Mi suegra destrozó mi césped del chalet para hacer huertos y la obligué a dejarlo todo tal y como estaba – Antonio, ¿seguro que no se nos ha olvidado el carbón? La otra vez tuvimos que ir al ultramarinos del pueblo y allí solo había leña húmeda – comentó Alicia, girándose hacia su marido, que conducía concentrado esquivando los baches de la vieja carretera de la sierra. – He cogido el carbón, Ali, y el líquido para encenderlo, y la carne que marinaste está en la nevera portátil – sonrió Antonio, apartando la vista de la carretera un instante. – Relájate. Vamos a disfrutar. Dos semanas de vacaciones, silencio, pajaritos y tu adorado césped. Llevarás soñando todo el invierno con él. Alicia se recostó en el asiento y cerró los ojos. Césped. Esa palabra sonaba como música. Tres años atrás, cuando compraron aquel terreno descuidado con una casita derruida, sólo había ortigas y escombros. Alicia misma se encargó de limpiar, arrancar maleza y, junto a Antonio, contrataron a una cuadrilla para nivelar el terreno y colocar un césped en rollos, de esos caros, tupidos, perfectos. Era su rincón sagrado. Una alfombra verde, uniforme y suave, ideal para tumbarse a leer, tomar café al sol o hacer yoga. Ni siquiera permitía que jugasen al bádminton allí con zapatillas por no dañar la hierba. Para ella, ese césped era símbolo de que la casa de campo era para el descanso, no para la esclavitud hortelana de las generaciones anteriores. – Espero que mamá no se haya olvidado de regarlo mientras no estábamos – pensó Alicia en voz alta. – Ha hecho un calor de treinta grados toda la semana. – No te preocupes – respondió Antonio con un gesto. – Es responsable. Le dejamos las llaves y prometió pasar día sí, día no. Sabe lo que vale tu césped. Nina, la suegra de Alicia, era una mujer de otro tiempo. Vital, de voz potente y convencida de que la tierra está para algo más que “lucir”. Todo espacio debía dar hortalizas: patatas, zanahorias o al menos un poco de perejil. Alicia, los dos primeros años, libró auténticas guerras para defender su zona de descanso. Nina renunciaba a criticarlo llamándolo “capricho de señoritos”, pero se resignó, limitándose a la pequeña huerta en la esquina del terreno. El coche ralentizó al llegar a la verja. Alicia bajó primero a abrir. El aire olía a pino caliente y a madreselva. Se descalzaría y caminaría sobre su fresca hierba… Abrió la verja y dio un paso. Se quedó clavada. El bolso con el portátil se le cayó de la mano, aterrizando suavemente sobre el polvo. – Alicia, ¿qué pasa? ¡Hay que meter el coche! – gritó Antonio, pero al ver su cara, apagó el motor y salió. – ¿Ali? Siguió la mirada de su mujer… y se quedó mudo. La alfombra verde había desaparecido. Delante de la casa se extendía un campo removido, surcos bastos, tierra oscura mezclada con trozos del césped arrancado, todo destruido desde el porche hasta la glorieta. En los surcos asomaban unas plantas débiles y torcidas. En medio de todo, con bata vieja y sombrero, estaba Nina. Se apoyaba en la azada, sudorosa pero satisfecha, como una campeona olímpica. – ¡Hijos, qué alegría veros! – exclamó al verlos petrificados. – ¡Os he preparado una sorpresa! He tenido que darme prisa para terminar antes de vuestra llegada. Alicia sintió el pulso frío. Caminó, como hipnotizada, hasta el borde de lo que un día fue su césped. Debajo de sus pies quedaban jirones de hierba – raíces embrolladas con malla, cortadas a palazos. – ¿Qué es esto? – dijo Alicia, tan bajito pero tan gélido, que Antonio se estremeció. – ¿Cómo que qué es? ¡Huertos, hija! – Nina clavó la azada con aire triunfal. – ¡Cuánto espacio perdido! Aquí el sol da todo el día. Ahora tenéis cebollas, zanahorias, y ahí, cerca de la glorieta, calabacines. ¡Imaginaos, calabacines de vuestro propio huerto! ¡Nada de químicos, pura salud! – Madre… – gimió Antonio, acercándose. – Pero si esto era un césped especial. Nos costó mil quinientos euros hace tres años, más el mantenimiento, tratamientos… – ¡No me hagas reír! – cortó Nina. – ¡Mil quinientos euros por hierba! Os han tomado el pelo por “señoritos de la ciudad”. La tierra debe alimentar. ¿Habéis visto los precios en el súper? ¡Las zanahorias a precio de oro! Y aquí, todo para vosotros. He estado tres días seguidos cavando, mientras vosotros ibais de vacaciones. Alicia callaba. Miraba sus sueños muertos, la fealdad invasora sobre el terreno, y sentía una furia fría, cristalina. No era simplemente salirse con la suya; era invadir sus límites, despreciando el trabajo y las ilusiones ajenas. – Señora Nina – dijo Alicia, clavando la mirada en su suegra. – Le dijimos que regara las plantas. Nadie le pidió cavar nada ni plantar cebollas. Esto es nuestra casa y nuestra tierra. – ¿Y qué? – se plantó Nina, desafiante. – ¡Soy la madre! Sé mejor que nadie lo que necesitáis. Ya me daréis las gracias este invierno cuando os salve los guisos y tengáis botes de conserva. Ese césped… tontería de vagos. Me daba vergüenza con los vecinos. Todos con huerto y aquí, ¡un campo de golf! La mujer de al lado se reía: “¿No tienes ni un poco de perejil propio, tu nuera es muy floja?” – Me da igual lo que piense la vecina – contestó Alicia muy seria. – Y no quiero sus calabacines. Antonio, descarga las cosas. – Espera… – intentó retenerla Antonio, pero Alicia se soltó. – Mamá, te pasaste. Acordamos, la huerta es tuya, el resto es zona de relax. Lo has destrozado todo. – ¿¡Destrozado!? – chilló Nina, roja de ira. – ¡Me dejo la espalda por vosotros! ¡Y en vez de gracias, me lo echáis en cara! ¡Egoístas! Simuló que le dolía el corazón y se dejó caer en un banco del porche. Alicia entró en la casa ignorándola. Se sirvió un vaso de agua en la cocina. Le temblaban las manos. Sabía que estallar era lo que buscaba Nina: un drama con ella de víctima. Minutos después, entró Antonio con expresión derrotada. – Ali, quería hacerlo bien. Es mayor, es lo que aprendió… Para ellos, un terreno vacío es un pecado. – No