La casa de nadie Sergio se despertó, como siempre, sin necesidad de despertador, a las seis y media. El piso estaba en silencio, sólo el rumor bajo del frigorífico rompía la calma de la cocina. Se quedó un momento tumbado, escuchando ese sonido, y alargó el brazo hacia la repisa de la ventana en busca de sus gafas. Afuera, el día apenas clareaba y algunos coches deslizaban sus neumáticos por el asfalto mojado. Antes, a esa hora, se preparaba para ir a trabajar. Se levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino encendía la radio al otro lado de la pared. Ahora el vecino seguía encendiendo la radio, pero él ya sólo pensaba en qué haría ese día. Oficialmente estaba jubilado desde hacía tres años, pero por costumbre seguía llevando una vida de horarios estrictos. Se puso unos pantalones de chándal y fue hasta la cocina. Puso la tetera a hervir y sacó un trozo de barra de pan del día anterior de la panera. Mientras el agua se calentaba, se asomó a la ventana. Séptimo piso, edificio de ladrillo visto, patio con parque infantil. Abajo, debajo de la ventana, estaba su viejo Lada Niva, cubierto por una fina capa de polvo. Pensó automáticamente que debía pasar por el garaje y comprobar si el techo goteaba. El garaje estaba en un polígono de la ciudad, a tres paradas de metro. Antes pasaba allí medio fin de semana, trasteando en el coche, cambiando el aceite, discutiendo con los vecinos sobre el precio de la gasolina o sobre fútbol. Ahora todo era más fácil: talleres rápidos, compra de ruedas por Internet, tienda en dos clics. Pero el garaje no lo había dejado. Allí guardaba herrajes, neumáticos, cajas con cables y maderas, sus ‘cosas de manitas’, como decía. Y el chalet: una casita en una urbanización de las afueras. De madera, con un porche estrecho, dos habitaciones y una cocina pequeña. Cuando cerraba los ojos aún veía esas tablas, las grietas del suelo, y oía la lluvia repiqueteando en el tejado. El chalet lo heredó junto a su mujer de los padres de ella. Hace más de veinte años iban allí casi todos los fines de semana, con los niños. Cavaban huertos, freían patatas, ponían el radiocasete sobre el taburete. La mujer llevaba cuatro años muerta. Los hijos ya crecieron, cada uno con su piso, su familia. Y el chalet y el garaje seguían siendo su mundo. Le hacían sentir dentro de una coordenada fija y familiar. Aquí el piso, allí el chalet, allí el garaje. Todo en su sitio, todo bajo control. La tetera silbó. Sergio se preparó el té y se sentó a la mesa. En la silla de enfrente, doblado de víspera, estaba el jersey de punto. Comió el bocadillo, miró el jersey, y pensó en la conversación de la tarde anterior. Ayer vinieron los hijos. El hijo con su mujer y un niño pequeño, el nieto. La hija con su marido. Merendaron, hablaron de cuándo irían de vacaciones. Luego la charla viró al tema de siempre últimamente: el dinero. El hijo explicó que la hipoteca apretaba, que subieron los intereses. La hija se quejaba del precio de la guardería, de las clases extraescolares, de la ropa. Sergio asentía: recordaba contar las pesetas hasta la nómina, cuando no tenía ni chalet ni garaje, sólo una habitación de alquiler y esperanzas. A continuación el hijo, algo cohibido, soltó: — Papá, hemos hablado entre nosotros… También lo comentamos con Cristina. ¿No crees que podrías vender algo? El chalet, por ejemplo. O el garaje. Ya casi no vas… Él había bromeado cambiando de tema, pero por la noche no pegó ojo, repitiéndose ese “ya casi no vas”. Terminó el bocadillo, apuró el té, dejó la taza en el fregadero. Miró el reloj: las ocho. Decidió irse al chalet: tenía que ver cómo estaría tras el invierno. Y de paso… demostrarse algo a sí mismo. Se abrigó, cogió las llaves del chalet y del garaje, se las metió en el bolsillo de la cazadora. Se detuvo en el espejo del pasillo: un hombre de sienes canosas, ojos algo cansados pero aún fuerte. No era un viejo. Se arregló el cuello y salió. Paró primero en el garaje a recoger herramientas. La cerradura chirrió, la puerta se abrió con el gesto habitual. Olor a polvo y gasolina, trapos viejos. En los estantes, tarros de tornillos, cajas con cables, una vieja cinta de casete rotulada a mano. Telarañas en la viga. Repasó con la mirada las baldas: el gato hidráulico de su primer coche, las tablas ordenadas para un banco que nunca llegó a construir para el chalet. Pero aún las conservaba. Cogió la caja de herramientas, varias garrafas, cerró el garaje y condujo hasta las afueras. Tardó alrededor de una hora. Nieve sucia a los lados de la carretera, la tierra oscura asomando en los claros. La urbanización seguía vacía: aún era pronto para que llegara la mayoría. En la garita, la portera, con su anorak, le saludó con la cabeza. El chalet le recibió con su inmovilidad propia de la temporada baja. Valla de madera, cancela medio torcida. La abrió, anduvo por el sendero de la entrada, las hojas pisadas crujían bajo las botas. Dentro olía a madera y humedad. Abrió las ventanas para airear, retiró la colcha vieja de la cama, la sacudió. En la diminuta cocina, la cazuela de esmalte donde antes hacían compota. De un clavo colgaba el manojo de llaves: el del trastero del jardín. Fue recorriendo el interior, acariciando con las yemas paredes y pomos. En la habitación de los niños, la litera todavía montada. Arriba, un oso de peluche con una oreja arrancada. Recordaba cómo su hijo lloró por eso, y él, al no encontrar pegamento, se la ató con cinta aislante. Salió al jardín. La nieve, casi derretida; los bancales, negros y húmedos. En la esquina, una barbacoa oxidada. Recordó el olor de la carne a la brasa, las meriendas con su esposa en el porche, el té en vasos de cristal, las risas de los vecinos de parcela. Sergio suspiró y se puso a trabajar: limpió el sendero, arregló la tabla suelta del porche, revisó el tejado del trastero. Encontró una silla de plástico, se sentó fuera. El sol ya calentaba. Miró el móvil, revisó las llamadas. Su hijo había telefoneado la noche anterior. La hija había escrito en el chat: “Tenemos que hablarlo con calma, papá. No estamos en contra del chalet, pero hay que pensar con la cabeza”. Con la cabeza. Lo había oído muchas veces en los últimos meses. Pensar con la cabeza era no dejar dinero muerto. Pensar con la cabeza era que un jubilado no debía matarse a trabajar con la finca y el garaje. Era ayudar a los hijos mientras pudiera. Él los entendía. De verdad. Pero allí, sentado en la silla de plástico, escuchando lejano un perro y el goteo del agua del tejado, esa ‘cabeza’ se le iba al fondo. Esto no era cuestión de cálculos. Caminó por la parcela, volvió a cerrar la casa, echó el candado. Subió al coche y volvió a Madrid. Sobre la una llegó al piso. Dejó la chaqueta y la bolsa de herramientas en el recibidor. En la cocina puso la tetera y se dio cuenta de la nota sobre la mesa, en una hoja de bloc: “Papá, pasamos esta tarde, hablamos. S.” Se sentó y apoyó las manos sobre el tablero. Era esa tarde. Habría que hablar en serio, sin bromas. Por la tarde vinieron los tres: el hijo con su mujer y la hija. Al nieto lo dejaron con los suegros. Sergio abrió y les saludó, les dejó pasar al pasillo. El hijo, como antes, se descalzó y colgó su abrigo en la percha. Un gesto automático. Ya en la cocina se sentaron. Sirvió té, pastas, caramelos. Nadie tocó nada. Hablaron primero de cosas sin importancia: el niño, el trabajo, el tráfico. Luego, la hija miró al hermano y éste asintió, y ella dijo: — Papá, hablemos de verdad. No queremos presionarte, pero… todos tenemos que tomar una decisión. Sergio sintió un nudo en el estómago. Asintió: — Hablad. El hijo empezó: — Mira, tienes este piso, el chalet y el garaje. El piso es sagrado, de eso ni hablamos. Pero el chalet… Tú mismo dices que te cuesta. El huerto, el tejado, la valla… Cada año se va dinero ahí. — Hoy he ido —dijo Sergio bajo—. Todo está bien. — Ahora sí —dijo la mujer de su hijo—. Pero ¿y dentro de cinco, diez años? Tú no vas a vivir eternamente. Perdona, pero tenemos que pensar en ello. Sergio apartó la mirada. El “no vas a vivir eternamente” le resultó demasiado directo, aunque no parecía querer herirle. La hija habló con más suavidad: — No te decimos que lo dejes. Pero si vendes el chalet y el garaje, el dinero se reparte: parte para ti, parte para nosotros. Nos ayudaría con la hipoteca. Siempre dijiste que te gustaría echarnos una mano. En efecto, así lo decía cuando recién se jubiló y aún hacía algunos trabajos. Entonces pensaba que sería fuerte muchos años y podría ayudar. — Ya ayudo lo que puedo —contestó—. Me llevo al niño, os compro comida. El hijo sonrió tenso: — Papá, eso no es lo mismo. Ahora necesitamos una cantidad, no favores puntuales. Lo sabes, viste los intereses. No es que te pidamos que nos des todo. Es que tienes propiedades… Aquella palabra, propiedades, sonó extraña en la cocina. Sergio sintió que una columna invisible, hecha de cifras, recibos y créditos, se erigía entre ellos. Agarró la taza, bebió un sorbo de té ya frío. — Para vosotros son propiedades —dijo despacio—. Para mí son… Se quedó callado, buscando la expresión. No quería sonar grandilocuente. — Son trozos de vida —dijo al fin—. Ese garaje lo construí con mis propias manos. Con mi padre, en paz descanse. Ladrillo a ladrillo. Y el chalet… Ahí crecisteis vosotros. La hija bajó la vista. El hijo calló un momento y añadió, más suave: — Lo entendemos, de verdad. Pero tú apenas vas. Cada vez está más vacío. No