¡Le estás robando a mi hijo, que no puede ni comprarse una bombilla!
Un domingo por la mañana, yo, tan a gusto tapada con una manta en el sofá. Mi marido se había ido a casa de su madre, dizque para cambiarle unas bombillas. Pero la verdadera razón para llamarle no era ninguna otra que esta:
Hijo, ¿no te acuerdas de que hoy es el cumpleaños de Íñigo?
Mi marido es un auténtico manirroto. Su sueldo se evapora misteriosamente en apenas unos días. Menos mal que me da dinero para la luz, el agua y la compra del supermercado. Lo que le sobra, lo funde en juegos nuevos y cacharros para seguir viciándose. Yo no le doy importancia, que prefiero tener un marido entretenido que metido en el bar o de juerga nocturna. Además, leí por ahí que los primeros cuarenta años de la infancia son los más complicados.
No cuento esto para que me compadezcas, sino para que sepas por qué mi marido suele ir con los bolsillos tirando a vacíos. Yo, por mi parte, no tengo ese problema. Hasta consigo ahorrar algo. Muchas veces, cuando él se ve sin blanca, le echo un cable, aunque si es para los caprichitos de su madre, sus sobrinos o su querida hermana, entonces la respuesta es un no rotundo.
Obvio, me acordé del cumpleaños de Íñigo, así que hace una semana ya le había comprado el regalo. Cuando mi marido iba a irse para ver a la familia, le di el paquete con el regalo y me puse una peli. No fui porque la relación con los suegros es, digamos, cordial tirando a evitarse. Eso sí, cada vez que puedo, me libro.
Ellos piensan que no quiero a mi marido porque no le dejo que se gaste el sueldo en ellos, o porque les niego cuidar a los pequeños de la hermana. Una vez acepté quedarme con los niños de la cuñada un ratito y vinieron a por ellos después de medio día. Por su culpa llegué tarde al trabajo y, ojo, que encima tuve la desvergüenza de quejarme. Por eso, su madre y su hermana me llamaron descarada y grosera. Así que, desde ese día, cada vez que me pedían cuidar de los niños, les decía que no. Eso sí, que mi marido haga de niñero cuando le apetezca, que a mí también me gusta jugar con ellos.
Pues bien, ni una hora después de irse, reaparece mi marido ¡con todo el clan a cuestas! Incluidos los dichosos sobrinos correteando por la casa. Mi suegra, sin cortarse un pelo, se pasea por mi salón, abrigo puesto y todo, y suelta:
Hemos decidido que, como es el cumpleaños de Íñigo, le vamos a regalar una tableta. La ha elegido él y cuesta dos mil euros. Me debes mil euros de tu parte, así que afloja.
A ver, que a Íñigo le habría comprado una tableta, pero, claro, ¡no ese pedazo de modelo digno de una película de ciencia ficción!
Por supuesto, no solté ni un euro. Y ahí es cuando mi marido empieza con el teatrillo y me llama tacaña. Encendí el portátil y llamé a Íñigo. Entre los dos, en cinco minutos, había elegido y pedido un cacharro que realmente le hacía ilusión.
El niño, tan feliz, fue a enseñárselo a su madre, que seguía plantada en el pasillo cual estatua. La cuñada, como siempre, con las manos más largas que la crisis: si algo se podía pegar, seguro acababa en su bolso. Pero claro, a mi suegra mis buenos gestos ni le entraban en el radar, y, cómo no, saltó a la primera:
Nadie te pidió que lo compraras tú. Tenías que haber puesto dinero, y punto. Estás con mi hijo y siempre va hecho un desgraciado, que ni para comprarse una bombilla le llega. Dame ya esos mil euros, que sabes de sobra que es el dinero de mi hijo.
Y, sin cortarse, empieza a rebuscarme en el bolso que tenía sobre la mesilla. Miro a mi marido y le espeto por lo bajo:
Tienes tres minutos para echarlos a todos de mi casa.
Y ni corta ni perezosa, mi marido agarra a su madre y la saca, arrastrando a la familia detrás. Tres minutos, ni uno más.
Total, que casi prefiero que mi marido se gaste el sueldo en jueguecitos y consolas, porque, antes, todo se lo levantaba la suegra. Al menos así, que lo disfrute él, que para que se lo birlen estos caraduras, ya soy yo la que pone el límite. Y aquí me tienes, pensando que, si lo llego a saber, me habría casado con un huérfano.