es cuestión de crianza. Es cuestión de respeto. Cree que somos de su propiedad. Nada le importa lo que a nosotros nos gusta. Ha hecho lo que le ha dado la gana. – Hablaré con ella. Intentaré que entienda… – Olvídalo. Llevamos tres años hablando. Siempre lo mismo: asiente y luego, a la mínima, hace lo que quiere. Reconstruir el césped no es tirar semillas, habrá que llevar tierra nueva, nivelar, volver a comprar rollos. Es dinero y semanas de trabajo. Antonio se dejó caer en una silla. – ¿Qué hacemos entonces? ¿La echamos? – No. Que arregle lo que ha hecho. Que quite sus huertos, retire plantas, iguale la tierra. Y el nuevo césped que lo pague ella. – ¡Pero si sólo tiene la pensión…! – Tiene ahorros. Presume de guardarlos para ayuda a los nietos. Somos los hijos, necesitamos ayuda. Que ayude a deshacer su “error”. – Es muy duro, Ali… – Duro es volver a tu propia casa y verla como un lodazal. Duro es que se rían de tus gustos. Si no acepta, cambio las cerraduras hoy mismo y aquí no entra. Alicia salió al porche. Nina ya conversaba animadamente con la vecina Ludmila, señalando la casa con aspavientos, pero al verla, endureció el gesto. – Señora Nina, tengo que hablar con usted. – ¿Qué quieres ahora? Dame agua, que tengo la boca seca de disgusto. – Beba agua después. Ahora escuche: tiene usted hasta la tarde del domingo para quitar todo lo sembrado. Cada planta, cada cebolla. Prepare el terreno nivelado. Nina la miraba como si le hablara en chino. – ¿Estás loca, muchacha? ¿Sembrarlo para arrancarlo después? ¡Eso es pecado! ¡No pienso hacerlo! ¡Manda más que yo en la casa del hijo! – La casa es tanto mía como de Antonio. Yo no autoricé este despropósito. Si el domingo no está el terreno limpio y nivelado, vendrán los albañiles y lo arrasarán a máquina, y lo pagará usted. Y más no entrará a esta casa. Deje las llaves a Antonio ya. – ¡Antonio! – chilló su suegra buscando apoyo. Antonio salió, pálido, pero comprendiendo que, si cedía, su matrimonio estaba en juego. – Mamá, Alicia tiene razón. Te pasaste. Este es nuestro descanso, y lo has estropeado. – ¡Tú también! – gritó Nina. – ¡Dominao! ¡Bruja! Yo solo… – Mamá, basta. Has hecho lo que tú querías y ahora tienes que arreglarlo. O vacías los huertos o se acabó el buen rollo. Nina calló y, tras quedarse sin palabras, tiró su llavero en el suelo de mala gana. – ¡Toma, a ver si te atragantas! ¡Ojalá sólo crezca cardo borriquero aquí! Cruzó la verja dando un portazo y, al poco, oyeron su taxi. Alicia recogió las llaves y las limpió del polvo. – Volverá – dijo segura. – Tiene aquí las plantas y el abrigo. Y ella nunca cede de primeras. En efecto, al rato, su voz se oía tras la valla, quejándose a Ludmila de que la nuera la había echado a la calle por salvar la cosecha. Alicia marcó un número en su móvil. – ¿A quién llamas? – preguntó Antonio. – A una empresa de jardinería. Voy a pedir presupuesto de restauración “llave en mano”, con limpieza de tierras y todo. Esa noche no hablaron; sólo el lodazal negro frente a la casa deslucía cualquier intento de alegría. Al día siguiente, sábado, la verja chirrió. Alicia, que preparaba el desayuno, miró por la ventana. Nina había vuelto, con aire ofendido. Se dirigió a la huerta, evitando mirar a la casa. Alicia salió. – Buenos días. ¿Viene a por sus cosas? Nina se detuvo, nerviosa. – He pensado… la verdad, la cebolla es holandesa, costó dinero. – Es una pena. Restaurar el césped costará ochocientos euros – respondió Alicia con serenidad. Los ojos de Nina se abrieron como platos. – ¿¡Cómo!? ¡Menudo sablazo! – Es el precio que hay. O deja el terreno igualado y solo resembramos –más barato–, o paga la restauración. – ¡No tengo tanto dinero! – se exclamó la suegra. – Pues póngase manos a la obra: retire lo que plantó y allane el terreno. Antonio le ayudará a sacar la tierra, nada más. – ¡Soy una mujer mayor! – Seguro que remover tierra lo era más, y sí pudo. Así entenderá que aquí no puede hacer lo que quiera. Antonio salió al rellano. – Mamá, es justo. Puedes llevarte la cebolla a tu piso, pero aquí tiene que quedar el terreno listo. Nina intentó enternecerles, rebuscar compasión o derechos, pero enfrente sólo encontraba determinación. – Vale – gruñó. – Dadme las bolsas. ¡Desalmados! Fueron dos días surrealistas. Nina, protestando, sacaba cebollas y brotes, almacenando la cosecha en cajas, mientras Alicia, vigilante, fingía leer en la tumbona del último rincón verde. Por la tarde de domingo, el campo estaba negro y llano, sin surcos. No perfecto, pero preparado para nuevo césped. Nina se sentó agotada. – Ya está. ¿Contentos? Alicia inspeccionó el trabajo. – Gracias, señora Nina, de verdad. La suegra la miró con rencor. – Eres dura, Alicia. Creí que harías feliz a Antonio, pero lo tienes dominado. – No es dureza. Es respeto por mis decisiones. Podía haberle dejado un huerto donde no molestara. Pero eligió destruir lo que yo apreciaba. Por eso tiene que arreglarlo. Sin responder, Nina recogió sus cosas. – ¿Antonio llevará los cajones a casa? – Por supuesto – dijo Alicia. – Y… las llaves, ¿me las devolvéis? Antonio y Alicia se miraron. – No, mamá. Las llaves quedan aquí. Si quieres venir, lo hablamos antes. Nina se mordió el labio pero no insistió. Había cruzado una línea. Un mes después, el césped volvía a brotar. Alicia y Antonio sembraron una mezcla deportiva, y los primeros brotes cubrían la tierra oscura con alegre verdor. Nina solo apareció en agosto, por el cumpleaños de Antonio. Fue humilde, trajo empanadas (con sus cebollas) y hasta elogió el césped nuevo. – Está quedando bonito, limpio. Tal vez sí es mejor así – concedió. Alicia sonrió y le sirvió té. – Aquí cada cosa en su sitio, señora Nina. Las hortalizas, en el mercado o la huerta; aquí, se viene a descansar. La guerra territorial había terminado. Ciertamente, quedaban cicatrices en la tierra, pero la relación, aunque con menos sonrisas corteses, tenía ahora unos límites claros y justos.