puedes con todo solo. — Hoy he estado allí —repitió Sergio—. Todo bien. — Hoy. ¿Y antes? ¿En otoño? Papá, en serio. Se hizo el silencio. Se oía el tic-tac del reloj del salón. Sergio vio de pronto con claridad cómo discutían sobre su vejez como un asunto que planificar: optimización de gastos, reparto de propiedades. — Bien —dijo—. ¿Qué proponéis entonces? El hijo se animó: se notaba que ya lo tenían hablado. — Hemos contactado con una inmobiliaria. Por el chalet se saca buen dinero. El garaje también se vende bien. Nosotros nos encargamos: enseñar, papeles. Tú solo firmas la autorización. — ¿Y el piso? —preguntó Sergio. — El piso no se toca —dijo rápido la hija—. Este es tu hogar. Él asintió. ‘Hogar’ sonaba de otro modo. ¿Solo estas paredes? ¿Y el chalet, el garaje donde pasaste tantas horas…? Se levantó, fue a la ventana. Las farolas del patio encendidas. Todo igual que veinte años atrás. Sólo los coches y los críos han cambiado. — ¿Y si no quiero vender? —preguntó sin girarse. Más silencio. La hija contestó con cautela: — Papá, es tuyo. Tú decides. Nadie puede obligarte. Solo… nos preocupa verte tan cansado. — Cansancio hay —concedió él—. Pero aún puedo decidir a qué dedicar mi tiempo. El hijo suspiró: — No queremos discutir, pero parece que prefieres aferrarte a las cosas y nos dejas con toda la carga: financiera y mental. Siempre estamos pensando qué hacer si de repente enfermas. ¿Quién va al chalet? ¿Quién lo mantiene? Sergio sintió una punzada de culpa. Él también lo pensaba: si le pasaba algo repentinamente, sus hijos tendrían que hacer gestiones, heredar, ver a quién tocaba cada casa. Sí, sería duro. Volvió a la mesa, se sentó. — Y si… —empezó, dudó—. Si pongo el chalet a vuestro nombre, pero sigo yendo mientras pueda? Hija e hijo cruzaron una mirada. La nuera frunció el ceño. — Papá —dijo—, pero eso no resuelve. Nosotros no podríamos ir tanto como tú quieres: trabajo, los niños… — No os pido que vayáis. Sólo seguir yendo yo, el tiempo que aguante. Después decidís. Sabía que era un compromiso: para él, tener la puerta abierta; para ellos, la herencia en orden. La hija meditó. — Es una opción —dijo—. Pero seamos sinceros: probablemente nunca iremos. Nosotros nos planteamos irnos a otra ciudad, donde la vida es más accesible. Sergio se estremeció. Eso no lo sabía. El hermano también alzó las cejas. — No me lo habías dicho —le recriminó. — Solo lo estamos pensando —se defendió ella—. En cualquier caso, el chalet para nosotros no es lo que es para ti. No lo vemos como tu futuro. Quedó atrapado en esa palabra: “futuro”. El de ellos iba en otra parte; el de él, en estos lugares, el piso, el garaje, el chalet. Dieron vueltas a los mismos argumentos un buen rato. Ellos con cifras y planes, él con recuerdos. Hablaban de salud y vejez; él, de no marchitarse si se quedaba sin ocupación. Hasta que el hijo, finalmente agotado, soltó —más áspero de lo que pretendía—: — Papá, no puedes seguir siempre quitando malas hierbas. Llegará un momento en que no puedas. ¿Y entonces? ¿Que todo se caiga? ¿Que lo veamos una vez al año, hecho ruinas? Sergio se irritó: — ¿Ruinas para ti? Correteaste ahí de niño. — Pero crecí. Ahora tengo otras preocupaciones. Silencio otra vez. La hija quiso mediar: — Sasha, ya basta… Ya era tarde. Sergio comprendió que hablaban lenguajes distintos. Para él, tiempo en el chalet era vida; para ellos, un pasado bonito pero prescindible. Se levantó. — Vale. Tengo que pensarlo. No hoy, ni mañana. Dadme tiempo. — Papá —intentó la hija—, no podemos tardar. El mes que viene vence el plazo del banco… — Lo entiendo —le interrumpió—. Pero entended vosotros: esto no es vender un armario. Silencio. Empezaron a irse, colocaron los zapatos, se abrigaron. La hija le abrazó despacio. — No es que rechacemos el chalet de verdad —le murmuró—. Tememos por ti. Asintió, incapaz de hablar. Cuando se quedaron solos, la casa se llenó de silencio. Sergio fue a la cocina, se sentó a la mesa. Allí, tazas a medio vaciar, la bandeja de pastas. Se sintió muy cansado. Se quedó así mucho rato, sin encender la luz. Afuera caía el crepúsculo, se encendían ventanas en la casa de enfrente. Al rato se levantó, sacó del armario la carpeta de documentos. El título del chalet, el garaje. Se detuvo en el plano: ese rectángulo, los bancales dibujados. Pasó el dedo por las líneas, como por los caminos de tierra reales. Al día siguiente fue al garaje. Necesitaba hacer algo. Abrió las puertas de par en par para que entrara el sol. Organizó herramientas, revisó cajas. Tiró por fin lo que ya era chatarra. El vecino, un tal Manolo, apareció por allí. — ¿Te deshaces del trasto? —preguntó. — Limpiando, a ver qué quiero y qué no. — Bien hecho —afirmó—. Yo vendí el mío. Hacía falta para el coche del hijo. Sin garaje, pero el chaval está encantado. Sergio guardó silencio. Manolo se fue, él se quedó entre cosas y pensamientos. Vender —hijo contento. Tan sencillo como una chaqueta vieja. Tomó una llave inglesa gastada de tanto usar. Recordó cuando su hijo, de niño, le pedía que le dejase apretar tornillos. Antes pensaba que siempre estarían juntos, unidos por el lenguaje del taller. Ahora ese lenguaje le era extranjero a su hijo. Por la tarde volvió a repasar los papeles. Llamó a la hija. — He decidido —le dijo—. Pongo el chalet a nombre de los dos, tú y Sasha. Pero no se vende todavía. Voy mientras pueda. Luego, haced como mejor veáis. Una pausa. — ¿Estás seguro? — Seguro —mintió. En el fondo sentía que se arrancaba algo muy suyo, pero no había más remedio. — Vale. Mañana nos vemos y vemos los papeles. Colgó y se quedó callado. Se sentía cansado, pero extrañamente aliviado. Como alguien que toma una decisión inevitable. Una semana después fueron al notario. Firmó el documento de donación con la mano algo temblorosa. El notario le explicaba lo que firmaba; los hijos, agradecidos. — Gracias, papá —dijo el hijo—. Nos soluciones mucho. Él asentía. Pero sentía que también le solucionaban a él el problema de “el después”. El después ya estaba en los papeles. Decidió guardar aún el garaje, por ahora. Los hijos sugerían venderlo también, pero él fue tajante. Lo necesitaba, dijo, para no pasarse el día ante la tele. Eso lo entendieron. La vida siguió igual. Él en su piso, yendo de vez en cuando al chalet: ya como invitado en lo que no era suyo. Pero todavía con las llaves, y nadie ponía pegas. El primer día que fue tras el cambio, el parque florecía. Pensó en el viaje sabiendo que la casa no era formalmente suya: propiedad ajena. Pero abrió la cancela, oyó el chirrido, recorrió el camino y el sentimiento de ajenidad se desvaneció. Entró, colgó la chaqueta en el clavo. Todo igual: la cama, la mesa, el oso de peluche remendado. Se sentó en el taburete del ventanal. Un rayo de sol iluminaba el polvillo sobre la madera. Pasó la mano por la repisa, notó cada veta. Pensó en sus hijos, en sus vidas calculadas, en sus planes. En los suyos, cada vez más ligados a estaciones que a años: aguantar hasta la próxima primavera, remover la tierra una vez más, sentarse al porche en verano. Sabía que venderían la casa tarde o temprano. Tal vez en un año, tal vez en cinco. Cuando ya no pudiera ir. Dirán que mantenerlo vacío no tiene sentido. Y tendrían razón. Pero de momento, la casa seguía. El tejado aguantando, palas en el trastero, los brotes verdes abriéndose paso en los bancales. Aún podía caminar por la parcela, agacharse, recoger tierra. Salió, rodeó la casa. Vio los vecinos: unos plantando, otros colgando ropa. La vida seguía. El verdadero miedo no era a perder la casa y el garaje. Era a volverse prescindible. Estos lugares le recordaban que aún era útil, que podía arreglar, pintar, cavar. Ahora esa prueba era frágil, más memoria que propiedad. Pero el derecho a estar allí nadie se lo quitaba: no por papeles, sino por todo lo que recordaba. Sacó un termo de té, lo vertió en la taza, probó. Algo amargo, pero no como aquella noche en la cocina. Decisión tomada. Lo que perdía y lo que ganaba estaba claro. Había entregado parte de sí, y recibía a cambio el seguir estando, aunque fuera por la memoria. Miró la puerta, la cerradura, la llave vieja y gastada. La apretó en la mano. Algún día esa llave quedará en manos ajenas, que la meterán en la cerradura sin saber el peso de ese gesto. Y eso le dio tristeza y, al mismo tiempo, paz. El mundo cambia, las cosas se heredan, se venden. Lo principal es haber vivido el tiempo justo en tu lugar: aunque solo sea por dentro y no en ningún papel. Sergio terminó el té, se levantó. Caminó al trastero, sacó una pala. Al menos cavar un bancal más. Por él, no por nadie más. Clavó la azada, apoyó el pie, la tierra se abrió. El olor a húmedo. Inspiró hondo, agachado. El trabajo era lento: le dolía la espalda, los brazos pesados. Pero con cada palada sentía alivio. Como si removiera no solo la tierra, sino los miedos. Al atardecer se sentó en el porche, secándose el sudor de la frente. Los bancales ordenados, el cielo rosado. Escuchó el grito lejano de un pájaro. Miró la casa, sus huellas en la tierra, la pala apoyada. Pensó en qué pasaría mañana, el año próximo, en cinco. No lo sabía. Pero sentía que, ahora mismo, estaba exactamente donde tenía que estar. Se levantó, apagó las luces, cerró la casa. En el porche se detuvo un segundo, escuchó el silencio. Echó la llave: el hierro hizo clic. Sergio guardó la llave en el bolsillo y caminó hacia el coche, evitando pisar la tierra recién removida.

