Un exmarido promete un piso a su hijo, pero pone una condición: que yo me case otra vez con él.
A los sesenta años, vivo en Salamanca. Nunca imaginé que, después de todo lo vivido y veinte años de silencio, el pasado volvería con tanta desfachatez. Y lo más doloroso es que quien lo trajo de vuelta fue mi propio hijo.
A los veinticinco, estaba locamente enamorada. Javier alto, guapo, divertido era mi sueño hecho realidad. Nos casamos rápido y al año nació nuestro hijo, Álvaro. Los primeros años fueron de cuento: un piso pequeño, sueños en común, planes de futuro. Yo era maestra, él ingeniero. Nada podía arruinar nuestra felicidad.
Pero Javier empezó a cambiar. Llegaba tarde, mentía, se distanciaba. Yo no quería creer los rumores, ignoraba las noches en blanco, los perfumes ajenos. Hasta que fue evidente: me engañaba. Una y otra vez. Amigos, vecinos, hasta mis padres lo sabían. Yo aguanté, por Álvaro. Esperé que recapacitara, pero una noche, al ver su lado de la cama vacío, entendí que ya no podía más.
Hice las maletas, tomé a Álvaro de la mano cinco añitos y me fui a casa de mi madre. Javier ni se molestó en detenernos. Al mes, se marchó al extranjero “por trabajo”, encontró a otra y nos borró de su vida. Ni una carta, ni una llamada. Indiferencia total. Yo seguí adelante sola. Perdí a mi madre, luego a mi padre. Álvaro y yo superamos juntos el cole, las actividades, las gripes, la universidad. Trabajé como una mula para que no le faltara nada. No viví mi vida, pero no importaba. Él era mi todo.
Cuando Álvaro entró en la Universidad de Madrid, le ayudé como pude dinero, paquetes, apoyo, pero un piso no estaba a mi alcance. Nunca se quejó. Decía que lo resolvería solo. Me enorgullecía.
Hace un mes, llegó con noticias: iba a casarse. Mi alegría duró poco. Estaba nervioso, esquivaba mi mirada. Y soltó:
Mamá necesito tu ayuda. Es sobre papá.
Se me heló la sangre. Me contó que había vuelto a hablar con Javier, quien, recién llegado a España, le ofrecía las llaves de un piso heredado de la abuela. Pero con una condición: que yo me casara otra vez con él y le dejara mudarse a mi casa.
Me faltó el aire. ¿En serio mi hijo me pedía eso? Siguió:
Estás sola No tienes a nadie. ¿Por qué no intentarlo? Por mí. Por mi futuro. Papá ha cambiado
Me levanté en silencio y fui a la cocina. Tetera, té, manos temblorosas. Todo se nubló. Veinte años cargando sola. Veinte años sin que él preguntara cómo estábamos. Y ahora vuelve con un “regalo”.
Volví y dije tranquila:
No. No lo haré.
Álvaro se enfureció. Gritó, me acusó. Dijo que siempre pensé en mí, que por mi culpa no tuvo padre, que ahora arruinaba su vida otra vez. Yo callé. Cada palabra me cortaba como un cuchillo. Él no sabía cómo dormía agotada, cómo vendí mi alianza para comprarle un abrigo, cómo dejé mi plato vacío para que él comiera carne.
No me siento sola. Mi vida fue dura, pero digna. Tengo trabajo, libros, un huerto, mis amigas. No necesito a quien me traicionó y ahora vuelve, no por amor, sino por comodidad.
Mi hijo se fue sin despedirse. Desde entonces, no llama. Sé que le duele. Lo entiendo. Quiere lo mejor para él, como yo quise para mí. Pero no venderé mi dignidad por metros cuadrados. Es un precio demasiado alto.
Quizá algún día lo entienda. Tal vez tarde. Pero yo esperaré. Porque le amo. Amor sin condiciones, sin pisos ni “peros”. Lo traje al mundo por amor. Lo crié con amor. Y no dejaré que ahora el amor se convierta en mercancía.
Y el exmarido que se quede en el pasado. Es su sitio.







