañana tocaba trabajar.

María del Mar, eres una artista le dijo Paco, el mejor amigo de Miguel, estrechándole la mano. La anguila, de escándalo. Gracias.

Me alegro que os haya gustado respondió ella con sinceridad.

Cuando se cerró la puerta del último invitado, reinó el silencio interrumpido solo por el traqueteo de platos, que Teresa Rodríguez ya recogía.

Voy a ayudarte, si no estáis aquí hasta la madrugada sentenció. Miguel, tira ya la basura, los restos están a rebosar. Tú, María del Mar, guarda la comida en los tuppers.

María del Mar sintió el peso del agotamiento, la cabeza martilleaba.

Teresa, deje, que yo lo recojo. Descanse, ¿le llamo un taxi?

¿Taxi? saltó la suegra. ¿Y tirar el dinero? Me voy en autobús, todavía pasan. Y no discutas, que ayudo. Tú estás a punto de caerte, pálida. Vete a la ducha, tómate una pastilla. Yo en un momento acabo.

De veras, María del Mar se notaba mal. La jaqueca la había tomado por la garganta.

Bueno, cedió ella cinco minutos. Miguel la acompañará luego a la parada.

Fue a la habitación, buscó el analgésico, se lavó la cara en el baño. El murmullo de su cerebro se calmó. Debo volver. No vaya a mezclar el jabón facial con el lavavajillas o a reorganizar los cazos.

Salió sigilosamente. En zapatillas, ni se oía su paso. Se asomó a la puerta de la cocina y se quedó paralizada.

Teresa Rodríguez, de espaldas, ante la nevera abierta. En el taburete, su bolsa de mercado. Las manos trabajaban rápidas y certeras.

Sacó el plato con los restos de charcutería. Quedaba lo suficiente: trozos de lomo, asado, chorizo curado. Con destreza, Teresa los metió en una bolsa de plástico, ató el nudo y lo escondió en el fondo de su bolsa.

María del Mar parpadeó. ¿Lo había imaginado? No.

La suegra se acercó a la nevera, sacó el recipiente con el pedazo de salmón reservado para el desayuno. Trescientos gramos fácil. Bolsa, bolso.

Después, media tarta de San Marcos, que María del Mar había horneado hasta tarde la víspera. No cabía la caja, así que envolvió las piezas en papel de aluminio, aplastando sin compasión el bizcocho.

Veamos… susurró Teresa. Queso. Manchego. Si no, se seca y lo tiran.

El resto del manchego, tan caro como un puente, también fue a la bolsa. Igual que el bote de aceitunas. Rematando la labor, la botella de brandy, casi sin abrir, regalo de compañeros de Miguel.

María del Mar se apoyó al marco, incapaz de reaccionar. ¿Gritar? ¿Montar un escándalo? ¿Acusarla de ladrona? No podía llamarla así a la madre de su marido, aunque eso estaba haciendo.

En ese momento, se oyó la puerta de entrada. Miguel regresaba.

Menuda rasca dijo. Mamá, ¿te vas ya? No me quito la cazadora, te acompaño.

Teresa se alarmó, cerró la bolsa con prisa, y se dio la vuelta. Al ver a María del Mar allí, titubeó un instante, buscando la salida, pero se recompuso.

Oh, ¿ya vuelves? Estoy ayudando, recogiendo un poco. Miguel, qué bien, justo me iba.

Agarró el bolso, que pesaba el doble y hasta gruñó al levantarlo.

Mamá, ¿te ayudo? ¿Llevas ladrillos ahí? Miguel asomó la cabeza.

¡No toques! gritó Teresa Rodríguez, abrazando el bolso. Yo sola. Son… son botes vacíos. He cambiado el tomate a vuestra fiambrera y me llevo mis botes. Cosas personales. No toques.

María del Mar miró a su marido. Él la miraba con desconcierto.

¿Qué botes, mamá? Trajiste uno, y sigue lleno en el alféizar.