Nadie en casa

Me desperté, como de costumbre, sin necesidad de despertador, a las seis y media. En el piso reinaba el silencio; solo en la cocina el frigorífico murmuraba bajo. Me quedé un minuto escuchando ese sonido y estiré el brazo hacia la repisa de la ventana en busca de mis gafas. Al otro lado del cristal empezaba a clarear el día, y los coches cruzaban la calle, salpicando el asfalto mojado.

Antes, a esta hora, ya andaba preparándome para ir a trabajar. Me levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino, pared con pared, ponía la radio. Ahora el vecino seguía con la radio, pero yo me quedaba en la cama, preguntándome en qué ocuparía el día. En la teoría llevo tres años jubilado, pero sigo viviendo al ritmo de siempre, por costumbre.

Finalmente me levanté, me puse los pantalones de chándal y caminé hacia la cocina. Puse agua a calentar para el té y saqué de la panera el trozo de barra de pan de ayer. Mientras esperaba, me asomé a la ventana. Séptima planta, bloque de pisos gris, patio interior con columpios. Debajo, aparcado, seguía mi viejo Seat Panda, cubierto de una fina capa de polvo. Pensé, casi sin querer, que debería darme una vuelta por el trastero del garaje, no fuera a estar goteando el techo.

El trastero está en la cooperativa, a tres paradas en metro. Antes pasaba allí media vida los fines de semana, trasteando en el coche, cambiando el aceite, charlando con los vecinos de fútbol o de lo caro que está el gasóleo. Ahora todo es mucho más sencillo: el taller, el cambio de ruedas exprés, las compras por Internet. Pero el trastero no lo abandono. Allí siguen mis herramientas, las ruedas antiguas, cajas de cables, maderas y cosas útiles, como lo llamo yo.

Y la casa del pueblo. Un pequeño chalé en una urbanización a las afueras de Segovia, con su porche estrecho, dos habitaciones y una cocina enana. Cierro los ojos y veo las humedades del techo, las tablas que crujen bajo los pies, el rumor del agua golpeando los canalones cuando llueve. Esa casa la heredamos mi mujer y yo de sus padres. Hace más de veinte años casi cada fin de semana íbamos allí con los niños. Cavábamos el huerto, freíamos patatas, poníamos el transistor encima de una banqueta y la vida parecía sencilla.

Hace cuatro años que mi mujer se fue. Los hijos crecieron, se repartieron por Madrid, se hicieron sus familias. Solo quedaron la casa y el trastero conmigo. Me mantenían atado a algún eje. Aquí el piso; allí, la casa; más allá, el trastero. Cada cosa en su sitio, todo bajo control.