Juan, ¿estás seguro de que no nos hemos olvidado de comprar carbón? La última vez tuvimos que ir corriendo al ultramarinos del pueblo, y sólo quedaban unas maderas húmedas dijo Clara, mirando a su marido, que conducía el coche sorteando los baches familiares del camino rural.

Tengo el carbón, Clara, y el encendedor. Incluso he metido la carne que marinaste en la nevera portátil sonrió Juan, apartando un momento los ojos del camino. Relájate. Nos vamos de vacaciones. Dos semanas de descanso, silencio, el trinar de los pájaros y tu querido césped. No has dejado de hablar de él en todo el invierno.

Clara se apoyó en el respaldo y cerró los ojos con una sonrisa. Césped. Aquella palabra le sonaba a gloria. Tres años antes, cuando compraron aquella finca con la casita desvencijada, no había más que ortigas, escombros y tierra dura. Clara, con sus propias manos, limpió los cascotes, arrancó maleza y, después, ella y Juan contrataron a una cuadrilla que allanó el terreno y colocó un césped natural y carísimo, en rollos, que parecía una alfombra esmeralda.

Fue su refugio, su rincón de paz. Una pradera perfecta, sedosa y uniforme, donde gustaba tumbarse a leer, tomar café al sol de mañana o hacer yoga. Ni siquiera permitía jugar allí al bádminton con zapatillas para no dañar el césped. Para Clara, aquella pradera era el símbolo de que la casa del campo era un sitio para disfrutar, no para matarse a trabajar la tierra como hacían las generaciones antiguas.

Espero que mi madre no haya olvidado regar mientras no estábamos susurró Clara. Ha hecho más de treinta grados toda la semana.

No te preocupes respondió Juan, resignado. Mi madre es de fiar. Le dejamos las llaves y prometió venir cada dos días a echar un vistazo y regar. Sabe lo importante que es para ti el jardín.

Aurora Menéndez, la suegra de Clara, era mujer de otra época, fuerte, enérgica y convencida de que la tierra está hecha para dar fruto. Consideraba inadmisible dejar un pedazo de terreno sin plantar tomates, cebollas o, al menos, perejil. Durante los dos primeros años, Clara discutió mucho con ella por la zona de ocio. Aurora refunfuñaba, decía que el césped era cosas de vagos, pero parecía haberse resignado y no pasaba de su pequeño invernadero, en el rincón.

Las ruedas crujieron sobre la grava al llegar a la cancela. Clara se bajó para abrirla, inspirando el aroma a pino y rosas silvestres. Sonrió anticipando el placer de quitarse los zapatos, pisar el césped fresco y sentir el sol de junio.

