No soy solo una niñera
12 de octubre
Hoy todo empezó como обычно, con la rutina de la universidad. Estaba en la Biblioteca de la Facultad de Educación de la Complutense, rodeado de apuntes y libros, repasando a toda prisa para el último examen de Didáctica. La presión era máxima, porque el catedrático de la asignatura no perdonaba un fallo, y repetir examen era el drama del semestre. No podía permitírmelo.
En mitad de esa concentración, se me acercó Carmen, mi compañera de clase y una de las pocas amigas con las que realmente conecto. Apoyó el culo en la esquina de mi mesa y, bajando la voz, me dijo:
¿Sigues buscando un trabajo por las tardes, Álvaro?
Asentí sin levantar mucho la mirada de los apuntes. Entre las clases, las prácticas y las asignaturas optativas, no estaba el horno para bollos.
Ya sabes que hasta las dos tenemos clase cada día le solté en voz baja, con ese tonillo de quien no espera milagros.
Carmen sonrió comprensiva, y continuó:
Escucha, que te traigo una oportunidad. Mi vecino de arriba, Gabriel, anda desesperado. Es viudo Bueno, eso dicen, yo tampoco lo sé seguro Carmen torció el gesto, porque nunca fue de cotilleos. El hombre apenas da abasto entre la consulta es médico de familia, creo y los tres hijos, así que necesita a alguien que recoja a las gemelas del cole y se quede con ellas hasta que vuelva, más o menos de cuatro a ocho.
Dejé el libro abierto y me obligué a prestar atención de verdad. La idea de cuidar niños siempre me había sido familiar. Mis cuatro hermanos menores fueron todo un entrenamiento en casa.
¿Las niñas cuántos años tienen? pregunté, intentando sonar despreocupado.
Seis años, y son un torbellino. Además, está Julio, el mayor, que ya es un adolescente de trece tacos y vive en el club de fútbol. Dice Gabriel que los entrenos le dejan poco margen y por eso necesita una ayuda extra.
Me quedé pensativo. Por un lado, la experiencia la tenía. Por otro, no era lo mismo cuidar de tus hermanos que de las hijas, heridas aún, de un desconocido. ¿Y si no lograba conectar con ellas?
¿Seguro que le serviré, Carmen? No tengo aún el título y solo estoy en cuarto.
Ella me cortó con un gesto definitivo.
Te aseguro que sí. Ayer mismo Gabriel me preguntó si conocía a alguien de fiar. ¿Le paso tu número?
Vi la hora. Faltaba media hora para la clase de Historia de la Educación. Pensé en el ahorro del transporte vivía cerca del barrio de Argüelles, a un paseo de la facultad, en un horario ajustable, y en la sonrisa divertida de Carmen, casi invitándome a lanzarme. El corazón me latía más rápido de lo normal.
Pásaselo, anda.
***
Confieso que estaba más nervioso que cuando tuve que cuidar solo por primera vez de mis hermanos. Aquello era diferente. Aquí había un contrato (aunque informal), estaba solo frente a una familia de desconocidos. Cinco veces comprobé que llevaba todo en la mochila: móvil, llaves, una libreta y un paquete con meriendas. El día anterior, la presentación con Gabriel y los niños fue fácil. El hombre transmitía tranquilidad y confianza. Las gemelas, Martina y Laura, no tardaron en dejar la timidez y tratarme como a uno más de la familia. Mostraban sus dibujos y competían por explicarme las normas de su juego favorito del cole.
Pero hubo algo que me sorprendió y que Carmen no me supo o quiso contar. Gabriel es bueno, un hombre como los que aparecen poco: alto, con ese trato afable y una sonrisa serena. Y claro, no pude evitar sentirme fuera de sitio, no solo en lo profesional.
«¡Álvaro, céntrate!», me repetía, antes de llamar a la puerta del CEIP San Ildefonso.
Dentro, el bullicio de las salidas era atronador: niños que gritaban, madres hablando a la vez, balones rodando por los rincones. Localicé enseguida a Martina y Laura junto al tobogán. Supe cómo abordar a las gemelas: me agaché para ponerme a su altura y les hablé como a viejas conocidas.
¿Vamos a casa? Hoy os puedo preparar algo rico de merienda.