El agua empezó a hervir. Preparé el té y me senté en la mesa. En la silla de enfrente el jersey que ayer doblé. Mientras desayunaba, pensaba en la charla de la noche anterior.

Anoche vinieron mis hijos. Mario con su mujer y el pequeño Carlitos, mi nieto. Lucía y su marido. Tomamos té y hablamos de quién se iba a ir primero de vacaciones. Al poco, la conversación giró como últimamente siempre hacia el dinero.

Mario decía que la hipoteca lo ahogaba, que los intereses están por las nubes. Lucía se quejaba del precio de la guardería, de las actividades extraescolares, de la ropa… Yo asentía; recordaba bien aquellos días de hacer cuentas hasta el salario. Pero entonces ni trastero ni casa tenía. Solo una habitación alquilada y esperanzas.

Entonces Mario, inseguro, me soltó:

Papá, lo hemos hablado con Marta… Y Lucía también está de acuerdo. ¿No crees que podrías vender algo? La casa del pueblo, por ejemplo. O el trastero. Si total, apenas los usas.

Bromeé y cambié de tema. Pero en la cama, durante la noche, aquellas palabras, si total, apenas los usas, resonaban en mi cabeza.

Me acabé el bocadillo, apuré el té y fregué el vaso. Miré el reloj; eran las ocho. Decidí ir a la casa del pueblo. Había que ver cómo estaba tras el invierno. Y de paso… demostrarme algo a mí mismo.

Me abrigé bien, cogí las llaves de la casa y del trastero, y las guardé en el bolsillo del abrigo. En el pasillo, me detuve un instante frente al viejo espejo de marco estrecho. Me vi reflejado: hombre de sienes canosas, ojos cansados, pero aún con cuerpo. No soy un anciano. Me ajusté el cuello del abrigo y salí.

De camino paré en el trastero a recoger algunas herramientas. El candado chirrió mientras lo abría y la puerta, como siempre, requirió un empujón fuerte. Dentro olía a polvo, gasolina, trapos viejos. Había estantes repletos de botes con tornillos, cajas de cables, una cinta de casete con mi letra desteñida. Telarañas en los rincones.

Recorrí los estantes: allí seguía el gato que compré para mi primer coche. Allí, unas tablas bien apiladas algún día iba a fabricar con ellas un banco para la casa; allí siguen. Cogí la caja de herramientas, varias garrafas de plástico y, tras cerrar el trastero, proseguí el viaje.

La carretera hacia Segovia se despejaba tras una hora. Aún quedaban montones de nieve sucia en las cunetas y en algún que otro prado asomaba ya la tierra oscura. La urbanización estaba desierta; era pronto para los de verano. Saludé a la portera, Pilar, que me reconoció y me sonrió desde su abrigo de plumas.

El porche de la casa, como siempre, silencioso antes de la primavera. Valla de madera, puerta torcida. La abrí, pisando hojas secas del otoño.

Dentro, olía a madera y cerrado. Abrí las ventanas para ventilar. Quité la funda a la cama y la sacudí. En la diminuta cocina seguía la olla de esmalte donde antes cocíamos el compot. De un clavo junto a la puerta colgaba un manojo de llaves; entre ellas, la del cobertizo de las herramientas de jardín.

Recorrí la casa lentamente, tocando marcos y pomos. En el cuarto donde antes dormían los niños seguía la litera. En la superior, el oso de peluche, con la oreja pegada con cinta. Recordé al Mario niño, llorando por esa oreja, y yo, sin pegamento, la até con cinta aislante.

Salí al jardín. La nieve casi derretida y los bancales encharcados de negro. El viejo brasero, oxidado, asomaba en la esquina. Me acordé de las barbacoas, de las tardes de té en el porche con mi esposa, de las risas de los vecinos de parcela.

Suspiré y me puse manos a la obra: limpié el sendero de hojas, ajusté una tabla del porche que bailaba, comprobé el tejado del cobertizo. Saqué una silla de plástico vieja para tomar el sol. Ya calentaba más alto.

Miré el móvil. Llamada perdida de Mario anoche. Mensaje de Lucía en el WhatsApp: Papá, a ver si nos reunimos y lo hablamos con calma. No estamos en contra de la casa, pero tenemos que pensar con cabeza.

Pensar con cabeza. Era la frase recurrente últimamente. Que el dinero no esté parado. Que a cierta edad, uno no se machaque con casa y trastero. Que ayude a los jóvenes. Y sí, los comprendo. Pero sentado ahí, oyendo ladrar un perro a lo lejos y sintiendo las gotas cayendo de los canalones, pensar con cabeza quedaba lejano. Había otras razones.

Me levanté, rodeé el jardín, volví a cerrar la casa con llave y emprendí la vuelta.

Para la hora de comer ya estaba en Madrid. Dejé la bolsa de herramientas en la entrada. En la cocina, dispuesto a hacerme otro té, vi el papel en la mesa: Papá, pasamos esta tarde a verte para hablar. M.

Me senté. Así que hoy. Hoy la conversación sería de verdad.

Por la tarde vinieron Mario, Marta y Lucía. Al niño lo habían dejado con los abuelos maternos. Abrí, saludé, y entraron en silencio, como en los viejos tiempos.

Nos sentamos en la cocina. Puse galletas, bombones y el té. Nadie tocó nada. Hablamos de trivialidades, los atascos, el trabajo, el niño. Al rato, Lucía miró a Mario. Él asintió y ella tomó la palabra:

Papá, de verdad, necesitamos hablar. No queremos presionarte, pero tenemos que decidir algo.

Sentí un nudo en el estómago. Asentí, dispuesto a escuchar.

Mario empezó:

Mira, tienes este piso, la casa del pueblo y el trastero. El piso es intocable, claro. Pero la casa… reconoces que ya te da guerra. El jardín, el tejado, la valla. Cada año nos cuesta a todos dinero.

Hoy estuve, dije. Está todo bien.

Hoy sí, intervino Marta. ¿Pero dentro de cinco, diez años? No vas a estar siempre. Perdona, pero tenemos que pensarlo.

Me dolieron esas palabras tan francas, aunque sé que no quiso herir.

Lucía fue más suaves:

Papá, no queremos que lo abandones. Pero tal vez podrías vender la casa y el trastero y repartimos el dinero. Algo para ti, para que sigas bien, y otra parte para Mario y para mí. Así podríamos liquidar parte de la hipoteca. Siempre has dicho que querías ayudarnos.

Es cierto, decía eso en los primeros meses de la jubilación, cuando aún trabajaba a media jornada. Creía que podría hacerlo.

Ya os ayudo contesté. A veces recojo al niño o hago la compra.

Mario sonrió con cansancio:

Papá, no es suficiente. Necesitamos algo serio para respirar. ¿Ves cómo están las cosas? No te pedimos todo. Pero… tienes ahí un patrimonio parado.

La palabra patrimonio sonó extraña en mi cocina. De pronto, como si una barrera invisible se alzara entre nosotros, hecha de números, balances y hipotecas.

Agarré mi taza y bebí el té, ya frío.

Para vosotros es patrimonio dije despacio. Para mí

Buscaba la palabra justa, sin querer dar pena.

son trozos de mi vida. El trastero lo construí con mi padre. Y la casa… allí crecisteis vosotros.

Lucía bajó la mirada. Mario tardó en hablar, más suave:

Lo entendemos, de verdad. Pero casi no vas. Lo sabemos. No puedes solo.

Hoy estuve insistí. Todo está bien.

Hoy replicó Mario. ¿Y antes? ¿En otoño? Papá, en serio.