Abrió el portón, dio un paso y se quedó petrificada. El bolso con el portátil se le escurrió de la mano, cayendo en la tierra polvorienta.

Clara, ¿qué te pasa? Hay que meter el coche llamó Juan, y, al ver que no respondía, apagó el motor y se acercó. ¿Clara?

Siguió la mirada helada de su esposa y enmudeció.

El manto de césped había desaparecido.

Donde antes lucía una pradera perfecta, ahora sólo quedaba un campo de surcos oscuros y mal hechos, montículos de tierra mezclados con jirones de la carísima alfombra verde, extendidos desde el porche hasta la pérgola. En los surcos brotaban ya unos plantones mustios; parecía una broma cruel.

En medio del desastre, con bata vieja y pamela, se erguía Aurora. Apoyada en la azada, se secaba el sudor de la frente y sonreía como si estuviera en lo alto del podio olímpico.

¡Mirad quiénes han llegado! exclamó contenta al verles paralizados. ¡Justo a tiempo para ver mi sorpresa! He ido a contrarreloj para tenerlo a punto.

Clara sintió que la sangre se le retiraba del rostro. Le zumbaban los oídos. Caminó lento, como en un mal sueño, hasta el borde de lo que fue su césped. Restos de raíces y la malla arrancada yacían destrozados bajo los pies.

¿Qué es esto? preguntó Clara, la voz tan fría que Juan se estremeció.

¿Qué va a ser? repuso Aurora, ufana. ¡Unas buenas huertas! ¡Fíjate cuánto terreno desaprovechado! He calculado: aquí el sol da todo el día. Esa hierba vuestra, inútil, ocupando sitio. Ahora he plantado cebolla, zanahorias y, ahí, cerca de la pérgola, calabacines. ¡Tendréis vuestros propios calabacines para la sartén y para hacer pisto! Menuda diferencia…

Madre… suspiró Juan, acercándose. ¿Pero qué has hecho? Era el césped. Colocado en rollos. Nos costó más de cuatro mil euros hace tres años. Más luego el mantenimiento, el abono, cortarlo…

¡Ay, no me hagas reír! le interrumpió Aurora. ¿Cuatro mil euros por hierba? ¡Os han timado, urbanitas! Hierba hay a mares en el campo, gratis. Pero la tierra es para dar de comer. ¿No habéis ido al mercado? ¡Nada más que oro cuesta la cebolla! Os lo he hecho por vosotros, sin escatimar en sudor. Tres días dale que te dale, mientras vosotros viva la vida por la playa.

Clara, muda, contemplaba el desastre y sentía hervir dentro una rabia fría y nítida. No era sólo la arbitrariedad, era una invasión cruel de su espacio, el desprecio a su ilusión y horas de trabajo.

Aurora dijo, clavando la mirada. Se lo pedimos claro: sólo regar los tiestos. Nadie le pidió labrar, ni plantar cebollas. Este es nuestro hogar y nuestro jardín.

¿Y qué pasa? replicó la suegra, de repente a la defensiva. ¡Soy la madre! Sé mejor que nadie lo que necesitáis. Ya me agradeceréis en invierno cuando os haga tarros de conserva. La pradera esa es puro capricho. Hasta vergüenza me da ante los vecinos; todos con huerta y aquí, parece un campo de golf. La Manoli señaló la valla, me dijo: ¿Pero es que tu nuera no tiene manos para plantar ni un perejil?

Me da igual Manoli contestó Clara con voz dura. Ni quiero calabacines, ni agradezco esta sorpresa. Juan, descarga las cosas.

Clara, espera… intentó Juan tocarle el brazo, pero ella se apartó. Mamá, te has pasado. Acordamos que el invernadero era tuyo y el resto ocio. ¿Por qué lo has destrozado?

¿Destrozado? chilló Aurora, la cara roja. ¡He dejado mi salud aquí! Con mi tensión por las nubes y dale que te dale. En vez de gratitud, ¡destrozado! No tenéis ni corazón.

Se llevó teatralmente la mano al pecho y se dejó caer en el banco del porche.

Clara entró sin mirarla en la casa, que olía a madera antigua. Sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago, con la mano temblando. Quería gritar, llorar, tirar algo, pero sabía que eso era alimentar el teatro de su suegra. Aurora lo disfrutaba, sentir que era la víctima.

Poco después, entró Juan, nervioso.

Clara, sólo quería ayudar… Mujer mayor, educada como antes. Para ellos, dejar el campo sin cultivar es pecado.

Juan le dijo Clara. No es cuestión de educación, sino de respeto. Piensa que somos de su propiedad. Nuestro trabajo y nuestra casa le dan igual. Sólo importaba hacer lo que ella quería, demostrar quién manda.

Voy a intentar hacerla entrar en razón…

Intentos no faltan le cortó Clara. Llevamos tres años así. Ahora ha ido mucho más lejos: restaurar esto no es cuestión de echar semillas. El suelo está destrozado, la base arruinada. Habrá que traer tierra, obreros, volver a comprar rollos. Otra vez miles de euros y un mes a golpe de pala.

Juan se dejó caer en la silla con un suspiro.

¿Entonces qué? ¿La echamos?

No. Pero va a arreglarlo ella misma.