¿Qué? saltó Martina de inmediato.
Hmm ¿Unas tortitas con mermelada o mejor galletas de chocolate? improvisé.
Laura no lo dudó.
¡Galletas, pero con trocitos grandes de chocolate!
Y así nos fuimos, de la mano, sintiendo cómo el miedo dejaba paso a la responsabilidad, y también al orgullo. Noté que me observaban con esa seriedad que solo tienen algunos niños que ya conocen la tristeza demasiado pronto.
Mujer
Más tarde, recordé la conversación con Julio, el mayor. En la visita anterior, cuando Gabriel salió a hacer un recado, me llevó aparte y me reveló, en voz queda, algunos secretos de las gemelas.
Antes eran más abiertas, a todo el mundo se les colgaban del cuello. Pero desde lo de mamá… calló, y enseguida se recompuso. Aún no entienden qué ha pasado. Piensan que igual es culpa suya.
Julio hablaba con una seriedad impropia de su edad. Tenía ese sentido del deber que me era dolorosamente familiar: el hijo mayor convirtiéndose en bastón de la casa cuando la vida cambia de golpe.
Yo solo pude asentir, sintiendo que la tarea era mucho más grande de lo que parecía; que no solo era cuestión de juegos y meriendas, sino de devolver la sonrisa a dos niñas heridas.
Pero lo cierto es que, desde el primer día, funcionó. Hacíamos trucos con pañuelos, inventábamos canciones absurdas, y al final, Martina y Laura no paraban de reír. Cuando Julio me preguntó si seguiría cuidando de sus hermanas, creí notar alivio en su voz.
Eso espero le contesté. Haré todo lo posible para que vuelvan a reír.
***
He pasado ya dos meses en casa de los Fernández Pardo, y todo cambió. La distancia de las gemelas se fue diluyendo. Me reciben con abrazos y cuentos, y cuando llega la hora de marcharme, hacen lo imposible por retenerme.
Esta noche, mientras recogía los juegos en el salón, Martina se acercó sigilosa y, con su cabezota apoyada en mi cintura, me soltó:
¿Por qué no te quedas a dormir? Papá tiene una cama muy grande.
Intenté no echarme a reír y les propuse que mejor mañana tendríamos una tarde de cuentos, cocina y juegos. No parecía suficiente para ellas: Laura se sumó al asedio, ambas con la terquedad de quien ya tiene claro lo que quiere y nadie le ha preguntado la opinión.
Me ablandaron por dentro. Les dije que sí, que al día siguiente vendría incluso antes, y logré que recogieran y se lavaran los dientes ellas solas. Mientras se reunían para despedirse, caí en la cuenta de lo que suponía no solo para mí, sino para ellas, esa rutina compartida. Me marché con una sonrisa tonta.
En el rellano, mientras me ponía la chaqueta, vi de reojo a Julio. Observaba todo en silencio, con los brazos cruzados y expresión satisfecha. Desde su rincón, fue el primero en darse cuenta de cómo cambiaba el ambiente en casa: Gabriel más animado, las niñas más risueñas y yo bueno, yo cada vez más integrado en esa pequeña tribu.
Y fue Julio quien, harto ya de lo que él llamaba «la comedia de los adultos», tomó cartas en el asunto.
Cuando esa noche Gabriel volvió de la consulta, lo esperó en el salón y le soltó, casi desafiándole:
Papá, ¿tú de verdad no te das cuenta de que Álvaro mola? O sea, mola de verdad. Y tú a él le caes bien. ¿Vas a hacer algo o qué? Invítale a un café o algo.
Gabriel se quedó paralizado, azorado, como si le tiraran un cubo de agua fría.
Julio, hijo, no puedes ir por ahí mezclando las cosas así…
Que sí, papá, ¡que eres muy lento! le replicó Julio, dándole un golpe en el hombro. Hacédlo como en las pelis: un paseo todos juntos, una comida, y si eso se animan las cosas, pues ya vas solo. Pero haz algo.
Gabriel se lo tomó en serio y, poco a poco, organizó planes familiares: primero al parque, luego una chocolatada en la Plaza Mayor con las niñas, una vez incluso nos fuimos todos a ver una función de títeres en el Retiro. Gabriel y yo acabábamos charlando horas después de que las niñas estuvieran dormidas, a veces el tema era la educación, otras, recetas, y las más, tonterías de la vida.