¡Otros botes! Teresa se sonrojó. Basta de interrogatorios. Quiero irme a casa. Estoy destrozada.

María del Mar avanzó con paso firme, extrañamente serena.

Teresa, dijo despacio y claro. Deje el bolso en la mesa.

¿Cómo? ella abrió los ojos de par en par. ¿Qué estás diciendo? ¿Me vas a registrar? Miguel, ¿oyes? ¡Tu mujer me llama ladrona!

¿Qué te pasa, María del Mar? Miguel se movía entre esposa y madre. Mamá solo…

Miguel, le cortó ella, sin perder de vista a la suegra. En ese bolso está nuestro desayuno. También la comida y la cena de dos días. Hay pescado, pagué treinta euros. El lomo. El brandy que te regalaron. Y la tarta.

¡Estás delirando! gritó Teresa reculando hasta la puerta. ¿Cómo tienes el valor? He sido maestra, trabajadora, jamás tomé nada ajeno. ¡Que os atragantéis con vuestra comida!

Quiso escabullirse, pero el bolso tropezó en la esquina de la mesa. Las asas, vencidas por los botes vacíos, se rompieron. El bolso cayó, regando sobre el suelo todos los manjares.

El espectáculo fue de antología.

El chorizo rodó hasta la pata de la mesa. El paquete de pescado se abrió, su contenido fue a parar al zapato de Miguel. La tarta, en su papel de aluminio, quedó aplastada y expuesta. La botella dio contra la silla, pero no se rompió. Todo coronado por el queso manchego y los caramelos.

En la cocina solo se oía el bramido de la nevera y la respiración agitada de Teresa Rodríguez.

Miguel miró los delicatessen en el suelo, el pescado en su zapato, la cara roja de su madre. Su expresión fue pasando de incredulidad, a comprensión, a vergüenza. Una vergüenza densa, pastosa.

¿Mamá? musitó. ¿Esto qué es?

Teresa cuadró hombros, pasando al ataque.

¿Y qué? exclamó, mirándole a los ojos. Sí, lo cogí. Ustedes tienen a montones, seguro lo tiran. Están podridos de caprichos mientras su madre sobrevive con la pensión. Ese lomo solo lo he visto en la tele. ¿No puedo comer bien una vez en mi vida? ¡Soy tu madre! ¡Noches en vela! ¡Y ahora te duele un poco de charcutería para tu madre!

María del Mar callaba, esperando la reacción de Miguel. Era el momento de la verdad. Normalmente, él habría cedido: Déjala, que no importa, con tal de esquivar problema.

Pero Miguel se agachó, recogió el trozo de anguila y lo puso en la mesa. Levantó la botella de brandy.

Mamá murmuró. No va de chorizo esto. Si tú lo hubieras pedido, te lo daríamos de mil amores. Como siempre. Siempre lo hacemos.

¡Qué voy a mendigar! ¿Pedirte limosna? Que los hijos deben ofrecer, no exigir. ¡Egoístas!

No pediste. Robaste. Esperaste, y arramplaste. Como una… como una rata.

¡¿Cómo me has llamado?! Teresa se llevó la mano al pecho. ¡Ay, el corazón! ¡Qué me da! ¡Esto es mi ataúd seguro!

No haga teatro, Teresa le cortó María del Mar. El medicamento lo tiene usted en el bolso, se lo vi al abrir el abrigo.

La suegra se quedó inmóvil.

Miguel le pidió María del Mar. Recoge todo lo del suelo, ponlo en un paquete.

¿Por qué?

Para que se lo dé. Que se lleve todo. El pescado, la tarta chafada. El chorizo también. Es su regalo de cumpleaños. Y la condición para que no la vea en casa en todo un mes.

Teresa Rodríguez boqueaba como una lubina fuera del agua.

Miguel, mudo, metió todo en la bolsa, pescado, queso, tarta. La botella la dejó.

El brandy lo dejo, me hace falta dijo. Bebe, mamá. Vete. El taxi lo pedí mientras gritabas. Llega en dos minutos.