¿Tú lo dices en serio? ¿Cómo va a apañarlo? No puede volver a poner césped.

No los rollos, pero debe limpiar y allanar el terreno. Quitar sus huertas, sacar todo lo plantado y dejarlo listo. Y el nuevo césped, lo paga ella.

No tiene ese dinero…

Tiene sus ahorros, Juan. Presume de la hucha del funeral y de ayudar a los nietos. Pues bien, ayuda ahora. Es el momento.

Es muy duro, Clara.

Duro es venir a tu casa y encontrar un campo de patatas donde tenías tu jardín. Duro es que pisoteen tu voluntad. Voy a decírselo. Si se niega, le cambio la cerradura hoy mismo.

Clara salió al porche. Aurora ya no se agarraba el pecho, sino que charlaba agitada por la valla con la pesadísima Manoli. Al ver a su nuera, retomó el papel de víctima.

Aurora llamó Clara. Necesito hablar con usted.

¿Ahora qué? contestó recelosa. Tráeme un vaso de agua, del disgusto que llevo.

El agua luego. Escuche: tiene hasta el domingo por la tarde.

¿Para qué?

Para retirar todo lo que ha plantado. Quitar cada mata, cada cebolla, y nivelar bien el terreno.

Aurora la miró como si hablara en húngaro.

¿Estás loca? ¡Con lo que me ha costado! ¡Eso está vivo todavía! No pienso quitarlo. Ni que fuera tu criada.

Esta casa y la finca son de ambos le recordó Clara. No autorizo trabajos agrícolas. Si al domingo esto no está limpio, traigo una empresa y le paso la factura. Y no vuelve a entrar aquí. Devuelva las llaves ahora mismo a Juan.

¡Juan! ¿Oyes cómo me trata esta mujer? ¡Se ha empeñado en matarme! Defiéndeme.

Juan salió y, cruzando la mirada con Clara, comprendió que debía decidir.

Mamá, Clara tiene razón dijo grave. No debiste hacer esto. Es nuestra casa. Queríamos césped. Lo has destrozado.

¡Tú también! ¡Dominado! ¡Hechizado! Yo os lo hacía por vosotros…

Basta, mamá interrumpió Juan. No es cuestión de cariño. Has hecho lo que te ha dado la gana. Ahora apechuga o tendremos un problema de verdad.

Aurora se quedó sin palabras, sin esperarse la firmeza del hijo. Siempre conciliador, ahora la desafiaba con los ojos.

¡Quedaos con vuestro césped, a ver si se os indigesta! ¡No pienso volver! gritó. Agarró su bolso y se fue hacia la puerta.

Las llaves, Aurora pidió Clara.

La suegra tanteó el bolsillo y, con rabia, las tiró al suelo.

¡Ahí las tienes! Ojalá sólo te crezca cardo ahí.

Desapareció, cerrando de un portazo. Un minuto después arrancó un taxi; probablemente lo tendría preparado ante la que se venía.

Clara recogió las llaves, las limpió y miró a Juan.

Volverá dijo Clara, serena. Se ha dejado las macetas y el abrigo. Además, no se rendirá con tanta facilidad.

Juan fue al campo removido y le dio un puntapié a un terrón.

¿Y qué hacemos? ¿Limpiar nosotros?

No negó Clara. No se habrá ido lejos, su autobús no sale hasta dentro de dos horas. Ahora irá a quejarse a Manoli.

Y así fue. La voz de Aurora se oyó por toda la urbanización, contándole a la vecina lo mala que era su nuera, obligándola a arrancar la cosecha.

Clara cogió el móvil.

¿A quién llamas? preguntó Juan.

Llamo al paisajista, a ver cuánto cuesta restaurar esto, recogida de restos incluida.

La tarde cayó pesada y triste. Ni el té en la terraza consiguió cambiarles el humor. Solo veían el caos ante sus ojos.

El sábado por la mañana se oyó la cancela. Clara miró por la ventana y vio a Aurora de vuelta. Ya no tenía aire de batalla, más bien parecía dolida. Fue directa a su invernadero.

Clara salió al porche.

Buenos días, Aurora. ¿Viene a por sus cosas?

Aurora se detuvo.

Estuve pensando… dijo mirando a lo lejos. Me da pena la cebolla; es holandesa y costosa.

A mí también me da pena el césped. Averigüé el coste del arreglo: unos 1.400 euros.

Aurora abrió los ojos en redondo.

¿¡Tanto!? No puede ser…

Es lo que hay. Puedo enseñarle el presupuesto. Usted ha causado el daño, así que lo paga. O bien limpia el campo y lo nivelamos nosotros con semillas, que es más asequible.

¡No tengo ese dinero! chilló.

Entonces coja la azada y empiece a limpiar. Es una cuestión de principios. Aquí debe aprender que esta no es su casa.

En ese momento, Juan salió.

Mamá, Clara tiene razón. No vamos a pagar nosotros. Te ayudo con los restos y bolsas, pero el trabajo lo haces tú.

Aurora miró a uno, a otro, buscando piedad o un resquicio para manipular, pero halló una pared firme.

Resopló como rindiéndose.

Está bien gruñó. Dame bolsas. Sois unos insensibles.

Las siguientes 48 horas parecieron un capítulo surrealista. Aurora, resoplando y quejándose cada dos por tres, desenterró zanahorias, cebollas y calabacines, maldiciendo todo el tiempo. Clara, con libro en mano, observaba todo sin perder detalle desde la única esquina verde que quedaba.