Silencio. Escuché el tictac del reloj del salón. Vi a mis hijos sentados frente a mí, discutiendo mi vejez como si fuera un plan de reformas. Optimización del gasto, reparto de bienes.

Vale pregunté. ¿Qué proponéis exactamente?

Mario se animó, preparado:

Tenemos ya localizada a una agente inmobiliaria. Dice que la casa está bastante cotizada. El trastero también. Nosotros nos encargamos de todo: visitas, papeles, firmas. Solo tienes que firmar un poder y ya.

¿Y el piso? pregunté.

El piso ni tocarlo, saltó Lucía. Esa es tu casa.

Asentí. Casa. ¿Solo son estos muros? ¿La casa del pueblo era también casa? ¿Y el trastero, donde pasé mil fines de semana?

Me levanté y me asomé a la ventana. Las farolas de la plaza acababan de encenderse. Todo parecía igual que hace veinte años, solo que los niños tenían ahora móviles.

¿Y si no quiero vender? pregunté de espaldas.

Se hizo más silencio aún. Lucía contestó, con cuidado:

Papá, es tu decisión. Nadie va a obligarte. Pero… nos preocupa tu salud. Tú mismo dices que ya te cuesta.

Sí, me cuesta, admití. Pero aún tengo derecho a decidir qué hago.

Mario suspiró:

No queremos pelear. Pero desde fuera, parece que te aferras a cosas, y nosotros cargamos con la incertidumbre. Si te pones malo, ¿quién irá al pueblo?, ¿quién se hace cargo de todo?

Sentí el peso de su preocupación. También pienso en ello: qué será cuando falte. Ellos tendrían que lidiar con papeles, herencias Les supondría un lío enorme.

Me senté de nuevo.

¿Y… y si la casa se pone a vuestro nombre, pero sigo yendo mientras pueda?

Se miraron los tres. Marta frunció el ceño.

Papá, seguiríamos con el problema igual. No podemos ir tanto como tú quieres. El trabajo, los niños

No os pido que vayáis, dije. Solo que me dejéis ir a mí. Cuando ya no pueda, hacéis lo que veáis.

Era mi compromiso: para mí, quedarme con el sitio; para ellos, la tranquilidad legal.

Lucía lo meditó:

Sería una opción Pero, sinceramente, allí nosotros no tenemos más futuro. A lo mejor Eugenio y yo incluso nos mudamos a otra ciudad, donde el piso y el trabajo son mejores.

Me sorprendió, no lo sabía. Mario, por la expresión, tampoco.

No me lo habías dicho, comentó.

Lo estamos considerando, nada más. Para nosotros el pueblo no es lo que era para ti.

Me quedé con esa palabra: futuro. Para ellos, estaba en otra ciudad, otra vida. Para mí, se acotaba a esos sitios que aún podía recorrer. Piso, trastero, casa del pueblo.

Estuvimos un buen rato más dando vueltas. Cifras contra recuerdos, planes frente a memoria. Mario, algo tenso, zanjó:

Papá, llegará el día que no puedas ni mover la azada. ¿Entonces qué? ¿Dejar que todo se caiga?

Sentí un ramalazo de enfado.

¿Eso te parece ruinas? repliqué. Allí os criasteis entre esas ruinas.

Pero crecí dijo. Tengo otras responsabilidades.

Las palabras nos separaban. Lucía quiso suavizarlo:

Sergio, hijo

Pero era tarde. Entendí que hablábamos idiomas distintos. Para mí, ese lugar era mi vida viva; para ellos, un bonito recuerdo.

Me levanté.

Dejadme pensarlo. No hoy. No mañana. Necesito tiempo.

Papá, intentó Lucía no podemos demorar mucho. El mes que viene hay un pago serio

Entiendo, la corté. Pero yo también os pido comprensión. No es vender una chaqueta sin más.

Nos quedamos callados. Luego recogieron. En la entrada, se tomaron su tiempo con los zapatos. Al despedirse, Lucía me abrazó.

De verdad, papá, no es contra la casa. Te echamos de menos.

Asentí sin hablar.

Cuando cerré la puerta se instaló el silencio. Fui a la cocina, me senté entre tazas y galletas a medio comer. Me sentí muy cansado.

Permanecí quieto, sin encender las luces. Afuera las ventanas destellaban. Al rato subí al dormitorio y saqué la carpeta de los documentos: DNI, escrituras de la casa, del trastero. Pasé las páginas hasta el plano del terreno del pueblo.

Un rectángulo minúsculo de cuadrículas. Pasé el dedo despacio por las líneas.

Al día siguiente me fui al trastero. Necesitaba hacer algo con las manos. Dentro hacía frío; abrí de par en par para dejar entrar el sol. Ordené herramientas y decidí deshacerme de parte del trasto: piezas rotas, tornillos oxidados, cablecillos por si acaso.

Mi vecino de trastero, Antonio, asomó la cabeza.

¿A limpiar toca?

Hacía falta, contesté. Mirando qué todavía me vale y qué no.

Bien hecho. Yo ya vendí el mío, el trastero. Para un coche nuevo para mi chico. Ahora sin trastero, pero el hijo agradece.

Callé. Escuetamente, como si fuera vender un abrigo viejo.

Cogí una llave inglesa, pesada, la giré en la mano. Me vinieron imágenes de Mario de pequeño, pidiéndome que le dejara apretar una tuerca. Pensaba que aquel trastero, el coche y la casa serían siempre un vínculo suyo y mío. Pero ese lenguaje, ahora, él ya no lo habla.

Por la tarde, revisando de nuevo los papeles, llamé a Lucía.

Lo he decidido, le dije. Vamos a poner la casa del pueblo a vuestro nombre, a medias con Mario. Pero de momento no la vendemos. Yo seguiré yendo mientras aguante. Después, haced lo que debáis.

Pausa al otro lado.

¿Estás seguro, papá?

Seguro, aunque en realidad sentía que perdía algo esencial.

Bien. Entonces mañana nos sentamos a planear con el abogado.

Colgué y me senté otra vez. Era extraño: agotamiento y, al mismo tiempo, alivio. La decisión ya estaba tomada, no había escape.

A la semana fuimos al notario. Firmamos el traspaso en donación. Sentí el pulso inseguro al rubricar. El notario explicaba todo tranquilo. Mis hijos daban las gracias.

Papá, gracias. Nos ayudas mucho, me decía Mario.

Asentía. Por dentro sabía que no sólo les ayudaba: también ellos me quitaban el peso de preocuparme por el después. Ahora eso quedaba negro sobre blanco.

El trastero lo dejé para mí. Por ahora. Se intuía que esperaban también poder venderlo, pero me mantuve firme: necesitaba ese rincón para no estar todo el día mirando la televisión, y esto sí lo entendieron.

Por fuera, nada cambió. Seguía en el piso, yendo a veces al pueblo, ya como invitado en una casa que, legalmente, no era mía. Pero guardaba las llaves, nadie me impedía usarla.

La primera vez que volví, en un abril luminoso, tuve miedo a la sensación de pertenencia perdida. Pero abrí la verja, crucé el camino habitual y el sentimiento de extrañeza cedió.

Dentro, el mismo olor, la misma cama, el oso de peluche en la litera, la misma mesa de siempre.

Me senté en el banco de la ventana. Un rayo de sol iluminó el alféizar y el polvo. Pasé la mano por la madera.

Pensé en los hijos, sus cuentas de banco, la vida apresurada. Y en mí mismo, que hacía planes a plazos de estaciones, no de años: llegar a la siguiente primavera, volver a preparar la tierra, sentarme una tarde en el porche.

Comprendo que la decisión de vender la casa del pueblo llegará sí o sí. Quizá en un año, quizá en cinco. Cuando ya me cueste venir, la venderán, y tendrán razón.