¿Me echáis? ¿Por comida?

Por mentiras, mamá. Por faltar al respeto a mi casa y a mi mujer.

Teresa le arrancó el paquete, los ojos inyectados de rabia.

¡No vuelvo a entrar aquí! ¡A vivir que os ahogue el capricho! ¡Que el chorizo se os atragante!

Y salió disparada. Cerró la puerta de golpe, descolgando escayola.

María del Mar se dejó caer en la silla, tapándose la cara.

Miguel buscó dos vasos, sirvió brandy. Uno ante su esposa, otro para él.

Toma le dijo. Lo necesitas.

Ella levantó la cabeza. Él parecía diez años mayor. Se sentó delante, la tomó de la mano.

Perdón, María.

¿Por qué? No sabías nada.

Por no ver antes. Por dejarla comportarse así. Es mamá, es rara pero buena, pensaba. Ahora… Me avergüenzo tanto. Como si yo me llevara el jamón robado.

María del Mar dio un sorbo. El brandy quemaba, pero aliviaba.

Mira qué ironía sonrió amarga. Yo expresamente compré salchichón y queso para ella, guardados en el cajón de abajo. No los encontró.

Miguel soltó una carcajada histérica.

¿En serio?

En serio. Pensé que se quejaría de la pobreza. Quería dárselos bien.

Pero parece que eso no funciona con ella Miguel se bebió el brandy de golpe. Mañana cambio la cerradura. Tiene llave, la pidió por si acaso. No quiero que me robe el televisor porque la vecina tiene uno más grande.

María del Mar lo miró con respeto y sorpresa. Por primera vez en siete años de matrimonio, hablaba de su madre sin excusas. Aquello fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Miguel.

¿Y qué comemos mañana? miró la mesa vacía. Se ha llevado casi todo.

Miguel fue a la nevera, abrió las puertas.

Queda un bote de caviar. El que no vio. Y huevos. Y leche. Haremos tortilla con caviar. Como reyes.

María del Mar rió. La tensión se disolvía.

Y manzanas, las que trajo recordó. Si quieres, hacemos compota.

No, por favor frunció el ceño. Las tiro, igual que el tomate casero. Ya tuve suficiente ayuda humanitaria.

Se quedaron en la cocina mucho tiempo, terminando el brandy y charlando de cosas ignoradas años. De los límites. De que amar a los padres no implica permitir que te pisoteen. De que la familia, al final, son ellos dos.

A la mañana siguiente, María del Mar despertó con olor a café. Miguel ya hacía magia en la cocina.

Buenos días le besó la coronilla. Pensando… ¿Te queda algo de la paga extra?

Un poco. ¿Por qué?

¿Nos escapamos el fin de semana? A un parador, o a Santiago de Compostela. Lo lejos posible. Teléfonos apagados.

¿Y tu madre? Llamará a todos, que la hicimos sufrir.

Que llame. Es decisión suya. Nosotros también decidimos. La tortilla con caviar está lista. ¡Ven!

María del Mar contempló el plato, la esponjosa tortilla salpicada de caviar rojo, y pensó que era el desayuno más delicioso que había tomado jamás. No por el precio, sino porque no tenía sabor a culpa ni exigencias ajenas.

Dos días después, Teresa Rodríguez llamó. Miguel miró la pantalla, suspiró y dejó el móvil boca abajo.

¿No contestas? preguntó María del Mar.

No. Que coma chorizo y se calme. Quizá en un mes hablemos. Ahora tengo cosas más importantes. Llevo a mi esposa al cine.

María del Mar sonrió y fue a vestirse. La nevera acusaba las ausencias pero su corazón estaba ligero y sereno. Y eso valía más que cualquier salmón del mundo.

A veces, poner límites es necesario para que la paz llegue realmente al hogar. Amar no es aguantarlo todo, y la dignidad empieza en sí mismos.

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MagistrUm
Mi suegra se llevó los manjares de mi frigorífico metiéndolos en su bolso antes de marcharse