Juan la ayudaba a llevar los montones, le ofrecía agua y le aconsejaba sentarse un rato, pero no hacía el trabajo por ella. Clara se lo prohibió.

Si lo haces tú, no aprenderá le susurró. Tiene que comprender las consecuencias.

El domingo al final de la tarde, la parcela se veía aún fea: tierra removida, pero, al menos, sin huertas. Más o menos nivelada.

Aurora se sentó en el escalón, cansada y llena de tierra. Todo el coraje se le había ido.

Ya está susurró. ¿Contenta?

Clara revisó el campo. No era perfecto, pero viable para resembrar.

Gracias, Aurora. De verdad lo aprecio.

La suegra la miró exhausta.

Eres dura, Clara. Yo pensaba que Juan sería feliz contigo, y le tienes dominado.

No soy dura, Aurora. Sólo me gusta que respeten mi esfuerzo. Si hubiese pedido plantar detrás de la casa, lo hubiera permitido, pero arrasó mi sitio de paz. No es lo mismo.

Aurora calló, se sacudió la bata.

¿Juan me lleva el cajón de cebollas a casa?

Por supuesto contestó Clara.

Y… esto… ¿me devolvéis las llaves?

Juan y Clara se miraron.

No, mamá. Las llaves las guardamos, por ahora. Vendremos nosotros a regar, y si quieres, te traemos. De invitada.

Aurora frunció la boca, pero no protestó. Sabía que había cruzado una línea difícil de reparar.

Pasó un mes. El césped brotó de nuevo. Juan y Clara sembraron una mezcla deportiva y pronto asomaron los primeros brotes verdes, cubriendo las cicatrices.

Aurora sólo se acercó en agosto, por el cumpleaños de Juan. Estaba tan formal como nunca. Trajo empanadas (de sus cebollas) y hasta elogió el nuevo césped.

Verde está, sí. Limpio. A lo mejor es mejor así, se entra menos suciedad.

Clara sonrió y le sirvió té.

Así debe ser, Aurora. A cada cosa su lugar: las verduras en la huerta, y aquí, el descanso.

La guerra territorial había terminado. Las cicatrices aún se veían en la tierra, pero la relación fue más sincera. Las fronteras, marcadas a base de azada y firmeza, demostraron ser más sólidas que las falsas sonrisas.

Aprendieron todos que, en la vida, el verdadero respeto sólo nace cuando se reconocen los límites y el valor del esfuerzo de los demás.

