Aunque Clara fue siempre una nuera ejemplar y una esposa entregada, no sólo acabó arruinando su matrimonio, sino que también terminó perdiéndose a sí misma.
Clara era huérfana y había pasado buena parte de su infancia en un hospicio de Ávila. Apenas cumplió los dieciocho años, se casó, sin tener la menor idea de lo que suponía ser esposa ni vivir en familia; ni siquiera tenía amigas casadas que pudieran orientarla. Al instalarse en la casa familiar de su esposo en Salamanca, se dedicó con ansia a aprender cada detalle sobre cómo debía comportarse una esposa perfecta. Para ello, se apoyaba sobre todo en los consejos de su suegra, doña Rosario.
Era bien sabido que existen historias sobre las temibles suegras, y Clara las había oído todas, pero pese a ello pensaba, en el fondo de su corazón, que al no tener madre, su suegra sería para ella una madre adoptiva y le desearía siempre lo mejor. En realidad, doña Rosario tampoco era mala persona ni le deseaba daño alguno a su nuera, pero a veces las cosas salen torcidas… Rosario, con todo su entusiasmo, comenzó a enseñarle a Clara los secretos de la vida matrimonial y le soltó máximas como: Si un marido es infiel, la culpa siempre es de la esposa.
¡Qué manera de pensar! Clara siempre creyó que quien es infiel es el verdadero culpable. Pero la realidad, le decían, era distinta: cuando un hombre busca fuera del hogar, es porque la esposa, de algún modo, ha descuidado su aspecto o ha dejado de atraerle como mujer. Rosario insistía en que había que mantener la cintura fina incluso en la madurez, así que Clara apuntó en su cuaderno no engordar y se matriculó enseguida en un gimnasio.
Aunque Clara era ya delgada y esbelta, empezó a obsesionarse con la dieta, temiendo ganar un solo kilo. Y apenas hubo aprendido esta primera lección, doña Rosario la aleccionó con otra de sus verdades: En una familia como Dios manda, las dos trabajan.
Clara jamás protestó porque, en realidad, anhelaba desde siempre superarse. Estaba dispuesta a aceptar cualquier trabajo. Cuando consultó a su suegra sobre cómo manejar la baja por maternidad, Rosario sentenció: El cuidado de los hijos es problema tuyo, tú verás cómo te las apañas.
Clara quizá no anotó en su cuaderno ese consejo, pero años después, al quedarse embarazada, además de cuidar a su niño, aceptó un empleo de media jornada como niñera. Aunque esto la hacía sentir satisfecha, las quejas no paraban en casa: tanto su suegra como su marido protestaban porque Clara apenas ganaba unas cuantas pesetas al mes.
Pensando que no habría problema, Clara decidió gastar su modesta paga en ir a la peluquería, pero enseguida le llegó la siguiente advertencia: Durante la baja de maternidad, ¡no hay motivo para acicalarse! Cuando vuelvas al trabajo, ya te arreglarás y te pintarás, pero ahora hay que ahorrar.
Con el tiempo, Clara entregaba todos sus ahorros y lo que ganaba a su marido. Era evidente que, a lo largo de su matrimonio, la principal enseñanza de su suegra era: Una buena esposa debe saber llevar sola la casa.
Así lo hizo, y Clara se encargaba de todo. El agotamiento la vencía cada día, pero sola salía adelante. Los desmayos se volvieron parte de su rutina. Muchas noches, después de acostar al más pequeño a las nueve, limpiaba el piso y dejaba cocinado el menú del día siguiente, mientras su marido dormía la décima siesta, pues, según él, el trabajo le dejaba extenuado.
Era inevitable: un día Clara acabó en el hospital. Nunca encontró el tiempo para atender los avisos de su cuerpo y no supo detectar el comienzo de una enfermedad grave. Pasó más de dos semanas ingresada, y ni su marido ni su suegra fueron a verla ni una sola vez. Por fortuna, cuando la ingresaron aún conservaba su móvil, y pudo llamar a su amiga Teresa, que le llevó todo lo necesario. Cuando por fin salió del hospital, supo que había llegado la hora de romper su propio destino: sin mirar atrás, interpuso la demanda de divorcio.