En uno de esos ratos, me confesó lo suyo el miedo a que, por intentar algo, yo me fuera y todo el precario equilibrio familiar saltara por los aires. Yo no era más valiente, honestamente, pero la complicidad nos fue empujando, hasta que, sin darnos cuenta, fue natural vernos como algo más.
***
Hoy, al sentarme a escribir esto, apenas puedo creerlo. Tras meses de cenas compartidas y tardes de juegos, nos decidimos. Gabriel me tomó la mano una noche y, con mucha más timidez de la que cualquiera imaginaría viniendo de un adulto hecho y derecho, me dijo: No me imagino esta casa sin ti. No solo como cuidador de mis hijas, sino como compañero de vida.
Ese día entendí que el hueco que antes dolía tanto en su familia podía convertirse en algo nuevo. Acepté, claro, y a partir de ahí, la vida rodó sola.
No quisimos una boda a lo grande; solo una pequeña fiesta en una finca a las afueras de Madrid, con familia, amigos y sobre todo las niñas (que llevaron los anillos y casi hicieron de oficiante). Julio, de punta en blanco, me abrazó y me susurró, ¿Ves? Te lo dije.
Han pasado ya unos días y aún siento como si anduviera por encima del suelo. Ahora todos compartimos el mismo techo, cada desayuno es un pequeño milagro, y a veces recuerdo con nostalgia aquellos nervios de la primera tarde, cuando aún no sabía si sería capaz de conquistar el corazón de dos niñas heridas y de un padre que solo buscaba un poco de paz.
Al final, la vida como Madrid al atardecer, cuando la ciudad se pinta de magia por un rato me enseñó que los roles son solo etiquetas y que, atreviéndose a cruzar algunas líneas, uno puede encontrar la familia que nunca planeó tener y que ahora no cambiaría ni por todo el oro del mundo.
Lección de hoy: a veces, nos aferramos a lo que somos por contrato y no vemos las posibilidades que nos rodean. Hay que atreverse, sin miedo al ridículo, porque la recompensa puede ser exactamente eso que estábamos buscando, aunque no lo supiéramos.
Firmado: ÁlvaroA estas alturas, sé que nunca podré explicar por completo lo que se siente formar partepor elección, no por sangrede la cotidianidad de alguien. Pero cada tarde, cuando entro en casa y oigo las risas corriendo por el pasillo, cuando Gabriel me mira con esa mezcla de cansancio y gratitud y las niñas gritan ¡Álvaro, ven, que se escapa el monstruo del cojín!, sé que el sentido de pertenencia no entiende de contratos ni etiquetas.
Hubo una tarde en especial que lo resumió todo: Martina y Laura me arrastraron hasta el sofá, llenas de migas y colores, y me soltaron, muy serias: ¿Sabes qué, Álvaro? Ahora tú eres de la familia. Da igual si eres mayor, profe o lo que sea. Eres nuestro. Y Gabriel, desde la puerta, solo sonrió y asintió, como si en ese reconocimiento de las niñas se rubricara el mejor de los títulos.
Julio, por supuesto, todavía se hace el duro. Pero después del desayuno, cuando todos salimos juntos y me da ese empujón en la espalda para que vaya al frente, susurra bajito: Que se note quién manda aquí, ¿eh? No hace falta nada más.
A veces, en el silencio después de acostar a las niñas, Gabriel y yo nos sentamos en la cocina, compartimos un café y simplemente nos miramos. No hace falta llenar el vacío, porque ya no lo hay. ¿Te das cuenta, Álvaro?, me dice alguna noche, al final, solo nos faltaba una pizca de valor. Y yo sonrío, porque a veces basta con un pequeño gesto fuera de la rutina para cambiarlo todo.
Dicen que uno no escoge la familia, pero yo aprendí que sí se puede. Que a veces, lo que parece solo un trabajo es el principio de un hogar. Y que si alguna vez dudas de lo que puedes ofrecer al mundo, piénsalo dos veces: podrías estar a punto de convertirte en la pieza que complete, por fin, el puzzle de alguien más.