Rate article
MagistrUm
Mi suegra destrozó mi césped del chalet para hacer huertos y la obligué a dejarlo todo tal y como estaba – Antonio, ¿seguro que no se nos ha olvidado el carbón? La otra vez tuvimos que ir al ultramarinos del pueblo y allí solo había leña húmeda – comentó Alicia, girándose hacia su marido, que conducía concentrado esquivando los baches de la vieja carretera de la sierra. – He cogido el carbón, Ali, y el líquido para encenderlo, y la carne que marinaste está en la nevera portátil – sonrió Antonio, apartando la vista de la carretera un instante. – Relájate. Vamos a disfrutar. Dos semanas de vacaciones, silencio, pajaritos y tu adorado césped. Llevarás soñando todo el invierno con él. Alicia se recostó en el asiento y cerró los ojos. Césped. Esa palabra sonaba como música. Tres años atrás, cuando compraron aquel terreno descuidado con una casita derruida, sólo había ortigas y escombros. Alicia misma se encargó de limpiar, arrancar maleza y, junto a Antonio, contrataron a una cuadrilla para nivelar el terreno y colocar un césped en rollos, de esos caros, tupidos, perfectos. Era su rincón sagrado. Una alfombra verde, uniforme y suave, ideal para tumbarse a leer, tomar café al sol o hacer yoga. Ni siquiera permitía que jugasen al bádminton allí con zapatillas por no dañar la hierba. Para ella, ese césped era símbolo de que la casa de campo era para el descanso, no para la esclavitud hortelana de las generaciones anteriores. – Espero que mamá no se haya olvidado de regarlo mientras no estábamos – pensó Alicia en voz alta. – Ha hecho un calor de treinta grados toda la semana. – No te preocupes – respondió Antonio con un gesto. – Es responsable. Le dejamos las llaves y prometió pasar día sí, día no. Sabe lo que vale tu césped. Nina, la suegra de Alicia, era una mujer de otro tiempo. Vital, de voz potente y convencida de que la tierra está para algo más que “lucir”. Todo espacio debía dar hortalizas: patatas, zanahorias o al menos un poco de perejil. Alicia, los dos primeros años, libró auténticas guerras para defender su zona de descanso. Nina renunciaba a criticarlo llamándolo “capricho de señoritos”, pero se resignó, limitándose a la pequeña huerta en la esquina del terreno. El coche ralentizó al llegar a la verja. Alicia bajó primero a abrir. El aire olía a pino caliente y a madreselva. Se descalzaría y caminaría sobre su fresca hierba… Abrió la verja y dio un paso. Se quedó clavada. El bolso con el portátil se le cayó de la mano, aterrizando suavemente sobre el polvo. – Alicia, ¿qué pasa? ¡Hay que meter el coche! – gritó Antonio, pero al ver su cara, apagó el motor y salió. – ¿Ali? Siguió la mirada de su mujer… y se quedó mudo. La alfombra verde había desaparecido. Delante de la casa se extendía un campo removido, surcos bastos, tierra oscura mezclada con trozos del césped arrancado, todo destruido desde el porche hasta la glorieta. En los surcos asomaban unas plantas débiles y torcidas. En medio de todo, con bata vieja y sombrero, estaba Nina. Se apoyaba en la azada, sudorosa pero satisfecha, como una campeona olímpica. – ¡Hijos, qué alegría veros! – exclamó al verlos petrificados. – ¡Os he preparado una sorpresa! He tenido que darme prisa para terminar antes de vuestra llegada. Alicia sintió el pulso frío. Caminó, como hipnotizada, hasta el borde de lo que un día fue su césped. Debajo de sus pies quedaban jirones de hierba – raíces embrolladas con malla, cortadas a palazos. – ¿Qué es esto? – dijo Alicia, tan bajito pero tan gélido, que Antonio se estremeció. – ¿Cómo que qué es? ¡Huertos, hija! – Nina clavó la azada con aire triunfal. – ¡Cuánto espacio perdido! Aquí el sol da todo el día. Ahora tenéis cebollas, zanahorias, y ahí, cerca de la glorieta, calabacines. ¡Imaginaos, calabacines de vuestro propio huerto! ¡Nada de químicos, pura salud! – Madre… – gimió Antonio, acercándose. – Pero si esto era un césped especial. Nos costó mil quinientos euros hace tres años, más el mantenimiento, tratamientos… – ¡No me hagas reír! – cortó Nina. – ¡Mil quinientos euros por hierba! Os han tomado el pelo por “señoritos de la ciudad”. La tierra debe alimentar. ¿Habéis visto los precios en el súper? ¡Las zanahorias a precio de oro! Y aquí, todo para vosotros. He estado tres días seguidos cavando, mientras vosotros ibais de vacaciones. Alicia callaba. Miraba sus sueños muertos, la fealdad invasora sobre el terreno, y sentía una furia fría, cristalina. No era simplemente salirse con la suya; era invadir sus límites, despreciando el trabajo y las ilusiones ajenas. – Señora Nina – dijo Alicia, clavando la mirada en su suegra. – Le dijimos que regara las plantas. Nadie le pidió cavar nada ni plantar cebollas. Esto es nuestra casa y nuestra tierra. – ¿Y qué? – se plantó Nina, desafiante. – ¡Soy la madre! Sé mejor que nadie lo que necesitáis. Ya me daréis las gracias este invierno cuando os salve los guisos y tengáis botes de conserva. Ese césped… tontería de vagos. Me daba vergüenza con los vecinos. Todos con huerto y aquí, ¡un campo de golf! La mujer de al lado se reía: “¿No tienes ni un poco de perejil propio, tu nuera es muy floja?” – Me da igual lo que piense la vecina – contestó Alicia muy seria. – Y no quiero sus calabacines. Antonio, descarga las cosas. – Espera… – intentó retenerla Antonio, pero Alicia se soltó. – Mamá, te pasaste. Acordamos, la huerta es tuya, el resto es zona de relax. Lo has destrozado todo. – ¿¡Destrozado!? – chilló Nina, roja de ira. – ¡Me dejo la espalda por vosotros! ¡Y en vez de gracias, me lo echáis en cara! ¡Egoístas! Simuló que le dolía el corazón y se dejó caer en un banco del porche. Alicia entró en la casa ignorándola. Se sirvió un vaso de agua en la cocina. Le temblaban las manos. Sabía que estallar era lo que buscaba Nina: un drama con ella de víctima. Minutos después, entró Antonio con expresión derrotada. – Ali, quería hacerlo bien. Es mayor, es lo que aprendió… Para ellos, un terreno vacío es un