Pero de momento aquí sigue la casa. El tejado aguanta, las herramientas siguen en el cobertizo, en los bancales verdea el primer brote. Sigo pudiendo agacharme, trabajar la tierra, sentirla en las manos.

Di la vuelta a la casa, observé los huertos vecinos. En uno ya trasplantaban lechugas; en otro se secaban sábanas al sol. La vida seguía, como debe ser.

Comprendí entonces que el miedo no es por la casa, ni por el trastero. Es miedo a no ser útil, ni para los hijos ni para uno mismo. Esos sitios son la evidencia de que aún hago, aún sirvo.

Ahora ese derecho es más frágil. Los papeles dicen una cosa, mis costumbres otra. Sentado bajo el porche, supe que no me lo quita un notario. El derecho existe porque aún guardo la llave y la memoria.

Saqué el termo de té y bebí un sorbo. Sabía un poco amargo, pero no como aquella noche dura de la charla. La decisión estaba tomada, el precio entendido. Cedí una parte de lo mío, pero gané otra: quedarme mientras pueda, en la casa de siempre.

Miré la puerta, la llave vieja, la apreté en la mano. Un día será Mario o Lucía, o quizás extraños, quienes giren ese cerrojo. Meterán la llave, ajenos a tantos recuerdos en ese gesto.

El pensamiento me dejó triste y en paz. El mundo gira, las cosas cambian de manos. Lo importante es vivir en los propios sitios hasta el final, no por la escritura, por el sentimiento.

Me terminé el té, fui al cobertizo por la azada. Al menos quería preparar un bancal. Para mí. No para los que vengan, ni para los hijos que cuentan euros. Para sentir la tierra entre los dedos.

Hundí la azada, la tierra cedió: la primera capa salía oscura y húmeda. Respiré hondo.

La faena fue lenta, dolía la espalda, temblaban las manos, pero con cada surco me sentía más ligero, como si desenterrara mis propios temores.

Al anochecer me senté en el porche. El huerto quedaba listo en hileras, el cielo rosáceo. Un pájaro lanzó su grito.

Vi la casa, las huellas en el barro, la azada contra la pared. Pensé en el mañana, en el futuro. No tenía respuesta, pero sí certeza: ahora mismo, estoy en mi sitio.

Cerré la luz, eché la llave, me detuve un instante en el porche para escuchar la calma. Luego giré la llave. El metal hizo clic.

Me guardé la llave en el bolsillo y caminé por el sendero, esquivando la tierra recién removida.

