¿Y qué más da quién cuidó a la abuela? ¡Legalmente ese piso me corresponde a mí! mi madre me discutía, entre tintineos que parecían salir de un reloj fundido sobre la mesa.
Mi propia madre amenaza con llevarme ante un juez. ¿La razón? El piso de mi abuela no terminó en sus manos, ni siquiera en las mías, sino en las de mi hija. Para mi madre, aquello era un ultraje imposible de digerir. Estaba convencida de que el piso debió ser para ella. Pero mi abuela, siempre tan enigmática, había decidido otra cosa. Quizá porque mi marido y yo convivimos y la cuidamos durante los últimos cinco años, entre días que se derretían como la mantequilla en agosto madrileño.
A mi madre podrías llamarla sin tapujos egoísta, también obstinada, como una línea de AVE que sólo sabe ir recta y rápida hacia su objetivo. Sus deseos y sus ansias siempre estaban por encima de todo. Contrajo matrimonio tres veces, aunque sólo tuvo dos hijas: yo y mi hermana menor. Mi hermana y yo manteníamos la complicidad de dos comadres que comparten secretos a la hora de la siesta. Pero con mi madre la distancia era enorme, un muro reseco por el sol de Castilla.
De mi padre tengo apenas un eco, una sombra. Se separó de mi madre cuando yo apenas había aprendido a decir mamá. Hasta los seis años viví con mi madre en casa de mi abuela. Recuerdo esas tardes alargadas y extrañas, porque yo sentía que la abuela era inhóspita, dura como el cierzo. Aunque, pensándolo ahora, tal vez porque mi madre lloraba siempre, y las lágrimas tornan todo amargo. Tiempo después comprendí: mi abuela sólo quería rescatar a su hija del pantano.
La historia se liaba y relía: mi madre se casó otra vez, y comenzamos a vivir con su nuevo marido, mi padrastro. De esa unión nació mi hermana. Siete años duró aquel matrimonio, y otra vez el desierto: mi madre se divorció de nuevo. Esta vez no fuimos a casa de la abuela. El padrastro marchó lejos por trabajo, pero nos dejó usar su piso, un piso que olía a humedad y a cosas sin resolver. Tres veranos después, ya tenía otro marido. Y nos fuimos a vivir con él, pero nunca nos quiso cerca, éramos una sombra, ruido de tacones en la noche. Pero tampoco nos agredió jamás, simplemente nos ignoraba. Mi madre también, ocupada como estaba en sus celos tóxicos y sus ataques rompiendo vajillas, como si fueran olas contra los acantilados de Asturias.
Cada mes mi madre hacía las maletas. Y cada mes, el marido lograba retenerla. Mi hermana y yo aprendimos a no darle importancia a aquella rutina de falsas huidas. Yo terminé criando a mi hermana, porque a mi madre nunca le quedaba tiempo para nosotras, y la abuela era nuestro único puerto seguro.
Después vino la universidad y las habitaciones de estudiantes en Salamanca, mientras mi hermana se quedó en casa de la abuela. Nuestro padre, una voz lejana pero cálida por teléfono, la ayudaba cuando podía. Los mensajes de mamá eran escasos, sólo llamadas en Navidad o cuando tronaba la culpa.
Asumí a mi madre tal como era, sin querer cambiarla ya, aceptando que su afecto era como el agua del grifo, escasa y templada. Pero mi hermana nunca la perdonó. El enfado se le metió en los huesos, sobre todo cuando nuestra madre no acudió a su fiesta de graduación.
Ambas maduramos. Mi hermana se casó y fue a vivir con su marido a Valencia. Yo, en cambio, salía con mi novio de hacía años, pero no pensábamos en boda; compartíamos un piso de alquiler con vistas al mismo parque desde donde se oían los trenes pasar cuando la ciudad dormía. Iba a visitar mucho a mi abuela, éramos cómplices, pero procuraba no estorbarle.
Todo se volvió viscoso cuando la abuela enfermó y la internaron en el hospital. Me dijeron que necesitaba cuidados, y empecé a ir cada día. Le llevaba fruta, guisaba potajes, barría aquel piso de baldosas frías, le hacía compañía. Sobre todo, vigilaba que tomase la medicación a sus horas, como guardianesa de su rutina. Aquellos meses se mezclaron unos con otros: seis ciclos lunares enteros. Mi novio venía a veces y ayudaba a arreglar pequeños desastres en casa.
En ese remolino de realidades, la abuela propuso que nos mudáramos con ella, para ahorrar eurillos y no pagar alquiler absurdo. Aceptamos sin titubear, era lo normal y lo cordial. Mi abuela adoraba a mi chico, así que fue natural vivir juntos. Media docena de lunas más tarde, me quedé embarazada. Decidimos tener el bebé, y la abuela reía contenta, entre visiones y nubes de nostalgia. Nos casamos deprisa y fuimos al café de la esquina a celebrar con los más amigos; mi madre, ni apareció ni llamó.
Cuando mi hija tenía dos meses, la abuela se cayó y se rompió una pierna. Se me mezclaron los pañales y las vendas; necesitaba ayuda urgente y llamé a mi madre. No me encuentro bien, respondió, posponiendo el compromiso hasta que el tiempo se evaporó.
Medio año después, a la abuela le dio un ictus. Quedó postrada, tan frágil como un azulejo roto. Si no fuera por mi marido, juro que no habría podido con todo. Tras meses sombríos, la abuela mejoró: palabras lentas, pasos diminutos, sonrisas. Vivió dos años y medio más. Pudo ver a su bisnieta caminar y reír. Murió suave, como la niebla al alba. Nos rompió el alma; éramos tres flotando en el recuerdo.
Mi madre sólo apareció en el entierro. Un mes después vino, como un personaje de cuadro cubista, para intentar echarnos del piso y quedarse con la vivienda, segura de que estaba a su nombre. Ignoraba que mi abuela, al poco de nacer mi hija, había dejado el piso firmado a nombre de la pequeña.
A mi madre aquello le supo a hierro oxidado. Quiso forzarme a cederle el piso, y amenazó con llevarme a los tribunales:
¡Vaya con la listilla! ¡Has engañado a una anciana para quedarte el piso y ahora te crees dueña! ¡Eso no lo voy a permitir! ¡Da igual quién cuidó de la abuela! ¡Esa casa me corresponde!
Pero sé que mi madre se quedará con las ganas. Consulté al notario y al abogado, y todo está en regla. Seguiremos en el piso que nos dejó mi abuela, rodeados de sus azulejos, de su olor a jazmín. Y si nuestro próximo hijo resulta ser niña, llevará sin falta el nombre de mi abuela: Eulalia.