pecado. – No es cuestión de crianza. Es cuestión de respeto. Cree que somos de su propiedad. Nada le importa lo que a nosotros nos gusta. Ha hecho lo que le ha dado la gana. – Hablaré con ella. Intentaré que entienda… – Olvídalo. Llevamos tres años hablando. Siempre lo mismo: asiente y luego, a la mínima, hace lo que quiere. Reconstruir el césped no es tirar semillas, habrá que llevar tierra nueva, nivelar, volver a comprar rollos. Es dinero y semanas de trabajo. Antonio se dejó caer en una silla. – ¿Qué hacemos entonces? ¿La echamos? – No. Que arregle lo que ha hecho. Que quite sus huertos, retire plantas, iguale la tierra. Y el nuevo césped que lo pague ella. – ¡Pero si sólo tiene la pensión…! – Tiene ahorros. Presume de guardarlos para ayuda a los nietos. Somos los hijos, necesitamos ayuda. Que ayude a deshacer su “error”. – Es muy duro, Ali… – Duro es volver a tu propia casa y verla como un lodazal. Duro es que se rían de tus gustos. Si no acepta, cambio las cerraduras hoy mismo y aquí no entra. Alicia salió al porche. Nina ya conversaba animadamente con la vecina Ludmila, señalando la casa con aspavientos, pero al verla, endureció el gesto. – Señora Nina, tengo que hablar con usted. – ¿Qué quieres ahora? Dame agua, que tengo la boca seca de disgusto. – Beba agua después. Ahora escuche: tiene usted hasta la tarde del domingo para quitar todo lo sembrado. Cada planta, cada cebolla. Prepare el terreno nivelado. Nina la miraba como si le hablara en chino. – ¿Estás loca, muchacha? ¿Sembrarlo para arrancarlo después? ¡Eso es pecado! ¡No pienso hacerlo! ¡Manda más que yo en la casa del hijo! – La casa es tanto mía como de Antonio. Yo no autoricé este despropósito. Si el domingo no está el terreno limpio y nivelado, vendrán los albañiles y lo arrasarán a máquina, y lo pagará usted. Y más no entrará a esta casa. Deje las llaves a Antonio ya. – ¡Antonio! – chilló su suegra buscando apoyo. Antonio salió, pálido, pero comprendiendo que, si cedía, su matrimonio estaba en juego. – Mamá, Alicia tiene razón. Te pasaste. Este es nuestro descanso, y lo has estropeado. – ¡Tú también! – gritó Nina. – ¡Dominao! ¡Bruja! Yo solo… – Mamá, basta. Has hecho lo que tú querías y ahora tienes que arreglarlo. O vacías los huertos o se acabó el buen rollo. Nina calló y, tras quedarse sin palabras, tiró su llavero en el suelo de mala gana. – ¡Toma, a ver si te atragantas! ¡Ojalá sólo crezca cardo borriquero aquí! Cruzó la verja dando un portazo y, al poco, oyeron su taxi. Alicia recogió las llaves y las limpió del polvo. – Volverá – dijo segura. – Tiene aquí las plantas y el abrigo. Y ella nunca cede de primeras. En efecto, al rato, su voz se oía tras la valla, quejándose a Ludmila de que la nuera la había echado a la calle por salvar la cosecha. Alicia marcó un número en su móvil. – ¿A quién llamas? – preguntó Antonio. – A una empresa de jardinería. Voy a pedir presupuesto de restauración “llave en mano”, con limpieza de tierras y todo. Esa noche no hablaron; sólo el lodazal negro frente a la casa deslucía cualquier intento de alegría. Al día siguiente, sábado, la verja chirrió. Alicia, que preparaba el desayuno, miró por la ventana. Nina había vuelto, con aire ofendido. Se dirigió a la huerta, evitando mirar a la casa. Alicia salió. – Buenos días. ¿Viene a por sus cosas? Nina se detuvo, nerviosa. – He pensado… la verdad, la cebolla es holandesa, costó dinero. – Es una pena. Restaurar el césped costará ochocientos euros – respondió Alicia con serenidad. Los ojos de Nina se abrieron como platos. – ¿¡Cómo!? ¡Menudo sablazo! – Es el precio que hay. O deja el terreno igualado y solo resembramos –más barato–, o paga la restauración. – ¡No tengo tanto dinero! – se exclamó la suegra. – Pues póngase manos a la obra: retire lo que plantó y allane el terreno. Antonio le ayudará a sacar la tierra, nada más. – ¡Soy una mujer mayor! – Seguro que remover tierra lo era más, y sí pudo. Así entenderá que aquí no puede hacer lo que quiera. Antonio salió al rellano. – Mamá, es justo. Puedes llevarte la cebolla a tu piso, pero aquí tiene que quedar el terreno listo. Nina intentó enternecerles, rebuscar compasión o derechos, pero enfrente sólo encontraba determinación. – Vale – gruñó. – Dadme las bolsas. ¡Desalmados! Fueron dos días surrealistas. Nina, protestando, sacaba cebollas y brotes, almacenando la cosecha en cajas, mientras Alicia, vigilante, fingía leer en la tumbona del último rincón verde. Por la tarde de domingo, el campo estaba negro y llano, sin surcos. No perfecto, pero preparado para nuevo césped. Nina se sentó agotada. – Ya está. ¿Contentos? Alicia inspeccionó el trabajo. – Gracias, señora Nina, de verdad. La suegra la miró con rencor. – Eres dura, Alicia. Creí que harías feliz a Antonio, pero lo tienes dominado. – No es dureza. Es respeto por mis decisiones. Podía haberle dejado un huerto donde no molestara. Pero eligió destruir lo que yo apreciaba. Por eso tiene que arreglarlo. Sin responder, Nina recogió sus cosas. – ¿Antonio llevará los cajones a casa? – Por supuesto – dijo Alicia. – Y… las llaves, ¿me las devolvéis? Antonio y Alicia se miraron. – No, mamá. Las llaves quedan aquí. Si quieres venir, lo hablamos antes. Nina se mordió el labio pero no insistió. Había cruzado una línea. Un mes después, el césped volvía a brotar. Alicia y Antonio sembraron una mezcla deportiva, y los primeros brotes cubrían la tierra oscura con alegre verdor. Nina solo apareció en agosto, por el cumpleaños de Antonio. Fue humilde, trajo empanadas (con sus cebollas) y hasta elogió el césped nuevo. – Está quedando bonito, limpio. Tal vez sí es mejor así – concedió. Alicia sonrió y le sirvió té. – Aquí cada cosa en su sitio, señora Nina. Las hortalizas, en el mercado o la huerta; aquí, se viene a descansar. La guerra territorial había terminado. Ciertamente, quedaban cicatrices en la tierra, pero la relación, aunque con menos sonrisas corteses, tenía ahora unos límites claros y justos.