Rate article
MagistrUm
La casa de nadie Sergio se despertó, como siempre, sin necesidad de despertador, a las seis y media. El piso estaba en silencio, sólo el rumor bajo del frigorífico rompía la calma de la cocina. Se quedó un momento tumbado, escuchando ese sonido, y alargó el brazo hacia la repisa de la ventana en busca de sus gafas. Afuera, el día apenas clareaba y algunos coches deslizaban sus neumáticos por el asfalto mojado. Antes, a esa hora, se preparaba para ir a trabajar. Se levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino encendía la radio al otro lado de la pared. Ahora el vecino seguía encendiendo la radio, pero él ya sólo pensaba en qué haría ese día. Oficialmente estaba jubilado desde hacía tres años, pero por costumbre seguía llevando una vida de horarios estrictos. Se puso unos pantalones de chándal y fue hasta la cocina. Puso la tetera a hervir y sacó un trozo de barra de pan del día anterior de la panera. Mientras el agua se calentaba, se asomó a la ventana. Séptimo piso, edificio de ladrillo visto, patio con parque infantil. Abajo, debajo de la ventana, estaba su viejo Lada Niva, cubierto por una fina capa de polvo. Pensó automáticamente que debía pasar por el garaje y comprobar si el techo goteaba. El garaje estaba en un polígono de la ciudad, a tres paradas de metro. Antes pasaba allí medio fin de semana, trasteando en el coche, cambiando el aceite, discutiendo con los vecinos sobre el precio de la gasolina o sobre fútbol. Ahora todo era más fácil: talleres rápidos, compra de ruedas por Internet, tienda en dos clics. Pero el garaje no lo había dejado. Allí guardaba herrajes, neumáticos, cajas con cables y maderas, sus ‘cosas de manitas’, como decía. Y el chalet: una casita en una urbanización de las afueras. De madera, con un porche estrecho, dos habitaciones y una cocina pequeña. Cuando cerraba los ojos aún veía esas tablas, las grietas del suelo, y oía la lluvia repiqueteando en el tejado. El chalet lo heredó junto a su mujer de los padres de ella. Hace más de veinte años iban allí casi todos los fines de semana, con los niños. Cavaban huertos, freían patatas, ponían el radiocasete sobre el taburete. La mujer llevaba cuatro años muerta. Los hijos ya crecieron, cada uno con su piso, su familia. Y el chalet y el garaje seguían siendo su mundo. Le hacían sentir dentro de una coordenada fija y familiar. Aquí el piso, allí el chalet, allí el garaje. Todo en su sitio, todo bajo control. La tetera silbó. Sergio se preparó el té y se sentó a la mesa. En la silla de enfrente, doblado de víspera, estaba el jersey de punto. Comió el bocadillo, miró el jersey, y pensó en la conversación de la tarde anterior. Ayer vinieron los hijos. El hijo con su mujer y un niño pequeño, el nieto. La hija con su marido. Merendaron, hablaron de cuándo irían de vacaciones. Luego la charla viró al tema de siempre últimamente: el dinero. El hijo explicó que la hipoteca apretaba, que subieron los intereses. La hija se quejaba del precio de la guardería, de las clases extraescolares, de la ropa. Sergio asentía: recordaba contar las pesetas hasta la nómina, cuando no tenía ni chalet ni garaje, sólo una habitación de alquiler y esperanzas. A continuación el hijo, algo cohibido, soltó: — Papá, hemos hablado entre nosotros… También lo comentamos con Cristina. ¿No crees que podrías vender algo? El chalet, por ejemplo. O el garaje. Ya casi no vas… Él había bromeado cambiando de tema, pero por la noche no pegó ojo, repitiéndose ese “ya casi no vas”. Terminó el bocadillo, apuró el té, dejó la taza en el fregadero. Miró el reloj: las ocho. Decidió irse al chalet: tenía que ver cómo estaría tras el invierno. Y de paso… demostrarse algo a sí mismo. Se abrigó, cogió las llaves del chalet y del garaje, se las metió en el bolsillo de la cazadora. Se detuvo en el espejo del pasillo: un hombre de sienes canosas, ojos algo cansados pero aún fuerte. No era un viejo. Se arregló el cuello y salió. Paró primero en el garaje a recoger herramientas. La cerradura chirrió, la puerta se abrió con el gesto habitual. Olor a polvo y gasolina, trapos viejos. En los estantes, tarros de tornillos, cajas con cables, una vieja cinta de casete rotulada a mano. Telarañas en la viga. Repasó con la mirada las baldas: el gato hidráulico de su primer coche, las tablas ordenadas para un banco que nunca llegó a construir para el chalet. Pero aún las conservaba. Cogió la caja de herramientas, varias garrafas, cerró el garaje y condujo hasta las afueras. Tardó alrededor de una hora. Nieve sucia a los lados de la carretera, la tierra oscura asomando en los claros. La urbanización seguía vacía: aún era pronto para que llegara la mayoría. En la garita, la portera, con su anorak, le saludó con la cabeza. El chalet le recibió con su inmovilidad propia de la temporada baja. Valla de madera, cancela medio torcida. La abrió, anduvo por el sendero de la entrada, las hojas pisadas crujían bajo las botas. Dentro olía a madera y humedad. Abrió las ventanas para airear, retiró la colcha vieja de la cama, la sacudió. En la diminuta cocina, la cazuela de esmalte donde antes hacían compota. De un clavo colgaba el manojo de llaves: el del trastero del jardín. Fue recorriendo el interior, acariciando con las yemas paredes y pomos. En la habitación de los niños, la litera todavía montada. Arriba, un oso de peluche con una oreja arrancada. Recordaba cómo su hijo lloró por eso, y él, al no encontrar pegamento, se la ató con cinta aislante. Salió al jardín. La nieve, casi derretida; los bancales, negros y húmedos. En la esquina, una barbacoa oxidada. Recordó el olor de la carne a la brasa, las meriendas con su esposa en el porche, el té en vasos de cristal, las risas de los vecinos de parcela. Sergio suspiró y se puso a trabajar: limpió el sendero, arregló la tabla suelta del porche, revisó el tejado del trastero. Encontró una silla de plástico, se sentó fuera. El sol ya calentaba. Miró el móvil, revisó las llamadas. Su hijo había telefoneado la noche anterior. La hija había escrito en el chat: “Tenemos que hablarlo con calma, papá. No estamos en contra del chalet, pero hay que pensar con la cabeza”. Con la cabeza. Lo había oído muchas veces en los últimos meses. Pensar con la cabeza era no dejar dinero muerto. Pensar con la cabeza era que un jubilado no debía matarse a trabajar con la finca y el garaje. Era ayudar a los hijos mientras pudiera. Él los entendía. De verdad. Pero allí, sentado en la silla de plástico, escuchando lejano un perro y el goteo del agua del tejado, esa ‘cabeza’ se le iba al fondo. Esto no era cuestión de cálculos. Caminó por la parcela, volvió a cerrar la casa, echó el candado. Subió al coche y volvió a Madrid. Sobre la una llegó al piso. Dejó la chaqueta y la bolsa de herramientas en el recibidor. En la cocina puso la tetera y se dio cuenta de la nota sobre la mesa, en una hoja de bloc: “Papá, pasamos esta tarde, hablamos. S.” Se sentó y apoyó las manos sobre el tablero. Era esa tarde. Habría que hablar en serio, sin bromas. Por la tarde vinieron los tres: el hijo con su mujer y la hija. Al nieto lo dejaron con los suegros. Sergio abrió y les saludó, les dejó pasar al pasillo. El hijo, como antes, se descalzó y colgó su abrigo en la percha. Un gesto automático. Ya en la cocina se sentaron. Sirvió té, pastas, caramelos. Nadie tocó nada. Hablaron primero de cosas sin importancia: el niño, el trabajo, el tráfico. Luego, la hija miró al hermano y éste asintió, y ella dijo: — Papá, hablemos de verdad. No queremos presionarte, pero… todos tenemos que tomar una decisión. Sergio sintió un nudo en el estómago. Asintió: — Hablad. El hijo empezó: — Mira, tienes este piso, el chalet y el garaje. El piso es sagrado, de eso ni hablamos. Pero el chalet… Tú mismo dices que te cuesta. El huerto, el tejado, la valla… Cada año se va dinero ahí. — Hoy he ido —dijo Sergio bajo—. Todo está bien. — Ahora sí —dijo la mujer de su hijo—. Pero ¿y dentro de cinco, diez años? Tú no vas a vivir eternamente. Perdona, pero tenemos que pensar en ello. Sergio apartó la mirada. El “no vas a vivir eternamente” le resultó demasiado directo, aunque no parecía querer herirle. La hija habló con más suavidad: — No te decimos que lo dejes. Pero si vendes el chalet y el garaje, el dinero se reparte: parte para ti, parte para nosotros. Nos ayudaría con la hipoteca. Siempre dijiste que te gustaría echarnos una mano. En efecto, así lo decía cuando recién se jubiló y aún hacía algunos trabajos. Entonces pensaba que sería fuerte muchos años y podría ayudar. — Ya ayudo lo que puedo —contestó—. Me llevo al niño, os compro comida. El hijo sonrió tenso: — Papá, eso no es lo mismo. Ahora necesitamos una cantidad, no favores puntuales. Lo sabes, viste los intereses. No es que te pidamos que nos des todo. Es que tienes propiedades… Aquella palabra, propiedades, sonó extraña en la cocina. Sergio sintió que una columna invisible, hecha de cifras, recibos y créditos, se erigía entre ellos. Agarró la taza, bebió un sorbo de té ya frío. — Para vosotros son propiedades —dijo despacio—. Para mí son… Se quedó callado, buscando la expresión. No quería sonar grandilocuente. — Son trozos de vida —dijo al fin—. Ese garaje lo construí con mis propias manos. Con mi padre, en paz descanse. Ladrillo a ladrillo. Y el chalet… Ahí crecisteis vosotros. La hija bajó la vista. El hijo calló un momento y añadió, más suave: — Lo entendemos, de verdad. Pero tú apenas vas. Cada vez está más vacío. No puedes con todo solo. — Hoy he estado allí —repitió Sergio—. Todo bien. — Hoy. ¿Y antes? ¿En otoño? Papá, en serio. Se hizo el silencio. Se oía el tic-tac del reloj del salón. Sergio vio de pronto con claridad cómo discutían sobre su vejez como un asunto que planificar: optimización de gastos, reparto de propiedades. — Bien —dijo—. ¿Qué proponéis entonces? El hijo se animó: se notaba que ya lo tenían hablado. — Hemos contactado con una inmobiliaria. Por el chalet se saca buen dinero. El garaje también se vende bien. Nosotros nos encargamos: enseñar, papeles. Tú solo firmas la autorización. — ¿Y el piso? —preguntó Sergio. — El piso no se toca —dijo rápido la hija—. Este es tu hogar. Él asintió. ‘Hogar’ sonaba de otro modo. ¿Solo estas paredes? ¿Y el chalet, el garaje donde pasaste tantas horas…? Se levantó, fue a la ventana. Las farolas del patio encendidas. Todo igual que veinte años atrás. Sólo los coches y los críos han cambiado. — ¿Y si no quiero vender? —preguntó sin girarse. Más silencio. La hija contestó con cautela: — Papá, es tuyo. Tú decides. Nadie puede obligarte. Solo… nos preocupa verte tan cansado. — Cansancio hay —concedió él—. Pero aún puedo decidir a qué dedicar mi tiempo. El hijo suspiró: — No queremos discutir, pero parece que prefieres aferrarte a las cosas y nos dejas con toda la carga: financiera y mental. Siempre estamos pensando qué hacer si de repente enfermas. ¿Quién va al chalet? ¿Quién lo mantiene? Sergio sintió una punzada de culpa. Él también lo pensaba: si le pasaba algo repentinamente, sus hijos tendrían que hacer gestiones, heredar, ver a quién tocaba cada casa. Sí, sería duro. Volvió a la mesa, se sentó. — Y si… —empezó, dudó—. Si pongo el chalet a vuestro nombre, pero sigo yendo mientras pueda? Hija e hijo cruzaron una mirada. La nuera frunció el ceño. — Papá —dijo—, pero eso no resuelve. Nosotros no podríamos ir tanto como tú quieres: trabajo, los niños… — No os pido que vayáis. Sólo seguir yendo yo, el tiempo que aguante. Después decidís. Sabía que era un compromiso: para él, tener la puerta abierta; para ellos, la herencia en orden. La hija meditó. — Es una opción —dijo—. Pero seamos sinceros: probablemente nunca iremos. Nosotros nos planteamos irnos a otra ciudad, donde la vida es más accesible. Sergio se estremeció. Eso no lo sabía. El hermano también alzó las cejas. — No me lo habías dicho —le recriminó. — Solo lo estamos pensando —se defendió ella—. En cualquier caso, el chalet para nosotros no es lo que es para ti. No lo vemos como tu futuro. Quedó atrapado en esa palabra: “futuro”. El de ellos iba en otra parte; el de él, en estos lugares, el piso, el garaje, el chalet. Dieron vueltas a los mismos argumentos un buen rato. Ellos con cifras y planes, él con recuerdos. Hablaban de salud y vejez; él, de no marchitarse si se quedaba sin ocupación. Hasta que el hijo, finalmente agotado, soltó —más áspero de lo que pretendía—: — Papá, no puedes seguir siempre quitando malas hierbas. Llegará un momento en que no puedas. ¿Y entonces? ¿Que todo se caiga? ¿Que lo veamos una vez al año, hecho ruinas? Sergio se irritó: — ¿Ruinas para ti? Correteaste ahí de niño. — Pero crecí. Ahora tengo otras preocupaciones. Silencio otra vez. La hija quiso mediar: — Sasha, ya basta… Ya era tarde. Sergio comprendió que hablaban lenguajes distintos. Para él, tiempo en el chalet era vida; para ellos, un pasado bonito pero prescindible. Se levantó. — Vale. Tengo que pensarlo. No hoy, ni mañana. Dadme tiempo. — Papá —intentó la hija—, no podemos tardar. El mes que viene vence el plazo del banco… — Lo entiendo —le interrumpió—. Pero entended vosotros: esto no es vender un armario. Silencio. Empezaron a irse, colocaron los zapatos, se abrigaron. La hija le abrazó despacio. — No es que rechacemos el chalet de verdad —le murmuró—. Tememos por ti. Asintió, incapaz de hablar. Cuando se quedaron solos, la casa se llenó de silencio. Sergio fue a la cocina, se sentó a la mesa. Allí, tazas a medio vaciar, la bandeja de pastas. Se sintió muy cansado. Se quedó así mucho rato, sin encender la luz. Afuera caía el crepúsculo, se encendían ventanas en la casa de enfrente. Al rato se levantó, sacó del armario la carpeta de documentos. El título del chalet, el garaje. Se detuvo en el plano: ese rectángulo, los bancales dibujados. Pasó el dedo por las líneas, como por los caminos de tierra reales. Al día siguiente fue al garaje. Necesitaba hacer algo. Abrió las puertas de par en par para que entrara el sol. Organizó herramientas, revisó cajas. Tiró por fin lo que ya era chatarra. El vecino, un tal Manolo, apareció por allí. — ¿Te deshaces del trasto? —preguntó. — Limpiando, a ver qué quiero y qué no. — Bien hecho —afirmó—. Yo vendí el mío. Hacía falta para el coche del hijo. Sin garaje, pero el chaval está encantado. Sergio guardó silencio. Manolo se fue, él se quedó entre cosas y pensamientos. Vender —hijo contento. Tan sencillo como una chaqueta vieja. Tomó una llave inglesa gastada de tanto usar. Recordó cuando su hijo, de niño, le pedía que le dejase apretar tornillos. Antes pensaba que siempre estarían juntos, unidos por el lenguaje del taller. Ahora ese lenguaje le era extranjero a su hijo. Por la tarde volvió a repasar los papeles. Llamó a la hija. — He decidido —le dijo—. Pongo el chalet a nombre de los dos, tú y Sasha. Pero no se vende todavía. Voy mientras pueda. Luego, haced como mejor veáis. Una pausa. — ¿Estás seguro? — Seguro —mintió. En el fondo sentía que se arrancaba algo muy suyo, pero no había más remedio. — Vale. Mañana nos vemos y vemos los papeles. Colgó y se quedó callado. Se sentía cansado, pero extrañamente aliviado. Como alguien que toma una decisión inevitable. Una semana después fueron al notario. Firmó el documento de donación con la mano algo temblorosa. El notario le explicaba lo que firmaba; los hijos, agradecidos. — Gracias, papá —dijo el hijo—. Nos soluciones mucho. Él asentía. Pero sentía que también le solucionaban a él el problema de “el después”. El después ya estaba en los papeles. Decidió guardar aún el garaje, por ahora. Los hijos sugerían venderlo también, pero él fue tajante. Lo necesitaba, dijo, para no pasarse el día ante la tele. Eso lo entendieron. La vida siguió igual. Él en su piso, yendo de vez en cuando al chalet: ya como invitado en lo que no era suyo. Pero todavía con las llaves, y nadie ponía pegas. El primer día que fue tras el cambio, el parque florecía. Pensó en el viaje sabiendo que la casa no era formalmente suya: propiedad ajena. Pero abrió la cancela, oyó el chirrido, recorrió el camino y el sentimiento de ajenidad se desvaneció. Entró, colgó la chaqueta en el clavo. Todo igual: la cama, la mesa, el oso de peluche remendado. Se sentó en el taburete del ventanal. Un rayo de sol iluminaba el polvillo sobre la madera. Pasó la mano por la repisa, notó cada veta. Pensó en sus hijos, en sus vidas calculadas, en sus planes. En los suyos, cada vez más ligados a estaciones que a años: aguantar hasta la próxima primavera, remover la tierra una vez más, sentarse al porche en verano. Sabía que venderían la casa tarde o temprano. Tal vez en un año, tal vez en cinco. Cuando ya no pudiera ir. Dirán que mantenerlo vacío no tiene sentido. Y tendrían razón. Pero de momento, la casa seguía. El tejado aguantando, palas en el trastero, los brotes verdes abriéndose paso en los bancales. Aún podía caminar por la parcela, agacharse, recoger tierra. Salió, rodeó la casa. Vio los vecinos: unos plantando, otros colgando ropa. La vida seguía. El verdadero miedo no era a perder la casa y el garaje. Era a volverse prescindible. Estos lugares le recordaban que aún era útil, que podía arreglar, pintar, cavar. Ahora esa prueba era frágil, más memoria que propiedad. Pero el derecho a estar allí nadie se lo quitaba: no por papeles, sino por todo lo que recordaba. Sacó un termo de té, lo vertió en la taza, probó. Algo amargo, pero no como aquella noche en la cocina. Decisión tomada. Lo que perdía y lo que ganaba estaba claro. Había entregado parte de sí, y recibía a cambio el seguir estando, aunque fuera por la memoria. Miró la puerta, la cerradura, la llave vieja y gastada. La apretó en la mano. Algún día esa llave quedará en manos ajenas, que la meterán en la cerradura sin saber el peso de ese gesto. Y eso le dio tristeza y, al mismo tiempo, paz. El mundo cambia, las cosas se heredan, se venden. Lo principal es haber vivido el tiempo justo en tu lugar: aunque solo sea por dentro y no en ningún papel. Sergio terminó el té, se levantó. Caminó al trastero, sacó una pala. Al menos cavar un bancal más. Por él, no por nadie más. Clavó la azada, apoyó el pie, la tierra se abrió. El olor a húmedo. Inspiró hondo, agachado. El trabajo era lento: le dolía la espalda, los brazos pesados. Pero con cada palada sentía alivio. Como si removiera no solo la tierra, sino los miedos. Al atardecer se sentó en el porche, secándose el sudor de la frente. Los bancales ordenados, el cielo rosado. Escuchó el grito lejano de un pájaro. Miró la casa, sus huellas en la tierra, la pala apoyada. Pensó en qué pasaría mañana, el año próximo, en cinco. No lo sabía. Pero sentía que, ahora mismo, estaba exactamente donde tenía que estar. Se levantó, apagó las luces, cerró la casa. En el porche se detuvo un segundo, escuchó el silencio. Echó la llave: el hierro hizo clic. Sergio guardó la llave en el bolsillo y caminó hacia el coche, evitando pisar la tierra recién removida.